Desde Cannes
Mientras en la alfombra roja que lleva hacia el Palais des Festivals se agitaban los pañuelos verdes con que llegó a Cannes el equipo de Que sea ley, el documental de Juan Solanas sobre el movimiento feminista argentino por el aborto legal, seguro y gratuito (ver nota aparte en Sociedad), en toda la Croisette se sigue hablando del impacto de Dolor y gloria, la nueva película de Pedro Almodóvar, que presentó la noche del viernes en competencia oficial.
Considerada ya antes del inicio como una de las favoritas del concurso, luego de la ovación de más de diez minutos que recibió en la inmensa sala del Grand Théâtre Lumière parece difícil que el jurado que preside el director mexicano Alejandro González Iñarritu no la incluya en su lista corta por la Palma de Oro. “Es una de las mejores noches de mi vida”, expresó Almodóvar, tan conmovido como los actores que lo rodeaban: Antonio Banderas, Penélope Cruz y Leonardo Sbaraglia. “Por supuesto que la gloria es un obstáculo. Para mí el éxito significa haber podido hacer lo que quería hacer”, declaró luego el director español en la conferencia de prensa. Y de su oficio como cineasta y de mucha de su propia experiencia de vida habla Dolor y gloria, una de sus películas más íntimas y personales y sin duda la mejor desde Volver, diez años atrás, con la que aquí en Cannes consiguió los premios al mejor guion y a la mejor actriz, que Penélope Cruz compartió con todo el elenco femenino de aquella película.
Créase o no, aquí otro gran candidato es Antonio Banderas, en el papel de su vida, que no es otro que una suerte de alter ego del propio Almodóvar. Tanto que hasta su fisonomía en la película se mimetiza con la del director, quien a su vez confesó haber prestado parte de su propia casa como set. Así de personal es todo en Dolor y gloria, una película que habla de temas que han estado siempre presentes en la obra del director –la ley del deseo, el peso de la figura materna, la ambigüedad de la ficción cinematográfica– pero de un modo depurado como pocas veces.
No se trata de que Almodóvar haya cambiado de estilo. La sofisticada dirección artística de la argentina María Clara Notari responde a los cánones habituales del director. Pero ni siquiera el brillo de los colores de la fotografía de José Luis Alcaine consigue atenuar la gravedad de un film que, finalmente, se vuelve luminoso por los recuerdos de infancia a los que acude el director Salvador Mallo (Banderas) cuando se siente acorralado por la enfermedad y la angustia.
Aquejado por una infinidad de males que lo atacan en bandada, Mallo –a diferencia de Almodóvar– hace años que no filma y vive refugiado en la soledad de su piso madrileño. Se diría que de allí nadie lo puede arrancar, salvo un llamado de la Filmoteca que ha restaurado una de sus películas y pretende que vaya a presentarla con su protagonista. Por supuesto, Mallo no irá pero sin embargo se pone en contacto con aquel actor con quien se había peleado de modo irreconciliable (Asier Etxeandia) y con quien ahora se fuma “unos chinos” de la paz. No será el único reencuentro de Mallo: una noche también se le aparece en su piso Federico (Sbaraglia), un argentino con quien vivió una intensa historia de amor en el pasado y que ahora ambos recuerdan con afecto y ternura.
Pero el regreso más intenso y recurrente que experimenta Mallo en sus madrugadas de insomnio es el lejano recuerdo de su madre (Penélope Cruz), a la vera del río lavando ropa y cantando junto a otras mujeres –como en Volver– pero también en el triste pueblo manchego al que fue a parar a los 9 años y donde llegó a vivir en la pobreza más extrema, en una cueva encalada. Fue allí también donde –entre frenéticas lecturas y las clases que el niño le da a un joven albañil analfabeto– Salvador descubre una pulsión por entonces incomprensible, que lo desmaya de fiebre. Sin saberlo, al ver a ese muchacho bañándose desnudo, inocente frente a él, Salvador encuentra su sexualidad. Y en esos recuerdos de infancia, Mallo reencuentra a su vez el deseo de filmar. Y de vivir.