Hola. Ha pasado un siglo, un segundo. No ha pasado tiempo. Buenas noches. Acá comienza una historia”.
Así empezaba el primer guión escrito por Sergio Aisenstein para El tren fantasma. Omar Cerasuolo leía con voz de locutor antiguo el texto, se escuchaba Kraftwerk y largaba la futura leyenda radial que comandaba Daniel Morano. Aisenstein era un adolescente y ya se había propuesto varias consignas que lo llevaron lejos, trágica y artísticamente lejos. Estas consignas confluyen tal vez en una palabra: fuga. Aisenstein, a quien con pereza se podría definir como un Omar Chabán sin Cromañón, vivió y sobrevivió en una eterna fuga: de la disfuncional casa de sus padres, de la Argentina de la dictadura, de la Europa de la droga, de su gran amor Diana Nylon, de los fantasmas de sus dos hermanos muertos. Incluso escapó de sus dos grandes invenciones: el Café Eisntein –enclave paradigmático del under de principios de los 80, ideado junto a Chabán– y Nave Jungla con su larga y extraordinaria noche freak que se puede sintetizar en uno de sus tantos slogans: “Una discoteca creada por enanos para gente alta”.
Dicen que tal vez la más absoluta de las verdades no es otra cosa que la más profunda de las mentiras. Aquí todo aparece un poco empañado, un poco irreal, un rastro de carmín corrido. Sergio Aisenstein –el descendiente del cineasta ruso Serguei Einsenstein, el nómade, el del hondo bajofondo de Parque Chacabuco, el de Luca Prodan, el punk, el esotérico, el fugaz escriba del Expreso Imaginario, el ajedrecista, el aprendiz de brujo, el de los enanos– tiene en las manos Freakenstein: una vida de novela, su escalofriante libro de memorias. En las páginas de los créditos, escondida, se agazapa una aclaración: “Algunos hechos y nombres han sido cambiados para que sean posibles estos relatos, que son también un acto poético”.
La frase sugiere abogados y asimismo un manto protector de una crudeza brutal y por momentos ladina. Freakenstein es lacerante, impiadoso; un casi obsceno existencialismo que supone, al fin, un acto poético que muta quizás a su pesar en una obra narrativa estupenda.
LA LUCIDEZ DEL SAMURAI
“El inicio hay que buscarlo en la biblioteca de mi padre. Mi viejo era muy sensible. Llegó a ser violinista de Pugliese y de Troilo. Se dedicaba a las artes gráficas, y las editoriales le regalaban libros. Su biblioteca era gigante y llena de libros extraños, fantásticos. De Gurdjieff, Ouspensky, Lao Tse, Carl Jung. Textos sagrados de la India escritos en sánscrito. Libros de iluminaciones, de dimensiones ocultas. Había uno con unos dibujos dorados de los Samurais que no me lo olvido más. Cuando era chiquito le pedí a mi hermana mayor Liliana que me leyera algo de ese libro. Me contó que era el libro de los Guerreros Celestes y me leyó una frase: Antes de combatir recuerda que ya estás muerto. No me la olvidé, me persigue. Para mí encierra una lección que tiene que ver con el coraje. Otro que me marcó fue uno que hablaba de los Monjes Ciegos, que intuían dónde estaba el enemigo. Sus discípulos andaban con los ojos vendados para agudizar la percepción. Yo me tapaba los ojos y practicaba en los cordones de las veredas de Parque Chacabuco, subiendo escaleras en casa, donde fuera”.
Aisenstein habla en su departamento de separado de la calle Valentín Virasoro. Hay un ajedrez, un mapa de Marte, una espada de Pa-Kua y regalos que dejaban los habitués de Nave Jungla: máscaras, muñecas, cuadros. Hay una biblioteca menguada por las mudanzas que podría ser una versión apretada de la de su padre: textos esotéricos y de fenómenos extraordinarios. Sobresale el lomo de uno que dice Mitos, dioses y misterios. Hay unas pinturas de Liliana Aisenstein y de quien fuera su marido, el artista Sixto Caldano: los dos murieron en distintos accidentes automovilísticos. Como Guillermo, su hermano menor, al que no conoció. “Murió arrollado por un auto. Tenía 6 años. Me enteré por una tía. Un día, cuando tenía 30 años, destapé una botella de ginebra holandesa que tenía guardada y le exigí a papá que me contara todo. En casa venía un médium todas las semanas. Había sesiones de espiritismo a través de las cuales se comunicaban con Guillermo.”
