“Parece una canción de Bandana, pero cuando veo esto pienso: la magia es real”, decía Claudia, que en su vida cotidiana es conocida como profesora de biología, pero en su corazón –y cuando viste túnica y sombrero– es la docente de Herbología Pomona Sprout. Claudia-Pomona abrazaba una mandrágora en el jardín de la embajada británica (“acá nadie te juzga”) y alrededor se desparramaba todo el universo contenido en los libros de Harry Potter, como recién escapado de un volumen. En cierta forma, algo de eso pasó en la sede diplomática el atardecer del jueves, cuando más de mil personas de todas las edades convirtieron el parque en un recreo de Hogwarts,   por obra y gracia de la Harry Potter book night, el evento anual que celebra las creaciones de J. K. Rowling en todo el mundo. 

“La diplomacia no es solamente hacer eventos oficiales, también es  relacionarse con la gente del país donde uno vive”, explicaba el embajador Mark Kent, mientras a sus espaldas, en la barranca de la casa que habita, y que alguna vez perteneció a los Madero Unzué, transcurría un agitadísimo partido de quidditch, el deporte que mezcla escobas voladoras, fútbol y basket. En el centro del parque convertido en cancha con tres aros a cada lado, lo había explicado el árbitro de la Asociación Argentina de Quidditch: las reglas que aplicaban, “como en las películas, como en los libros”, eran estrictas y velaban por el fair play. Tras el pitido, diez niñas y niños, unos cinco adolescentes y un par de adultos –no todos vestidos de civil– habían comenzado a competir con espíritu más aguerrido que lúdico, y el partido estaba peleado, tanto que una veinteañera gritó a su amiga: “¡te dije que era un súperclásico!”.

En Gran Bretaña, la jornada anual harrypotteriana se había hecho la semana anterior, pero las lluvias y el estado del césped forzaron a postergar su versión argentina. Los inscriptos, que conocieron el evento a través de las redes sociales de la sede diplomática y corrillos del mundo fandom, no renunciaron al entusiasmo: una hora antes de que abrieran las puertas, alrededor de 500 ya hacían cola. “Es la segunda vez que hacemos el evento aquí y  creo que cae muy bien, si uno ve el ambiente, se nota que es muy especial. Y estos jardines son muy especiales, hay que aprovechar. Y en este caso, como Harry Potter es un símbolo británico, estamos muy felices de colaborar con el club de fans. Claro: también hay un lado serio, que es la promoción de la lectura, del idioma inglés”, explicaba el embajador Kent, como si su patio no estuviera invadido por decenas de hermiones grangers, harrys potters, rons weasleys y profesores mágicos de todas las edades. Ir de civil, o al menos no tener una varita mágica en la mano, convertía a cualquiera en un paria, un ser sin magia: un muggle. Eran pocos.

Atardecía y al pie de la escalera de la residencia uno de los organizadores, en su encarnación de Newt Scamander –protagonista de Animales fantásticos–, comenzaba a leer un capítulo de Harry Potter y el prisionero de Azkaban–. Alrededor, sentadas sobre el césped y durante algo más de media hora, unas quinientas personas que ya conocían la historia de cabo a rabo, escucharon con la atención de quien ve ocurrir la magia por primera vez en su vida. Recién se acallaban los rumores luego de que el Sombrero Seleccionador, puesto sobre las cabezas de chicas y chicos que se sometían a su sabiduría, establecía a qué casa de la escuela concurriría cada uno de ellos (Gryffindor, Hufflepuff, Ravenclaw o Slytherin), un detalle que no sería menor para quienes, caída la noche, participaran del concurso de preguntas y respuestas.

“Lo mejor que puede pasar es que una persona normal que sale de la oficina con su traje viene acá y se cambia y se pone la túnica”, decía un rato antes Mayra, la joven de 30 años que lleva más de la mitad de su vida en  compañía del universo de Harry Potter, al que descubrió a sus  14. Porque conoce a esos personajes, y las reglas que los rigen, tan íntimamente como a sus amigos, para Mayra resultó natural que el fanatismo por lo fantástico y el don de organizar eventos vinculados a esas historias se convirtiera, con el tiempo, en FanCon Producciones, responsable de los Magic Meetings y la convención FantastiCon, además de presentaciones de libros de Rowling. “El fandom”, explicó Mayra, es muy amplio: “tenés desde chiquitos así que empieza a ver las peículas y empiezan a leer los libros, o los padres se los leen a ellos, hasta adolescentes y adultos, que pueden ser padres o adultos que vienen solos. Incluso a veces los adultos le ponen más entusiasmo, se vienen con las túnicas, caracterizados. El de Harry Potter es un fandom muy familiar”.

Si algo enseñó la experiencia a los organizadores de FanCon es que no hay que buscar demasiado para encontrar públicos ávidos de convertirse en comunidad fantástica a fuerza de jugar. “Aunque no parezca, Argentina es muy consumidora de estas cosas, pasa que está muy reprimido. Pero hay un público muy lector al que le gustan también las películas de comics, y en estos eventos encuentran un entretenimiento extra, con gente que tiene los mismos gustos: tienen el mismo idioma, hablan lo mismo”, dijo Mayra.

Mientras los árboles atenuaban el olor a quemado que llegaba a la ciudad desde el sur del conurbano, los jardines de la embajada ardían. Había pasado el concurso de preguntas y respuestas supervisado tan rigurosamente por Severus Snape –la personalidad alternativa de Víctor, un experto en efectos especiales– y tomado tan en serio por los concursantes que parecía un final universitario, por jóvenes que fueran algunos de los participantes. Era noche cerrada y al pie de la escalera, ante la multitud que vivaba a todos, celebraba a los que actuaban y se declaraba enternecida ante los participantes más jóvenes, transcurría el concurso de cosplay: ¿quién era el personaje más logrado? El público no dudó: su corazón estuvo con la niña que desfiló primero, con un gorrito tejido, y declaró que era Dobby, el elfo.