Desde Río de Janeiro
En menos de cinco meses Jair Bolsonaro (foto) y sus ministros dieron sobradas pruebas de una asombrosa capacidad para cometer errores. Cuando parecen a punto de acertar, se equivocan con una habilidad y una rapidez extraordinarias. El presidente, además, se muestra de una osadía notable: no teme al ridículo. Al contrario, lo busca de manera incesante.
El más reciente ejemplo de esa habilidad singular fue ofrecido por estos días. Rechazado por Nueva York, donde recibiría el título de “personalidad brasileña del año” ofrecido por la cámara de comercio Brasil-Estados Unidos, anunció haber sido invitado por Dallas, Texas. De paso, visitaría, también atendiendo a una invitación, al ex presidente George W. Bush.
Bueno: Bolsonaro viajó a Dallas, fue recibido en un almuerzo con empresarios y visitó a Bush.
Pero el alcalde Mike Rawlings aclaró que jamás lo había invitado y que repudiaba sus posiciones ultraderechistas. El asesor de Bush, Freddy Ford, negó cualquier invitación, y aclaró que el ex presidente suele atender a pedidos de embajadas para recibir mandatarios. Y para cierre, Jorge Baldor, presidente del World Affairs Council, donde se dio el almuerzo, dijo que se trataba exactamente de eso –un almuerzo– y no un homenaje.
Aprovechando su visita a Estados Unidos –la segunda en dos meses– Bolsonaro comentó las multitudinarias manifestaciones que llevaron dos millones de brasileños a las calles protestando contra su gobierno el pasado miércoles. Dijo que eran “idiotas útiles, imbéciles”.
Siempre se sospechó que Bolsonaro mantenía prudencial distancia de la realidad. Lo que ahora se sabe es que, más que eso, el ultraderechista no tiene ninguna relación con la realidad. Vive en otro mundo, donde la única regla es mantener antagonismos rabiosos y creer píamente en lo que le dicen tanto el trío de hijos como el astrólogo que le sirve de gurú.
Los pilares que sostuvieron su candidatura y deberían sostener a su gobierno dan clarísimas muestras de resquebrarse. Los grandes medios de comunicación, esenciales tanto para la deposición de la ex presidenta Dilma Rousseff como para la demonización de Lula y de la izquierda en general, disparan críticas cada vez más contundentes al capitán descerebrado. El mercado financiero, que apostó fuerte al fundamentalismo neoliberal del ministro de Economía, Paulo Guedes, ya sabe que el año está perdido. Y el tercer pilar, formado por los militares, parece perdido entre las idas y vueltas del desgobierno. Los uniformados ya saben que no logran controlar al incontrolable Bolsonaro. Y saben que, de seguir el panorama como está, él no llega a fin de año.
Si a eso se suma la profunda crisis social, con 14 millones de desempleados y otros 23 millones subempleados, el creciente rechazo del electorado –en especial los que votaron a Bolsonaro como forma de castigo al PT de Lula y a la izquierda–, la absoluta incapacidad de los ministros para llevar adelante cualquier programa mínimamente elaborado y la ausencia de articulación en el Congreso que le permita gobernar, se entenderá la inexistencia de salida en el horizonte.
Para colmar el vaso, se investigan los lazos del senador Flavio, uno de los hijos presidenciales, con un esquema de desvío de recursos públicos, lavado de dinero y vínculos con grupos de exterminio de Río. La investigación seguramente alcanzará a otros dos hijos, a la primera dama y como mínimo se acercará al presidente.
Resultado: pasados menos de cinco meses desde su estreno, el gobierno de Bolsonaro ni siquiera empezó y su mandato ya está en riesgo. Las reiteradas muestras de absoluto desequilibrio y falta de preparación hicieron disparar alarmas por doquier.
La cuestión ahora es saber cómo y cuándo catapultarlo del sillón presidencial, a menos, claro, que le advenga un instante de lucidez y acepte desempeñar un rol meramente decorativo. Ocurre que lucidez y Bolsonaro son totalmente incompatibles.
El pasado viernes empezaron a circular rumores de una posible renuncia. Tratándose de un bufón envalentonado, suena poco creíble. Tratándose de un desequilibrado, todo es posible.
Jamás en la historia brasileña un gobierno se desgastó tanto en tan poco tiempo. Salvo el pequeño grupo de incondicionales, a los demás cada día les queda más fuerte la sensación de que no hay cómo corregir el escenario contando con la presencia del capitán y su trío de hijos igualmente incontrolables.
El problema es encontrar quién se decida a dar el primer paso, y cuándo y cómo.