Por historias como ésta –apenas un canapé de una suculenta y sórdida mesa– cuesta reconocer en el libro al Aisenstein administrador de la desmesura de la noche porteña de los ’80. Se trata en todo caso de la cara B de esa época que hoy, ya definitivamente, aparece mitificada y en bloque. Los apuntes biográficos que brinda el libro tamizan de cierta lógica a su derrotero que fue del hampa de su barrio, Parque Chacabuco (digamos que integró una barrabrava no futbolera que formateó su primera juventud), a la audacia de trabajar de dealer a orillas del Sena en París en territorio dominado por marroquíes. Es curioso, pero debajo de la peripecia se vislumbra una estética. Ya sea como artista plástico o incluso como músico punk –lideró una fugaz banda performática que no llegó a grabar, Hollywood Nunca Aprenderá–, la mirada de Aisenstein no deja de ser la de alguien que maneja un discurso artístico. La palabra, el poder de la palabra, representa su arma más temible. No importa la verdad; el vigor prosaico es el gran hallazgo de Freakenstein.
Tal vez por ese mix de cultura y decadencia sintonizó con Luca Prodan en el Einstein. El primer encuentro más que encuentro fue un choque: se repelieron y estuvieron a punto de tomarse a puños. Después se hicieron íntimos. Se lo había recomendado Daniel Melingo. “Fijate, hay un Tano que está pegando gritos por ahí”, le dijo Melingo. “El Einstein y mi casa fueron su casa. Vivimos un tiempo juntos. Era un personaje exquisito, muy cálido. Podíamos estar catorce horas hablando. Cocinaba, tomábamos vino y poníamos discos. Sabía todo, era como un Cristo salvaje que al mismo tiempo mostraba una gran calidad humana y cierta fragilidad. Me hipnotizaban sus maneras, era como un mago. Un niño. Lo seguí viendo hasta dos noches antes de su muerte. Daría lo que no tengo para volver a tener una velada con él, de pastas, charla y vino.”
Luca tocaba con Sumo y con sus dos bandas paralelas, Sumito y la Hurlingham Reggae Band. Otros que daban sus primeros pasos en el mínimo escenario de Córdoba y Pueyrredón eran Soda Stereo, Los Violadores, Los Encargados, Los Twist. El espacio se consolidó como el sitio donde respiraba el under más interesante del fin de la dictadura e incluía no sólo a bandas del nuevo rock argentino, sino también a artistas plásticos y teatristas como Guillermo Kuitca, David Wojnarowicz, Vivi Tellas, Jorge Gumier Maier.
Aisenstein lo diseñó mentalmente durante el espeso trajinar de casi cuatro años por Europa. Quería hacer algo a imagen y semejanza de un club que había conocido en Amsterdam, el No Name, y no sabía bien cómo. En unas clases de teatro conoció a Omar Chabán, y Chabán le llevó a un compañero de escuela llamado Helmut Zieger. Un día Sergio estaba en el jardín de la casa de sus padres leyendo una revista bajo el sol y dio con un texto que lo sorprendió: “Cuando una partícula o una forma de vida cae en un medio extraño o diferente, solo pueden ocurrir dos cosas: que esa unidad de vida sea exterminada o que esa misma unidad cambie o transforme todo el medio para poder existir”. Lo firmaba Albert Einstein. Todo cerró.
“Amé mucho a Chabán. Nunca me reí tanto con una persona, era como un Groucho Marx natural. Pero también chocábamos mucho. El mostraba una especie de resentimiento. Había sido muy perseguido en las escuelas alemanas de Villa Ballester adonde lo había mandado el padre. Para esos alemanes, que eran todos nazis, él era un negro, una lacra social. Lo convirtieron en un tipo lleno de inseguridades, con una especie de complejo de inferioridad”, dice.
