Entre las mil lecturas posibles del sorpresivo anuncio de ayer elijo la siguiente: la candidatura de Alberto Fernández es una hipótesis de fin de la grieta.
¿Qué es la grieta? En La grieta desnuda (Capital Intelectual), Martín Rodríguez y Pablo Touzon sostienen que la grieta es la estrategia de gobernar a partir de una minoría intensa. Es un estilo de ejercicio del poder, un modelo de gobernanza. Nació hace ya diez años, durante el conflicto del campo, cuando el kirchnerismo, golpeado por la derrota de la Resolución 125, vencido en las elecciones legislativas del 2009 y reducido en sus apoyos, logró reconstruir su legitimidad a partir de una sucesión de audaces reformas en clave progresista: estatización de las AFJP, Ley de Matrimonio Igualitario, Asignación Universal por Hijo, Bicentenario. Aunque resulte tentador interpretar este giro como una radicalización, se trató más bien de incorporar a otros sectores, sumar temas y novedades, hasta finalmente recuperar la popularidad perdida.
Esta etapa, breve y casi diríamos positiva de la grieta, fue dando lugar a un largo período en el que la polarización se fue tornando cada vez más estéril. Ese período comenzó con el triunfo de Cristina con el 54 por ciento de los votos, que fue interpretado como un estado permanente de la política –y no como lo que fue: un triunfo arrollador pero contingente–, y se extiende hasta el día de hoy. Su marca es la parálisis transformadora. En efecto, tras obtener su reelección Cristina encontró serias dificultades para concretar iniciativas que implicaban más que una simple medida de gestión, la creación de un programa o una reorientación presupuestaria, aquellas que apuntaban a modificar de manera más profunda el ecosistema de poder, como la implementación de la ley de medios o la reforma de justicia, ahogadas ambas en un mar de cautelares. Sus candidatos primero y ella misma después fueron derrotados en todas las elecciones que siguieron: 2013 (contra Massa), 2015 (contra Macri) y 2017 (¡contra Esteban Bullrich!).
Así, la grieta se convirtió en un problema: le permite a un gobierno retener el poder, e incluso ganar elecciones, pero no alcanza para emprender transformaciones profundas y sostenibles, sean de izquierda o de derecha, como demuestra la experiencia del kirchnerismo cristinista pero también la del macrismo, que hizo de la grieta una verdadera filosofía de Estado y encontró una serie de dificultades para desplegar plenamente su programa regresivo de reformas (laboral, previsional, impositiva).
La forma más habitual de pensar estrategias para superar la grieta era, hasta ayer, geométrica: hay un macrismo a la derecha, hay un kirchnerismo a la izquierda y entonces debía surgir una fuerza que, ubicada entre una y otra, propusiera una alternativa: ancha avenida del medio, tercera vía, equidistancia. Pero la idea de que una tercera candidatura podía ser simplemente un promedio reactivo a dos opciones igualmente odiadas se ha demostrado equivocada. Había que ofrecer algo más, y por eso los aspirantes que ensayaron posiciones de este tipo –Massa, Lavagna, Lousteau– concitaban mucha atención al comienzo pero rápidamente chocaban contra un techo.
Ahora Cristina propone una salida por arriba. Justo en el momento en que Cambiemos se tensaba en un debate acerca de la apertura de su coalición, la alternativa de un Plan V e incluso unas PASO con el radicalismo, la ex presidente tomó una decisión sorpresiva y ratificó la dimensión instituyente de la política, que no es solo el reflejo de un estado social dado sino la posibilidad de iniciar algo nuevo. Hay algo de “La carta robada” en el anuncio de ayer: Alberto Fernández había sido reempoderado como armador principal del kirchnerismo, hace meses que hablaba en nombre de Cristina y estaba ahí, a la vista de todos, sentado en la primera fila, aunque nadie lo mirara (no al menos de esa manera).
Por supuesto, la jugada deberá superar el test de Cooper de una larga campaña contra un gobierno que todavía no ha sido derrotado, todavía tiene varios cabos sueltos, entre ellos nada menos que el candidato a gobernador bonaerense, pero es audaz y puede ser ganadora. Es cualquier cosa menos electoralista: la única vez que Alberto fue candidato fue hace veinte años, su popularidad nunca pasó del diez por ciento y su nivel de desconocimiento, incluso entre peronistas, es alto. Alberto es discutidor pero moderado, un hombre de Palacio y un intelectual antes que un candidato. Por eso la decisión es anti-duranbarbiana en un sentido profundo: Fernández-Fernández debe ser la primera fórmula presidencial moderna que se define sin encargar antes una sola encuesta, un solo focus group.
Y esto es así porque parece pensada en función del ejercicio del gobierno más que del desarrollo de la campaña, a partir de la idea de que los problemas y restricciones que enfrentará el próximo presidente, derivados tanto de la pesada herencia del macrismo como del contexto internacional adverso, exigen la construcción de una alianza social y política amplia, que deje atrás las minorías intensas y recupere una capacidad hegemónica capaz de emprender una transformación que rompa la enervante circularidad de la última década: una coalición más parecida a la del kirchnerismo 2003-2007, que incluía del PJ a casi todo el radicalismo, del sindicalismo moyanista al honestismo de Graciela Ocaña, que a la experiencia del 2011-2015, etapa en la cual esa misma coalición se fue desgajando.
Aunque inesperado, el anuncio es el penúltimo escalón de un proceso que comenzó con la estrategia de Cristina de reconstruir la relación con una serie de dirigentes que hasta hace poco tiempo atrás eran considerados poco menos que traidores, siguió con el plan, ejecutado justamente por Alberto, de facilitar la unidad peronista en las elecciones provinciales, dio un paso más con la convocatoria a un “contrato social de ciudadanía responsable” y encontró su última foto en la sede del PJ. La vieja hipótesis de José Luis Gioja –la unidad del 80 por ciento del peronismo en torno a la figura de Cristina– se concreta finalmente por otra vía, a juzgar por la primera reacción de sindicalistas y gobernadores, y sobre todo si Sergio Massa decide sumarse a la nueva entente y Alternativa Federal termina de desvanecerse en el aire.
Por último, apuntemos que el revival nestorista que propone la nueva fórmula del kirchnerismo implica una revisión de lo actuado en los últimos años: es una propuesta de fin de la grieta surgida desde las entrañas de la grieta. Aunque la palabra clave autocrítica sigue siendo impronunciable, la simple decisión de ungir a Alberto supone reconsiderar una serie de medidas, estilos y decisiones. El kirchnerismo sunnita nunca podrá admitirlo, porque no está en su naturaleza de escorpión, pero el giro es eso: un giro. El alejamiento de Alberto durante el conflicto del campo coincidió con el inicio de la grieta y la posterior deriva hacia un modelo cada vez más autocelebratorio, excluyente y yoico. La salida que ahora propone Cristina es inteligente y parte de una lectura extremadamente realista y responsable de la situación del país.
* Director de Le Monde Diplomatique, Edición Cono Sur.