(ATENCIÓN: este artículo está lleno de SPOILERS sobre “The Iron Throne”, episodio final de Game of Thrones)
No, no habrá acuerdo posible: en la noche del domingo, las redes ardieron tanto como King’s Landing en el intercambio de quienes creen que “The Iron Throne” -el episodio final de Game of Thrones- estuvo perfecto, y quienes les pareció una porquería. A todo fandom le gusta discutir sobre el arte que disfruta, mientras la discusión no pase al terreno de las espadas no es necesario alarmarse. Ni vale la pena embarcarse en ese despelote virtual.
El punto es que terminó Game of Thrones. Y que ese final terminó siendo un acto de justicia –poética y real- hacia Ned Stark, aquel a quien todos consideraban héroe y protagonista hasta que perdió la cabeza en el episodio 9: primera pista de que se estaba ante una serie que no temía pegar volantazos. Desde entonces, al clan del lobo huargo le pasó de todo, muy a menudo malo. Pero llegó el epílogo y los Stark ganaron en Capital, en provincia y en los Siete Reinos. Bran (a) Three Eyed Raven a cargo de todo el boliche. Sansa, The Queen in the North con una horda de caballeros alzando las espadas por ella. Arya lógicamente en otra, lanzada a la aventura de investigar más allá del mapa. El bastardo, que al final decidió ser Jon Snow y no Stark ni mucho menos Aegon Targaryen, abrazando la vida del Pueblo Libre satisfecho –ese muchacho nunca quiso una corona- y con su pichicho desorejado al lado. Ned, Catelyn, Robb, Rickon: tranca, the kids are alright.
Metió miedo esa primera media hora con la mirada turbia de Tyrion comprobando los daños y Daenerys lanzada de lleno al discurso fascista, escenografía de King’s Landing humeante ad hoc. Otra vez, la lectura política que impregna el texto original de George RR Martin se hizo presente en la pantalla: imposible que la promesa de seguir “liberando” reinos, con su ribete implícito de sangre y fuego, no resonara al discurso de una potencia mundial mucho más contemporánea. Luego del trance de remover ladrillos en las catacumbas -uno de muchos momentos visualmente potentes en el finale-, Tyrion encaró sin miedo su destino de traidor, tirando al cuerno la insignia de la Mano (otra resonancia de Ned, lanzando su broche sobre el escritorio de Robert Baratheon) y sosteniéndole la mirada a su (ex) reina. “Liberé a mi hermano, sí. Y vos masacraste la ciudad”, desafió, y más de uno en su casa temió que Khaleesi le chiflara a su mascota ipso facto.
Pero el rol del enano sí fue una concesión al núcleo duro de los thronistas. Presente desde aquella primera aparición en un burdel en el episodio 1, Tyrion Lannister tuvo siempre al público de su lado, encontró la manera de abrirse camino en un mundo extremadamente peligroso y operar hasta el final. Sobre todo en el epílogo: se necesitó al imp para sacudirle las últimas dudas a Jon, que al borde de ese cabezadurismo que lleva a dudar de su inteligencia seguía argumentando sobre las razones de Daenerys para semejante carnicería. “Sos el último escudo de los hombres”, le tiró, y fue la primera referencia a una Guardia de la Noche que parecía olvidada y volvió a tener peso en la trama. Al menos como un pequeño reconocimiento al braseado Varys, Tyrion consiguió que Jon Snow entendiera que había que empuñar el cuchillo y, como se apostó aquí el domingo, perpetrara su muerte más trascendente. Jon no fue el “Azor Ahai reencarnado” de la profecía de Melisandre, pero sí atravesó el corazón de su amada y con eso empezó a ponerle el moño a la historia. Jaime Lannister fue The Kingslayer, Jon Snow fue The Queenslayer. Al final siempre pierden los Targaryen.
A partir de allí todo se trató de anudar, y David Benioff y DB Weiss, encargados del guión y la dirección, tuvieron la eficiencia necesaria con los hilos. Cuando todos se preguntaban quién pondría las posaderas en el Iron Throne, GoT pateó el tablero haciendo desaparecer a su principal símbolo. Drogon tuvo muy claro quién era el responsable de la muerte de mamá pero su genética le impedía cocinar a un Targaryen, y de hecho hombre y dragón habían tenido minutos atrás una escena de alta belleza visual. De bronca nomás, para terminar de “romper la rueda”, el dragón largó el mismo aliento que forjó el Trono para convertirlo en una masa derretida. Lo siguiente fue salir de escena y perderse por entre la lluvia de cenizas.
A partir de allí, una narración en fast forward fue poniendo los cimientos de la nueva estructura de Westeros con la que Game of Thrones fundió a negro por última vez. Acallando de una vez la risita gastadora de Joffrey Baratheon, Brienne reivindicó a Jaime en el libro de la Guardia Real. Para beneficio del desenlace, GreyWorm Modo Psicópata tuvo que aguantarse las ganas de degollar de inmediato a Jon, a Tyrion, al caballo de Arya y un par de extras; entre la acefalía del reino, la presión de los demás jugadores y el cielo limpio de dragones, al Inmaculado no le quedó más remedio que ser testigo del modo en que Tyrion, en un discurso para la historia de la serie, concluyó que el mejor rey posible era... sí, el lisiado que, a diferencia de su hermano mayor, lo sabe todo. Si una vez existió un Bran The Builder -el Stark que construyó el Muro-, quien fue entronizado por el único Lannister en pie fue Bran The Broken (“¿Para qué creés que vine hasta aquí?”). De paso se fijó un sistema de elecciones por decisión de los lores y no por linaje, tras el intento de Sam de instituir algo parecido a una democracia que fue recibido por un coro de carcajadas. Tampoco la pavada, Sam. Son los Siete Reinos, ahora reducidos a seis por la independencia de Lady Sansa en el Norte pero reinos al fin.
En el bordado final quedaron costuras más visibles que otras, pero la suspensión de la incredulidad debe hacer su parte. Quizá no era necesaria la alegoría tan obvia de las alas de dragón detrás de Daenerys en la escalinata. Quizá no hacía falta ensañarse tanto con la memez del pobre Edmure Tully, que bastante tuvo que pasar. Podría plantearse la curiosidad de lo rápido que la Fortaleza Roja y King’s Landing volvieron a ser habitables como para tener un Consejo en funciones, pero la reunión de Tyrion, Bronn (¡pegaste Highgarden, mercenario!), Davos y Brienne con el Rey Bran fue tan deliciosa que para qué meterse en esas elucubraciones: bastó esa lenta retirada de la cámara registrando un diálogo tan Game of Thrones sobre economía y burdeles, dejando otra vez y para siempre en suspenso el remate del chiste del tipo que entraba al prostíbulo con un burro y un panal.
La ya eterna música de Ramin Djawadi como fondo de Sansa coronada, el Cuervo de Tres Ojos recalculando el Reino, Arya embarcada a lo desconocido, Jon reencontrándose con el amigazo Tormund y con Ghost para perderse junto a los Wildlings en un bosque libre de White Walkers. La imagen del lobo huargo por todas partes. Game over para Game of Thrones. Lord Eddard Stark, ahora sí puede descansar en paz.