¿Cómo dividían el trabajo en el Einstein?
–Omar se encargaba de lo teatral, Helmut Zieger de la administración y la gastronomía y yo del rock y de la pintura. Un árabe, un alemán y un judío. Inauguramos en plena guerra de Malvinas y quedó gente afuera. Me acuerdo que tocaron Los Twist. La instalación eléctrica la había hecho Pipo Cipolatti: un desastre. Vinieron un montón de rockeros y del arte en general. Yo conocía a bastante gente del rock por mi paso por el Tren fantasma y el Expreso, y de las artes plásticas por mi hermana Lili.
¿Y Chabán?
–No, Omar odiaba el rock. Lo detestaba.
Parece que te quedó un tema con Omar Chabán...
–Nos peleábamos mucho. Una vez quiso matarme. Mirá este dedo, ¿ves la cicatriz? Me lo cortó con un vaso de trago largo que buscaba mi cuello. Justo llegué a cubrirme. Llevo la marca de Omar para siempre. El cambió mucho cuando conoció a Katja Alemann. Tenía celos de mí porque yo había tenido una historia previa con ella, antes de irme a Europa. Era muy competitivo e inseguro, y eso se manifestaba en cierta soberbia. Pero más allá de todo, los que integramos su círculo íntimo sabíamos que iba a terminar mal. Tenía cierta propensión a lo trágico. Cuando cerró el Einstein él abrió Cemento. No lo quise seguir. Un sexto sentido me indicó que algo no iba a funcionar… Y eso que el rock era una mina de oro. Con el Einstein ganamos mucho dinero. Pero las bandas de rock son muy densas. Ahí empecé a cranear Nave Jungla.
Recuerda Aisenstein historias del Einstein: con la policía, con temerarias bandas de rock del Oeste, con políticos. “Llegó a ir el que era canciller durante la guerra, Costa Méndez”. Y recuerda en las mesas a Andrés Calamaro, a Fito Páez, a Poli y Skay. Y cuando Charly quiso entreverarse en un show de Los Violadores. “Casi lo linchan, pobre Charly. En ese momento el público del ‘nuevo rock’ lo consideraba un idiota, un mentiroso: lo detestaban.”
¿Y Soda Stereo?
–Ya eran una banda hiperprofesional. Venían con una combi, tenían sonido, luces, manager. Se notaba que tenían un plan. Eran unos pibes, pero te trasmitían que iban a ser famosos. Mirá que pasaban cantidad de bandas... Pero Soda te daba a entender que el Einstein era apenas un peldaño más de su carrera. En esa época nadie probaba sonido, ellos sí. Los shows eran buenísimos. Gustavo era un líder muy fuerte, con una personalidad muy adicta. Combinaba profesionalismo con bardo.
¿Cómo ves ahora los 80, con tantos ángeles caídos?
–Hubo una ruptura real con lo establecido, una nueva manera de ver las cosas, pero también un costado trágico. Algunas cuestiones tuvieron que ver con lo que ocurrió con el destape español, que en un momento se volvió algo insulso, la diversión por la diversión misma. Fueron bien intensos los 80. Una borrachera, un carnaval, con una resaca de un montón de porquerías. Casi todos murieron o quedaron mal. No hay muchos que puedan contar bien la época. Yo zafé. Creo que me salvaron aquellas lecturas de mi infancia y adolescencia. Aquel libro de los samurais, el que me leyó mi hermana, que te avisaba de que ya estabas muerto para que pudieras perder los miedos. Yo salí fortalecido de cada uno de las cosas que pasé. Y fueron muchas y bravas.
LOS GUERREROS PUNKS
Aisenstein, el sobreviviente, arrancó su gran aventura en los 70 cuando escapó del clima opresivo de la dictadura trepándose a un buque rumbo a Europa. Se fue con algunas pocas chicas y muchachos. Entre las chicas se encontraba Diana Nylon, una princesita punk que años después vivió sus quince minutos en el rock under y que tuvo una muerte joven. La épica destemplada de Aisenstein y Nylon por las calles de Barcelona, Berlín o Amsterdam son como pequeños cortos de Jim Jarmusch: desconcertantes, siempre en blanco y negro. Fue testigo de la progresiva adicción de Diana a la heroína. “Era una mujer fuerte, sensible, temeraria, una especie de guerrera hermosa de diecinueve años. Hacía sentir a la gente que estaba a su alrededor que en vez de vivir estaba durmiendo. Y quizás ese brillo atrajo sobre ella muchas más cosas de las que podía dominar”, escribe Aisenstein. “Eramos niños en cuerpos de jóvenes y con viejas almas”, dice ahora.
