Desde Cannes
Quentin Tarantino no es el único en la competencia oficial del Festival de Cannes que hace cine de género y que lo da vuelta como un guante. Hay este año en el concurso oficial otras dos películas tanto o más valiosas que Once Upon a Time… in Hollywood y que –sin perder de vista las coordenadas sobre las que se asientan– consiguen que el espíritu lúdico que las anima vaya más allá de las citas metacinematográficas para intentar pensar el mundo desde un lugar distinto. Se trata de Gisaengchung (Parásito), del coreano Bong Joon-ho, y La Gomera, del rumano Corneliu Porumboiu, dos grandes directores por cierto, pero que además demuestran que están en plena forma y pueden competir de igual a igual por un lugar en el palmarés con los nombres más conocidos de las cinematografías centrales.
No son tampoco precisamente desconocidos. Y la mayoría de sus películas previas se han visto en la Argentina, ya sea en estrenos comerciales, el Bafici o el Festival de Mar del Plata. De Bong Joon-ho nadie que haya visto, por ejemplo, de The Host –que tuvo estreno mundial aquí en Cannes en la Quincena de los Realizadores 2006 y está disponible en Netflix– debe haber podido olvidarla. Se trata de un excelente antecedente para ponderar ahora su nueva obra maestra, Gisaengchung, porque tanto allí como aquí esa extraña cruza de géneros que saben hacer los mejores directores coreanos le sirve para ir más allá de lo previsto. En The Host un terrible monstruo que surgía de las entrañas del río Han que cruza Seúl permitía pensar sobre contaminación ambiental, experimentos biológicos e imperialismo estadounidense. Allí la familia protagónica provenía de la clase trabajadora, lo mismo que ahora en Gisaengchung, una película que se permite entrelazar la comedia negra, el suspenso y hasta el cine de terror para dar una visión descarnada de la lucha de clases en la sociedad coreana de hoy.
Bien se podría decir que los miembros de la familia que comanda Kang-ho Song –superestrella del cine coreano y actor fetiche de Bong, con quien ya había sido protagonista de Memories of Murder, Snowpiercer y la citada The Host– son algo así como los feos, sucios y malos del siglo XXI. Empujados a vivir en un sótano miserable de un barrio sórdido de Seúl, sin embargo tendrán a mano la oportunidad de asomar la cabeza a un mundo completamente diferente, a pocas cuadras de allí. Y acorde a los tiempos que corren no dudarán en hacer todo lo que sea necesario para salir adelante. Incluso luchar contra rivales de su misma clase social.
Empezando por el hijo menor que falsifica un diploma universitario, padre, madre e hijos irán ingresando uno a uno –mediante mentiras y fraudes– a la mansión de una familia tipo casi gemela, pero tremendamente adinerada. Algo así como su reflejo opuesto. Es tan exuberante en apuntes el guion de Bong, tiene tantas vueltas de tuerca y es tan precisa su puesta en escena que a partir de esas antípodas –que a priori podrían parecer estereotipadas– Gisaengchung se vuelve en cambio un disfrute pleno de hallazgos y sutilezas. Y su título no podría ser más elocuente: “Parásito” es el modo en el que las clases acomodadas y económicamente exitosas del neoliberalismo consideran a la clase prestadora de servicios, ya sea en Corea o en la Argentina. Que los miembros de la familia acaudalada –empezando por un chico de seis años– puedan llegar a sospechar el fraude de los usurpadores a través de su olor dice mucho también de cómo los ricos identifican a los pobres. Hasta por el del jabón con que lavan sus ropas.
Extraordinaria en muchos sentidos, La Gomera también juega con el humor negro y el suspenso, pero aquí en clave policial neo-noir, aunque ciertamente paródica. Y también hay en la ya nutrida filmografía de Porumboiu –que empezó aquí mismo en Cannes con la Cámara de Oro 2006 a su opera prima, Bucarest 12:08– un film que sirve como claro antecedente: Policía, adjetivo (2009). Tal como sucedía en aquella película, el lenguaje juega aquí un rol preponderante en la trama, plena también –como en el film de Bong- de giros inesperados y sorprendentes.
El laberíntico modo de plantear el relato, que avanza y retrocede en el tiempo, no llega a esconder la sencillez esencial de su núcleo dramático. Cristi, un inspector de policía de Bucarest corrompido por traficantes de drogas, es objeto de las sospechas de sus superiores, que escuchan sus conversaciones. Embarcado a su pesar por la sinuosa Gilda (¿de qué otro modo podría llamarse una femme fatale?) hacia la isla de la Gomera, en las islas Canarias, debe aprender rápidamente el “silbo”, una lengua ancestral, hecha de silbidos con infinidad de tonalidades y variaciones. Gracias a este lenguaje secreto, intentará liberar en Rumania a un mafioso de la cárcel y recuperar los millones escondidos. Pero el amor hará acto de presencia y nada sucederá como estaba previsto.
Cómo suele ser habitual en el cine de Porumboiu, la seriedad con la que el director plantea las situaciones más absurdas viene a recordar que hay toda una tradición al respecto en la dramaturgia rumana, empezando por el gran Eugène Ionesco, padre del llamado “Teatro del Absurdo”. Una situación puede ser más desopilante que la anterior, pero todos los personajes llevan a cabo sus propósitos con una determinación impasible. Hay muchas escenas magistrales, pero la mayoría tienen que ver con el “silbo”. Una hace recordar a la famosa escena del diccionario de Policía, adjetivo y es cuando Gilda le enseña a Cristi a silbar y le recuerda, pizarrón mediante, que a diferencia del español, el rumano -también un idioma latino- tiene dos vocales adicionales, lo que hace una diferencia. Otra es cuando el protagonista le propone a su jefa una cita secreta en la Cinemateca y justo se encuentran en la oscuridad cuando en una escena de The Searchers (1956, John Ford) los cowboys comandados por John Wayne escuchan los ominosos mensajes de los indios… hechos con silbidos.