Desde Nueva York
Como estar dentro de un volcán, que a su vez es un capullo, que a su vez es una nave espacial, algo de todo eso podría llegar a ser Cornucopia, la nueva propuesta multisensorial de Björk, artista islandesa de 53 años que aterrizó en los Estados Unidos los primeros días del mes de mayo para estrenar The Shed, el nuevo chiche cultural de la Ciudad de New York.
“Teatro digital”, “concierto de sci pop” ensaya Björk en el NYTimes como posibles etiquetas para esta bestia con vida propia. Quizás haya que confiar en que lo excesivamente particular sólo puede definirse en sí mismo: Cornucopia es Cornucopia. Una infinidad de talentos se enlazan para generar este paisaje futurista y cyber-orgánico que nada tiene de distópico, sino más bien de utópico, pues el show forma parte de la presentación del último trabajo de estudio de Björk de 2017, Utopia.
Acompañada por Hamrahlid, un coro de 50 jóvenes islandeses; Viibra, ensamble de 7 flautistas mujeres que, en palabras de Björk, suenan como “una jirafa bebé albina”; Katie Buckley en harpa; una cámara de reverberación hecha a medida, con el objetivo de imitar el sonido de una cueva; además de una multiplicidad de instrumentos -algunos solo se utilizan una vez en todo el show- conocidos e inventados; cada componente es una parte necesaria de Cornucopia. Hay, por ejemplo, un momento de silencio casi total donde Manu Delago (encargado de toda la percusión) se para frente a una pecera transparente, la música sale de sus golpes en unos cuencos hechos de calabaza -u otro material orgánico- que llena y vacía de agua, el sonido de las ondas es parte de la música en un teatro lleno casi a oscuras.
Cada elemento tiene su momento protagónico -perfectamente coreografiado, además, por Margrét Bjarnadóttir-, cada decisión tiene un sentido sustancial. Hay un rasgo intencionalmente exacerbado por esta artista-orquesta: cada partícula es parte de un organismo mayor y cada cual es vital para la armonía. Y la armonía tiene que ver con el presente pero, sobre todo, tiene que ver con el futuro.
Es por eso que no podemos obviar la irrupción de una proyección gigante de Greta Thunberg, activista climática sueca de 16 años candidata al Nobel de la paz, y tapa de la última edición de la revista Time. El lujo no siempre es vulgaridad, Björk elige frenar un concierto a sala llena con tickets que promedian los 400 dólares (y 9 funciones completamente agotadas) para hacer entrar la voz de una adolescente que dice que es nuestra responsabilidad cuidar el mundo, que se nos está yendo al cuerno. El momento es incómodo porque lo que dice Greta es verdad, y, para colmo, estamos en una de las ciudades más contaminantes del planeta.
Hay un sentido de la colaboración que excede lo meramente estético, una idea de grupalidad y de politicidad que no se queda en los gestos. “Todo el concepto del show es de mujeres apoyándose entre ellas” no es solo una frase bonita y aggiornada a los tiempos que corren que Björk usó para hablar del show en particular, tiene que ver con una búsqueda matriarcal que va desde los comienzos de su carrera, y, que, como el agua, hace ondas hasta dar con la colaboración de Lucrecia Martel, la directora de la puesta en escena.
Si bien algunas exigencias de Björk como ideóloga fueron difíciles de interpretar para el equipo por cierto nivel de precisión poética, el trabajo de Martel contiene y expande de de modo tan sinestésico el organismo vivo que sería imposible imaginar este show sin ella. Es Martel para Björk y Björk con Martel, por lo tanto lo que hay para ver es la confluencia de dos mentes y sensibilidades por una propuesta mayor y excesiva.
La totalidad es dramática como la existencia misma, dramática como cualquier hecho de la naturaleza o una pieza de tragedia griega en el ágora, hay una vibración atemporal y visceral que sólo se puede lograr si todas las partes colaboran sin buscar un protagonismo, cada elemento cumple en pos de algo superador.
La dirección de Martel es exactamente eso: una parte-motor del todo que se ve claramente en algunas decisiones, como, por ejemplo, la de proyectar las visuales -que no fueron dirigidas por ella, sino por Tobias Gremmler- sobre cortinas traslúcidas, en lugar de ir sobre pantallas comunes y silvestres, generando una sensación de interior a la vista, de plano sobre plano, como las enciclopedias del cuerpo humano. En otras decisiones, es invisible como una costura bien hecha, resistente y fiel.
Los momentos de esta ópera-digital son muchos y distintos, pero se siguen como entretejidos, Björk aparece y desaparece y, aún así, no hay ningún celular encendido -quienes hayan estado en los conciertos del Gran Rex en el 2007 recordarán el momento en el que casi nos mata por las cámaras digitales-. Quiere que estemos ahí, que tengamos los sentidos disponibles, que nos dejemos atravesar incluso por la ausencia. Quizás por eso le hace tanto sentido tener a disposición y hacer estreno del mega sofisticado sistema de sonido 360 con el que The Shed cuenta para sus presentaciones.
Hay distintas versiones de cómo surge el mito de la cornucopia (del latín “cuerno de la abundancia”) pero su representación gráfica en distintas tradiciones coincide en simbolizar la prosperidad y la afluencia. No en vano es el sistema de imágenes que elegido para representar el “concierto más elaborado por la artista hasta la fecha”. Dos horas y un despliegue digital y analógico, sin preeminencia de uno sobre otro, un show absolutamente ambicioso donde todo es lujo necesario. La militancia de la abundancia como un derecho, la militancia de la abundancia como un estado natural.
“Ni acústico ni digital, ambas cosas”, Cornucopia nos da su clave de lectura: hay una intencionalidad fuerte de superar las dicotomías y los compartimentos estancos, un gesto que se repite de modo constante en los al menos 40 años de carrera de la islandesa, donde “experimental” siempre es una categoría que nos queda corta.