¿No pensás que en el tratamiento de algunos personajes que recorren el libro, como Diana Nylon, fuiste demasiado lejos en ciertos detalles?
–Creeme que hay cosas de Nylon que no conté, que son más fuertes.
En el capítulo 8 (“Los primeros niños sucios”) de Freakenstein se puede leer lo siguiente:
“Jamás pensé que podía convertirme en un asesino. Llevaba una navaja automática aferrada a mis dedos escondida en un bolsillo del pantalón,Nylon y yo estábamos en una frontera de Turquía. Nuestra intención era dirigirnos a Oriente. Nos habían confiscado el coche en el límite con Alemania por no tener el seguro al día. De ahí seguimos viaje a pie. No sabíamos si escapábamos o íbamos hacia un lugar definido, sólo viajábamos. Fantomas se había dirigido hacia Holanda.
Llegamos a Turquía por algo que podríamos llamar simpáticamente “casualidades”, tan casual como lo que les voy a contar. Ese país era una tierra hostil por naturaleza y nosotros éramos punks. Creo que no habían visto ninguno antes.
Pasaban las horas y nadie se animaba a levantarnos. De golpe un Mercedes-Benz nuevo que venía a altísima velocidad frenó a ciento cincuenta metros. Corrimos hacia él. Cuando abrimos las puertas y vimos los rostros supimos de inmediato que era un pasaporte al infierno. Pero ya era tarde. No teníamos alternativa.
Sentados en la parte trasera escuchamos cómo gritaban en un idioma extraño. Parecían iraníes. No se dirigían para nada hacia noso- tros. Yo me había acostumbrado, después de vivir en tierras donde no conocía los idiomas, a leer los gestos y casi adivinar las intenciones. No pasaba lo mismo con Nylon, ella era una punk naïf. Creo que ésa fue la causa, años después, de su muerte trágica.
Recuerdo que pasábamos fronteras, y estos tipos sacaban billetes: los guardias los dejaban pasar como si nada. Estaba seguro que eran traficantes de opio o heroína, en todo caso sujetos sumamente peligrosos. Nos habían levantado para quedarse con mi mujer rubia, y yo por supuesto, era una simple molestia que se la sacarían de encima en poco tiempo.
En medio de las montañas y ya al atardecer, pararon en una estación de servicio donde solo había un viejito con algunas cabras. No era, precisamente, para cargar nafta. Invitaron a Nylon a tomar café y a mí me ignoraron.
Fui al baño, estaba seguro de que vendrían a matarme.
Apagué la luz y me escondí detrás de la puerta. Yo era muy delgado, tenía la pinta de ser una presa débil y fácilmente eliminable. Apenas uno de ellos entró, vi en su mano un revólver plateado. Sin pensarlo, le metí dos o tres navajazos hondos en el abdomen. Cayó al suelo y largó dos ruidos guturales y espantosos. De su vientre le saltaron chorros rojos.
Tenía los ojos clavados en mí. Ese último adiós aún lo recuerdo. Le saqué el arma y salí apresuradamente hacia el coche. Diana estaba ahí con el otro tipo. Le puse el revólver en la cabeza y le hice un gesto para que se alejara. Me subí al auto y huimos a toda velocidad.
Nylon no me preguntó nada. Pero yo tenía un arma y las manos ensangrentadas. Hicimos unos cien kilómetros y me desvié hacia un bosque. No sabía bien dónde estábamos. Cuando frené sentí que todo el cuerpo me temblaba. Me largué a llorar. Nylon acariciaba mi cabeza y me decía:
-No pasa nada, Sergio, está todo bien”.
¿Qué se siente haber matado?
