Esta columna es escrita con la relativa comodidad de no tener que salir al toro, apenas producida la noticia.
Con disculpas por usar primera persona en un artículo periodístico y autorreferenciarse, vayan dos impresiones que tuve, el sábado a la mañana, cuando como el común de los mortales excepto Fernández y Fernández, creo saber que Máximo y no más que un puñado estrechísimo de íntimos, quedé con la boca abierta y pensé que la voz del “renunciamiento” era de una imitadora fenomenal.
Con el correr de los minutos, sin embargo, me convencí de dos aspectos que pasadas las horas ratifico a pleno.
El primero es la nestorización de la campaña, como lo dije en la salida al toro ése en Marca de Radio. Muchos verbos e imágenes precipitados, todos de lugar común: consensuar, audacia, sorprender, movió la dama y jaque, practicidad.
El segundo aspecto es lo que escribí en la nota de este diario, la semana pasada, bajo el título de “Apurados, abstenerse”. Sobre el cierre de esa nota, hubo el resaltado de que hay la Cristina que sus adeptos y enemigos necesitan para conmoverse y herirla. La Cristina como vector de emociones inalterables a favor o en contra.
Y que hay la Cristina que se necesita para ganar.
Como se leerá dentro de unas líneas, corrijo en alguna medida que “ganar” vaya en primer término.
Aunque lo dicen en potencial, la mayoría de analistas leídos y escuchados hasta acá señalan que Fernández-Fernández es una fórmula, en principio acertada, para triunfar en las elecciones.
Esa posibilidad es reconocida, con estricto pedido de anonimato, por varios de los propios cambiemitas del equipazo gubernamental.
Un funcionario del entorno más cercano a la gobernadora bonaerense señaló que, si Sergio Massa se suma al armado de CFK, antes o después de las primarias, Cambiemos está “liquidado sin más vueltas”.
Si el binomio es favorito y amplía las chances de vencer, incluso en primera vuelta evitando el ballottage, efectivamente habrá que comprobarlo en las urnas.
Es elemental, pero se lo subraya porque hay mucha gente tentada por comerse la cena en el almuerzo.
No hay antecedentes, ni aquí ni, es probable, en proceso electivo de parte alguna, por los cuales se haya decidido una fórmula presidencial sin chequeo mínimo de la repercusión que tendrá.
La cuenta fácil, también posiblemente certera, es que Cristina no perderá un solo voto de su núcleo incondicional y que Alberto le sumaría una cifra, quizá decisiva, no de alérgicos a ella y al peronismo –irrecuperables– pero sí de perezosos.
Tal cálculo requiere igualmente de demostrarlo. El tercio electoral sin otra convicción que lo que le parezca a último momento quedará repartido entre lo que se sufra y lo que quiera creerse del estadio económico generalizado. En eso sí que los antecedentes sobran, a partir de lo que ahora se llama “construcción de subjetividad”.
La inflación bajó unas décimas, bien que por conducto recesivo. La cotización del dólar, gracias los desembolsos usables de un FMI que quemó sus manuales como nunca en la historia, podría no escaparse hasta las elecciones.
Con esos dos elementos ilusorios pero eventualmente eficaces, más la artillería de no volver al pasado, nadie debería asegurar que lo que quede de la alianza oficialista no podrá mantenerse a flote.
Suena raro. No inverosímil.
A hoy, sí parece complicado porque Macri es incapaz de remontar su caída.
Porque no se ve espacio para los operativos Heidi y Lavagna.
Porque la ancha avenida del medio está cada vez más angosta, para no decir extinta.
Porque, en todo caso, lo que reste de ella quedaría cubierto por Alberto postulado a la cabeza.
Porque la quimera de extender Cambiemos no tiene con quién ser ampliada.
Ningún radical sabe responder cuál figura realmente existente supondría agrandarse, salvo por el alcance acotado de Martín Lousteau y por un Roberto Lavagna que el macrismo descarta. Sin perder de vista que esto es la Argentina, y que el volumen de asombro no se agota jamás.
El desafío opositor, como sea, es unidad en la acción y no la acción de sentarse a ver pasar el cadáver del enemigo, amparándose en aquello de que no debe interrumpírselo mientras está equivocándose.
Retrocediendo, o avanzando, en lo cronológico es cierto que primero hay que ganar.
Conceptualmente, en cambio, F y F es una decisión para gobernar.
El arco de pactos que se requerirá, para preparar antes de diciembre y ejecutar después, es policlasista, en consecuencia multisectorial y de un porte inédito.
Entre 2001 y 2003, este país se reconstruyó desde sus ruinas gracias a que confluyeron dos cosas de importancia semejante.
Una fue la decisión política de Néstor, que leyó como nadie preveía los emergentes del estallido.
Y la otra, un escenario mundial inmejorable para las materias primas que Argentina exporta más unos vecinos, latinoamericanos, políticamente amigables.
Por las dudas: en ese orden. Los vientos de cola pueden ser aprovechados para beneficio popular o para festín de las élites.
Ahora, además de no acontecer ese mundo “disponible”, las ruinas que deja esta oligarquía diversificada tan venal como inepta son, aunque parezca mentira, peores que aquellas.
Se debe en dólares mucho más que entonces, el corsé del Fondo Monetario es descomunal, el aparato productivo requiere de una inyección reactivadora que estará en soledad regional e internacional.
¿Con quiénes se encara una epopeya reformista de ese tamaño, quitadas las ensoñaciones perpetuas de que basta con un sujeto social movilizado?
Hasta que alguien explique lo contrario con más seriedad que romanticismo vacuo; con más pragmatismo distributivo que con consignas cómodas; con más efectividades conducentes que con infantilismos falsamente izquierdistas, esto es rosca a dos manos. Con una se trabaja el desarrollo de una economía popular que satisfaga necesidades inmediatas y prospectivas. Con la otra se dirige con firmeza a un empresariado cuya vocación patriótica no existe.
Para esa rosca, que es palabra tan antipática como imprescindible, hacía falta que la líder indiscutida cediera espacio a un articulador. Solamente la berretada de los medios oficialistas –estupefactos– se anima a definirlo como un títere.
Lo de Cristina nunca fue ni será el barro cotidiano, agotador, de tejer a varias puntas. Está por encima de eso, pero sería una irresponsabilidad que lo ignorara.
La decisión, entonces, ha sido nestorizar.
No hay ningún quiebre ideológico.
Quienes deseen pasarle esa factura deberán esperar a que traicione.
No es lo suyo.