Viajar hacia las entrañas del rock del último lustro de los sesenta, siempre implica vértigo, conmoción y enigma. Mil motivos lo explican. Y Tommy, de The Who, es uno de ellos. Pero uno fuerte. Muy fuerte. Fue el cuarto vinilo (el primero doble) de aquella banda de enfermitos del tridente fuerza, sudor y lágrimas, pero el primero en correrlos definitivamente de aquella turbia Londres, y llamar la atención de extraños y desprevenidos ¡Una ópera rock!, ¿ese tipo que rompe violas hizo ¡una ópera-rock!? Para los extraños, ese 23 de mayo de 1969 -de hoy para atrás, cincuenta años-significó un alerta. Un llamado de atención real y concreto sobre el poder creativo y axialmente rompe límites del rock. Para los desprevenidos, en tanto, un baldazo de agua tibia. Una sorpresa que no hubiesen tenido de haber sabido del antecedente dado por A Quick One, While He´s Away, trabajo predecesor en el que Roger Daltrey, Pete Townshend, John Entwistle y Keith Moon ya mostraban sus dientes estridentes y operísticos.

Del input de energía juvenil, tracción a sangre de “My Generation” y “Happy Jack”, los tipos pasaban rapidito a la posibilidad de tornar treinta canciones en una, y lograr así contar una historia con principio, desarrollo, desenlace y final, como la narrativa de un cuento. O como la de una película que efectivamente saldría seis años después, a caballo de la dirección de Ken Russell. Tommy implicó entonces el minuto cero de un recurso estético que explotaría en la década posterior, mediante bandas que en ese momento estaban en su momento embrionario, entre pañales.

¿Acaso hubiera sido posible la magnífica The Wall, de Pink Floyd, sin semejante antecedente?, ¿Se hubiera animado Led Zeppelin a transformar The song remains the same en film onírico sin tener semejante espalda detrás?, ¿Y la propia Quadrophenia?, ¿Qué hubiera sido de ella?, ¿Hubiera sido? Como todo atrevimiento contrafactico las respuestas son imposibles, pero las preguntad no. De ahí el valor intrínseco de la obra salida en su mayoría del cerebro, el alma y la mirada siempre áspera de Townshend, en este caso incentivada por el productor Kit Lambert, e inspirada en el gurú hindú Meher Baba.

Una mirada que anticipa en cierto modo el sueño terminado que John Lennon sentenciaría meses después, acerca del epitafio de las buenas vibras. Esas que los londinenses poco o nunca habían tenido, claro, pero que tardarían un poquito en plasmarlas en clave artística. Y vaya que las plasmarían: un pibe que de repente queda sordo, ciego y mudo, y se transforma en víctima de un universo exterior hostil, jodido, enfermo, drogón mal, ante el cual se paran de manos primero la compulsión hacia el flipper (pinball) y luego una salida mística que no llega a buen puerto. Un mundo asfixiante, al cabo, que el mencionado Lambert ya había visto en A quick one…, aquella miniopera en seis movimientos que metía el dedo en la llaga del sexo, y removía traumas infantiles de Townshend. Una temática que se amplificaría, con sus fugas y bemoles, claro, en los abusadores de Tommy.

Entre ambas obras -más otra de menor impacto llamada Rael o los lindes contextuales de We're Only in It for the Money, de Zappa-- configuraron un modo de hacer y vivir rock and roll que patentaría The Who: el concepto. Lo conceptual. La hilada de sonidos y textos que grandes bandas de los setentas llevarían al paroxismo. Le sacarían jugo hasta sacarlo todo (Tales from topographic oceans, by Yes, por caso) y tenderle la alfombra al minimal y sanguíneo punk, género que, causal y paradojalmente, hundía sus raíces en los mismísimos hacedores de Tommy.

Los primeros pasos del disco, cuya presentación total en vivo llegaría recién en agosto de 1970 en el festival de la Isla de Wight, se dieron en los IBC Studios de Londres. Iba a tener por nombre Dumb and Blind Boy o The Brain Opera pero, por diferentes razones, ambos no terminaron de convencer al núcleo duro del grupo. En tanto la grabación, áspera e intensa, duró seis meses. Y la mezcla, dos. Fueron momentos de locura e incertidumbre solo colocados en blanco cuando pintaban gemas como “Pinball Wizard”, que llena de placer el tacto del catatónico Tommy; “Amazing Journey”, una de las tres compuesta por Daltrey solo; la contundente “The acid queen”; la sanadora “I´m Free” o la épica “See Me, Feel Me”, piezas clave de un puzzle temático, lírico y sonoro que sumergiría a la banda en otra de sus paradojas. Entre la pretensión y la genialidad, o sea.

Una paradoja que --esta sí-- ensanchó los márgenes de acción del rock and roll hasta límites insospechados.