–Yo no lo vi morir. Posiblemente haya muerto. Hubo otras dos situaciones similares que están contadas en el libro. No siento culpa, fue pura defensa propia. Pero es cierto, experiencias así te cambian, te modifican el pensamiento. Yo no superé el escalofrío que todavía me provoca todo ese clima tenebroso, de muerte y locura.
UN LUGAR DONDE PASABAN COSAS RARAS
Entre el equipaje europeo de Sergio Aisenstein no faltaban –“jamás”, remarca– tres objetos: una navaja, una brújula y el I Ching. Con la navaja jugó a matar o morir, con la brújula se perdió pero regresó y el I Ching le mostró ciertas señales. Pero el quiebre mental en sus años europeos se lo dio un chico de siete años, en Italia. Aisenstein estaba sentado en la Estación Central de Firenze de riguroso negro punk y con un prendedor compuesto de espejitos rotos. El chico le clavó la mirada y le preguntó: “¿Por qué te acostumbraste al luto?” Sintió que el chico había visto algo que él no había advertido, que había sido capaz de traspasar el atuendo punk para ver, dice, “algo mucho más profundo”. Después de la perplejidad, celebró la frase. “Me sentí tan feliz –dice Sergio– como alguien que había descubierto el remedio para su enfermedad mortal”.
Europa tenía fecha de vencimiento y maduró a la idea de volver, vencido como en el tango a la casita de los viejos y poner el pecho a una Buenos Aires a años luz de la Europa vieja pero con una libertad exasperante. Regresó. Y después del regreso, el Einstein en la Argentina de guerra y posguerra. Y después esa feria de fenómenos extraordinarios que llamó Nave Jungla y de la que habla con un orgullo extemporáneo y con una contagiosa incorrección. “La llené de enanos. Era una maravilla”.
¿Se podría hacer la Nave ahora? ¿No te acusarían, para empezar, de discriminar?
–Para nada. Los enanos son mis amigos, saldrían a defenderme. ¡Mi abogado es enano, además! No sé si podría hacer, pero no por los enanos. Jamás fueron discriminados, todo lo contrario: eran las figuras.
Contado para alguien que no la vivió: ¿qué fue Nave Jungla?
–Una disco ubicada en Nicaragua y Scalabrini Ortiz, una feria de fenómenos de la naturaleza, un lugar donde pasaban cosas extrañas, que tenía árboles adentro, estanques con peces, tarántulas encerradas, serpientes, un teatro del abismo, un salón R.I.P. en vez de un salón VIP, un sótano donde yo me escabullía a jugar al ajedrez contra una computadora cuando mi cabeza estallaba y mientras a dos metros se cambiaba una odalisca.
“La Nave se había convertido en un lugar donde la gente traía cosas raras. Todo el mundo que tenía algo extraño –una pitón albina con los ojos rojos y la cola negra, un yacaré chiquito– lo ofrecía.
Así llegó una araña inmensa a la que le dábamos cucarachas para comer. Estaba en una pecera arriba de la barra. Y uno de los mozos, una noche, se hizo el canchero, sacó una cucaracha con una pinza del frasco, abrió la tapa para tirar la cucaracha. Y la araña saltó como un resorte.
Era venenosa. En la pista había más de mil personas. Yo estaba ahí y empecé a sudar. Todos los de seguridad, con linternas, salieron a buscar la araña. A uno se le ocurrió decir: “Estas se esconden en los rincones”.
Nos metimos al salón R.I.P. Tal cual. Estaba en un rincón, debajo de un banco. Pusimos un vidrio para levantarla y atraparla dentro de un balde. Ibamos metiéndola de a poquito, para que no se escape, iluminando con la linterna. Una cosa impresionante. Tenía el cuerpo enorme, la cabeza con ojos. Terrible.
Volvió a la pecera y siguió la noche.
También hubo problemas con la serpiente albina, que vivía en otra pecera. El Payaso Demente, uno de los personajes de la Nave, estaba jugando con ella arriba.
Se la metía en la boca, en un acto semi-erótico con la serpiente. Y el animal se enojó y empezó a ahorcarlo, a enroscarse en su cuello. Nos llevamos al Payaso Demente al fondo, casi azul.
