El universo que despliega en sus 70 minutos Dóberman, de Azul Lombardía, es ese que las mujeres esperamos haber dejado atrás, aunque los cambios nunca ocurren de modo tan rápido y tajante: el de los vínculos entre mujeres basados en la desconfianza y el recelo, en los juicios impiadosos y la competencia descarnada que gira alrededor de un solo trofeo, el varón. Esa ferocidad está representada en Dóberman, en primer lugar, por el perro del título, guardián por excelencia y, como dice la leyenda, una raza que lleva la demencia instalada y puede enloquecer al punto de atacar descontroladamente a los mismos que antes cuidaba. Eso por un lado; por el otro, en los diálogos de lo que primero fue una obra de teatro presentada en el Centro Cultural Ricardo Rojas y ahora es una película, las dos protagonistas tematizan la animalidad; dice Mirna, interpretada por Maruja Bustamante con mansedumbre solo aparente, que al fin y al cabo “una es una leona”.

Está la violencia entonces, y las mujeres devenidas perras guardianas a fin de reasegurar algo tan poco animal como la monogamia: si aparece en el horizonte la amenaza de que otra les robe al marido, deben estar listas para dar el zarpazo. Dóberman gira enteramente alrededor de ese estereotipo que parece ocultarse bajo eufemismos entre las más cultas y elegantes, y tener rienda suelta entre las clases bajas. Mirna (Bustamante) y Mercedes (Mónica Raiola) pertenecen a ese mundo de calles de tierra, arbolado y sencillo, donde las amas de casa salen en calzas y ojotas a la calle o hacen tareas domésticas en bombacha, revolviendo un tuco con el pucho en la boca. En una tarde cualquiera, a la hora de la siesta, el barrio está en silencio y Mirna llega en bicicleta a la casa de Mercedes, quien la hace pasar y le ofrece agua. Como suele suceder entre vecinas, la charla comienza de modo casual y va creciendo gradualmente hasta que asoma el drama. Tiene sentido la elección de ese mundo, porque es ahí donde se apoya un repertorio verbal que Dóberman no deja de exprimir como si fuera poesía: Mirna y Mercedes intercambian frases como en una payada. Lugares comunes, sabiduría popular y brutalidad extrema se mezclan en ese lenguaje lleno de giros propios, juicios violentos y refranes que componen una tradición rica, decadente y costumbrista, la de los chismes de barrio y su percepción del pequeño mundo circundante como un espacio cargado de dramas y peligros, de envidias y malas intenciones y secretos terribles.

El diálogo entre las actrices es la piedra fundamental de Dóberman, y tanto Maruja Bustamante como Mónica Raiola lo ejecutan a la perfección, hacen de ese palabrerío un festín, en el caso de Maruja Bustamante incrementado por la dicción de un personaje con problemas mentales que tiene un modo de hablar tan espasmódico y musical como imposible de tolerar, y que en un punto se revela como una tela de araña en la que atrapa a su interlocutora. Hay que entrar en la música que propone Dóberman, fascinante y densa. Para lxs espectadorxs que no entren, imagino que la película será inmirable, o asistirán con la misma incomodidad que el personaje de Mónica Raiola transluce en la cara desde la primera escena con Bustamante. Está muy bien planteado el modo en que, bajo esa superficie de desvarío controlado y de ingenuidad, aparecen la fiereza y la astucia, y se da vuelta el equilibrio de fuerzas entre los personajes. El problema con la película es que toda la riqueza de la obra tiene poco que ver con el cine, más allá del intento de adecuarse a la pantalla con algunos primeros planos y movimientos de cámara, y la puesta resulta limitada y estática. Quizás la forma y el lugar ideal para Dóberman es justamente esa especie de caja de resonancia que es una sala de teatro independiente.