PáginaI12 en Italia
Desde Venecia
En esta ciudad museo, bellísima y decadente, conviven, acumulados, mil años de historia (del arte). Y la Bienal de Arte, que comenzó a fines del siglo XIX, en la era de las grandes ferias internacionales, acompañando el recorrido del comercio mundial, le da un cariz de parque temático.
La recientemente inaugurada 58ª edición, tiene como curador general a Ralph Rugoff (nacido en Nueva York en 1957) quien fue director de la londinense galería Hayward y de la Bienal de Lyon de 2015.
Para la presente edición Rugoff eligió el título/consigna “May you Live in Interesting Times” (“Ojalá vivas tiempos interesantes”), que durante décadas fue citado por escritores y políticos como una maldición china, pero que según explica el curador, la matriz de esta frase es puramente occidental y en todo caso se trata de una falsa atribución oriental. La palabra “interesante” podría ser tanto una amenaza como un desafío, depende de la interpretación. Y en medio de un mundo atravesado y muchas veces torcido y hasta en parte construido en base a fake news, y a interpretaciones forzadas, termina siendo un desafío definir el sentido de lo interesante en estos tiempos. Ese es el reto que el curador le propone a los artistas.
La consigna se multiplica en interpretaciones y la novedad concreta que trae esta edición, en cuanto a los sectores curados por Rugoff (el pabellón central de los Giardini y el enorme sector de los Arsenales), es el eco de un sector en el otro, porque los (cerca de) ochenta artistas seleccionados (entre los que se incluye a la porteña Ad Minoliti y al tucumano Tomás Saraceno) tienen obras en ambos sectores de la Bienal. Por una parte, en los Giardini, la zona más museística del pabellón central y, por el otro la disposición e iluminación dramática, teatral, de los Arsenales. Con esta suerte de eco, de repetición, no solo se vuelve más “familiar” el recorrido, como en un déjà vu, sino que se ve más obra de cada artista, en un conjunto que resulta más panorámico que en otras ediciones. Tomando en cuenta la cantidad de obras y artistas presentes (a la enorme muestra “de tesis” del curador en los Giardini y Arsenales hay que sumarle las de los países participantes y las que se presentan en museos e instituciones como “eventos colaterales”), en esta oportunidad, la escala es un poco más humana y abarcable.
El pabellón argentino, situado en los Arsenales, presenta @producto de la realización, por primera vez, de un concurso público y abierto@ la muestra El nombre de un país, de Mariana Telleria (1979, Rufino, Santa Fe; vive y trabaja en Rosario), con curaduría de Florencia Battiti. Figura clave de toda la movida es el embajador Sergio Baur, director de Asuntos Culturales de la Cancillería.
El título de la muestra funciona como punto de partida/llegada, como juego de espejos, porque repite el que la artista usó para su primera muestra en Buenos Aires, hace diez años.
Su muestra veneciana se trata de un conjunto de siete enormes esculturas, de cinco metros de altura cada una, que la artista llama “monstruos”. Y lo monstruoso aquí supone cierta hipertrofia y al mismo tiempo un resumen de la producción de la artista. Cada enorme personaje, amenazante por su escala, está armado en torno de grandes troncos de árbol, revestidos con partes de autos, telas, muebles reconvertidos, neumáticos, espinas, marcos de cuadros en forma de cruz, y un conjunto de elementos que en su hibridación, hacen lucir a estos monstruos como entes posthumanos.
Como un ensayo de acumulación vertical, los monstruos se autoiluminan en un registro de luminosidad muy baja, donde lograr ver es el primer desafío para el espectador. La oscuridad es parte del sentido/sinsentido. Junto con la teatralidad y el dramatismo. Y la violencia implícita en el rejunte y las incrustaciones de elementos heterogéneos.
Además de estos ensayos verticales, la artista revistió con espejos las columnas y algún otro sector del pabellón, de modo que la repetición y el reflejo resultan constitutivos.
El inquietante bosque híbrido de Telleria también evoca un desfile de modas en donde cada modelo es un engendro antropomorfo y fantasmal vestido con telas estampadas con las iniciales MT e incrustaciones de autopartes que pueden verse como prótesis. La referencia a la moda (en tensión productiva con el arte) introduce un elemento de temporalidad: aquello que el modelo/monstruo muestra como de uso en determinada temporada, que caduca en la próxima.
Los engendros de Telleria, que incluyen violencia, acumulación, teatralidad, dramatismo, moda, amenaza, hibridación, desguace, prepotencia, accidente, condensación, etc., entran en sincronía con un sinnúmero de obras de otros artistas en los que reverberan varios o todos estos elementos, distribuidos a lo largo de los Arsenales. Y así hacen sistema y ayudan a conformar un clima de época, tal vez de moda.
A su vez, para hacer un brevísimo repaso de lo exhibido en el mismo pabellón desde que está en comodato por parte de la Argentina en 2011 (aunque ese año aún no se pudo utilizar por estar en restauración, de modo que el bosque de piezas escultóricas monumentales de Adrián Villar Rojas @amigo y colaborador de Telleria en El nombre de un país@ se tuvo que exhibir en otro espacio de los Arsenales), hay algunos puntos de contacto entre el bestiario de Mariana Telleria y las distintas obras presentadas en este mismo espacio, en el marco de la Bienal de Arte. Por ejemplo, parentesco con el arnés/miriñaque robótico que Nicola Costantino mostró en 2013 como parte de su instalación alrededor de la figura de Eva Perón; también con la violencia de las esculturas de Juan Carlos Distéfano en 2015 y con la monumentalidad de fábula de la instalación de Claudia Fontes de 2017.
Hay algo ominoso en El nombre de un país, en estos ensayos verticales de Telleria, como testigos mudos (citamos la primeras ocho palabras del texto de Battiti en el catálogo) “en estos tiempos de miseria ideológica y simbólica…”, que cuando sean repatriados desde Venecia hacia la Argentina, en noviembre próximo, seguramente serán testigos inmutables del comienzo de otro país, con el mismo nombre, pero con sentido casi opuesto.