Finalmente, con una tenaza, le salvamos la vida. Pero la serpiente se escapó y nunca más la vimos. Soltamos una serpiente en Buenos Aires.
Era un peligro total”.
(De “Nave Jungla: lo sobrenatural”, capítulo 12 de Freakenstein.)
EXPERIENCIAS QUE QUEMAN
Nave Jungla duró casi todo el menemismo y fue el recoveco que elegían muchos músicos internacionales para relajar luego de sus shows. De Suicidal Tendencies y Peter Hammill a James Brown e Iggy Pop, todos encontraban un atractivo en esa apología de lo freak. Charly Gracía podía ingresar arrojando billetes al aire como Isidoro Cañones en la pista que musicalizaba el DJ Willy Manicomio, muy cerca de donde un lanza cuchillos del Amazonas arrojaba sus aceros al filo de la piel de una india albina, también brasileña. La chica estaba llena de heridas.
Acorralado por las denuncias, cerró a fines de los 90. “Empecé a vivir más o menos normal. Al principio tenía que tomar pastillas poderosas para poder dormir de noche. Me costó cambiar la rutina de acostarme a las once de la mañana. Esas experiencias te queman”.
Por el departamento barroco de Valentín Virasoro se mueve su hijo Máximo, a quien define como “un pequeño Sid Vicius”. En un rato saldrá para ir a la escuela acompañado por su hermana mayor, Sol. La imagen –hermosamente vulgar– funciona como contraste y recreo a historias que reverberan como un flash demencial. A ellos, a Sol y Máximo, está dedicado el libro. “Estoy muy entusiasmado con la tarea de padre. Me parece mentira estar aquí, bien. Siento que zafé”.
La última invención de Aisenstein es otra muestra de clarividencia. Cuando huyó de la noche, se refugió en el lugar menos pensado: la señal de cable Solo Tango. Escribía guiones, hacía producción. “Mi vida la transformó el punk, que para mí fue algo muy serio, una mezcla de dadá y surrealismo. Dentro del punk pude expresar todo: el dolor y la belleza. El hippismo me resultó limitado, una suerte de ‘angelismo’ demasiado naif. Apareció el tango, y también lo tomé en serio. Fue un cambio que se fue dando solo, como si hubiera tenido un trasplante de cerebro. Te repito: si yo no hacía esa articulación no hubiera subsistido, ni física ni mentalmente. En Solo Tango se me ocurrió hacer un cruce: que los rockeros tocaran tango. Inventé La Menesunda y para el primer programa quería sí o sí a Dani Melingo. Pero Melingo estaba internado en el Borda.”
¿Y qué hiciste?
–Lo fui a buscar. El estaba muy cómodo en el Borda, los locos lo admiraban, todos lo mimaban. Era un ídolo. Le pagamos 600 dólares para que viniera, y pegó. Habrá sido en el 2000, un poco antes de la catástrofe del país. También vino Omar Mollo, que era remisero y ahora es un capo del tango y le va bárbaro en Holanda. Vino el Chino Laborde, que cantaba en el subte. Vino Cristóbal Repetto. Solo Tango se veía en todo el país, y también en Europa y Estados Unidos. Gustavo Santaolalla vio el programa de Repetto y empezó a producirlo. ¿Te das cuenta?
A diez años del cierre de Nave Jungla, en 2008, decidió reabrir la disco por una sola noche. Fue en Niceto. Quedaron, dice, dos mil personas afuera. Ahora trama alguna acción, aunque no especifica bien qué. Considera que Freakenstein es como una obra más, como el Einstein, Nave Jungla o La Menesunda. Antes de irse por primera vez del país, el I Ching le marcó el camino cuando luego de tirar las monedas el hexagrama Tun del Libro de la Mutaciones fue rotundo: decía Retirada. Y se tomó el buque. El I Ching ahora está guardado, junto con la navaja y la brújula. También el libro de los samurais y sus máximas: “Combatí, estás muerto, nadie puede hacerte daño”. Pero hay cosas que no se abandonan. Sergio Aisenstein, 59 años, parece un tipo capaz de todo.