Desde Cannes
Lo sagrado y lo profano, la luz y las tinieblas, el cielo y la tierra parecen estar librando una batalla en algunas de las películas más resonantes de esta edición número 72 del Festival de Cannes. Si algo tienen en común Jeanne, del francés Bruno Dumont, Liberté, del catalán Albert Serra y Hidden Life del estadounidense Terrence Malick es ese tácito combate que se establece entre ellas. No se trata solamente de concepciones distintas del cine, incluso diametralmente opuestas, sino también de visiones antitéticas del mundo de tres grandes autores a quienes este festival, en sus distintas secciones, siempre les ha sido fiel.
En Jeanne --presentada en Un certain regard-- Dumont decide continuar y concluir con la historia que ya había iniciado dos años atrás aquí en Cannes con Jeannette, un musical irreverente, “all singing, all dancing”, con gente común --niñas y jóvenes que no eran actores, ni cantantes, ni bailarines-- sobre aquello de lo que poco se sabía: la infancia y primera juventud de Juana de Arco, uno de los pilares de la identidad nacional francesa. Ahora en Jeanne Dumont pisa terreno aún más peligroso porque decide ocuparse de la Juana conocida por todos y llevada al cine en infinidad de versiones, desde la clásica del danés Carl Theodor Dreyer en 1928 hasta la banal superproducción de Luc Besson con Milla Jovovich en 1999.
Las diferencias entre esos antecedentes son radicales, pero también hay grandes contrastes entre la Jeannette y la Jeanne del propio Dumont, aunque la protagonista sea la misma: la niña Lise Leplat-Prudhomme, de doce años, pese a que hacia 1430, cuando transcurre ahora la historia, Juana tenía 18 al momento de enfrentar su famoso juicio por herejía. Como en Jeannette, en Jeanne también hay canciones, pero ahora no pasan de tres. Y también hay personajes reclutados entre los habitantes de Normandía, la región del norte de Francia donde siempre filma Dumont, que sin embargo ahora incorpora actores profesionales para el juicio, lo cual le da una tremenda fuerza al enfrentamiento de esos clérigos --algunos de ellos ya ancianos y farsescos-- con esa niña de una mirada tan intensa que cuando se dirige a Dios Dumont no resiste la tentación de romper la cuarta pared y hacerla mirar a cámara, como si en vez de interpelar a quien la somete a semejante prueba lo hiciera al espectador.
En la mejor tradición del despojado cine de Dumont, aquí las batallas están resueltas con una suerte de espléndido ballet equino de apenas una decena de caballos, los conciliábulos de palacio están representados al aire libre en medio del viento y las dunas, y la prisión de Juana es una de las muchas casamatas que quedaron desde la Segunda Guerra Mundial en las playas de Normandía. El único escenario lujoso es la imponente catedral de Amiens donde se desarrolla el juicio, pero allí –por contraste, se diría— la puesta en escena se vuelve más seca, más austera que nunca. Son apenas media docena de personajes perdidos en una inmensidad sacra. Como ya había señalado Dumont en una entrevista del año pasado con Página/12 (https://www.pagina12.com.ar/124669-dios-existe-de-verdad-solamente-en-el-cine ), “la religión debe regresar a su propio teatro. Dios existe de verdad solamente en el cine. Está allí, en su sitio. Es decir, el de su ficción”.
Si Jeanne es esencialmente un film diurno, diáfano, iluminado por el sol que atraviesa el cielo de Normandía y los vitraux de la catedral de Amiens, Liberté de Albert Serra es su exacto opuesto: una película oscura literal y metafóricamente, concebida como una noche eterna a la que nunca parece llegar el alba. Y si Jeanne busca cierta idea de sacralidad, Liberté por el contrario se sumerge en el libertinaje más recóndito. Donde en una la materia es el espíritu, en la otra es el cuerpo, atravesado por los deslizamientos progresivos del placer. Un placer que no puede sino terminar en la muerte --del cuerpo, de una época--, tema que Serra ya venía profundizando en sus dos films anteriores, Història de la meva mort (2013) y La mort de Louis XIV (2016).
El origen de Liberté –presentada también en Una cierta mirada-- está en la pieza teatral que el año pasado el propio Serra concibió en el Volksbühne de Berlín (https://www.pagina12.com.ar/98870-la-decadencia-como-metafora-de-europa ) y que transcurría en un bosque entre Francia y Alemania, donde un grupo de aristócratas decadentes planeaba --hacia fines del siglo 18, poco antes de la Revolución Francesa-- la manera de diseminar las semillas del libertinaje y la corrupción en el rígido imperio prusiano. En la película, el punto de partida es el mismo pero se diría que todo es a la vez más abstracto (las referencias históricas son mínimas) y más concreto. Como suele suceder en el cine de Serra, las experiencias de los personajes se viven en tiempo real. Y aquí muchas de esas experiencias son sexualmente extremas, porque la obvia fuente de inspiración de Liberté es la obra del Marqués de Sade. Se diría incluso que a partir de Sade, Serra busca también –de una manera por completo diferente a la de Dumont—interpelar lo sacro. “Dios es un pervertido a quien me gustaría enfrentarme”, dice uno de los personajes, casi como si fuera el leitmotiv de la película.
Y entre el cielo y el infierno dicen que está el purgatorio. Y eso es A Hidden Life (Una vida oculta), la nueva película de Terrence Malick, casi tan ambiciosa como El árbol de la vida (2011), con la que ganó la Palma de Oro por la que ahora vuelve a competir. Basada en una historia real, la de un objetor de conciencia austríaco, Franz Jägerstätter, que en 1943 terminó ejecutado por negarse no sólo a entrar en combate sino también a prestar juramento de lealtad a Hitler, A Hidden Life tiene todas las marcas de estilo --que a esta altura casi se pueden definir como vicios-- de su director.
Esa suerte de aliento lírico-poético con el cual cada momento de la vida cotidiana parece una epifanía. Ese montaje rapsódico en el que cada toma se encadena con la siguiente como si la cámara bailara alrededor de los personajes. Esos susurrados monólogos interiores en los que siempre se está buscando una verdad profunda, que solamente parece estar presente en la naturaleza como expresión de divinidad. Mientras tanto, durante las casi tres horas de película, ninguna de las estaciones del camino de la cruz le está negada a Franz. Ni al espectador, por cierto.