Mucho antes que el escritor, poeta y director italiano Pier Paolo Pasolini fuera masacrado en 1975, en un descampado de Ostia, a pocos kilómetros de Roma, de modo tan brutal como salvaje, previamente a que dirigiera obras cinematográficas esenciales como Accattone (1961) y Mamma Roma (1962), escribió su primer novela El sueño de una cosa, centrando su mirada en los personajes marginales, la delincuencia y la pobreza de la posguerra, estableciendo desde temprano, un estilo en el que se destaca el patetismo y la ironía sobre un humor áspero, a veces, hasta sórdido. Los jóvenes de este libro no son raggazzi di vita, sino tan sólo frutos amargos de una época intensa: los años de posguerra.
Niní Infant, Milio Bortolus y Eligio Pereisson. Tres amigos, simples y pobres campesinos jornaleros. Ellos son de Ligugnana, cerca de Udine y emigran a Yugoslavia en busca de un trabajo estable, más digno, uno que los saque de la miseria, del hambre y la pobreza. Una vez en la Yugoslavia de Tito, tras expatriarse clandestinamente, emprenden una serie de empleos pasajeros, arando campos, o en una fábrica de torpedos. Pero resultan indignos. Saltean almuerzos y cenas, recorren pueblos enteros a pie; y el fantasma ominoso de la desesperación los oprime. Trabajan de sol a sol “para no tener nunca una moneda en el bolsillo”. Así, regresan a Italia donde se desarrolla el complemento de la historia. El título de la novela lo toma prestado de una conocida frase de una carta del joven Marx, a Arnold Ruge, de septiembre de 1843, y, como es de suponer, no es casual. La multifacética obra de este singular artista fue atravesada por su relación siempre lúcida y crítica en torno al Partido Comunista (recordemos su admiración hacia Gramsci, sin ir más lejos). Aquí, algunos de los personajes son partisanos, jóvenes que polemizan sobre el rol de la iglesia, los terratenientes, y el choque de clases. A veces, lo hace de modo indirecto, sin explicitar demasiado. Precisamente es este uno de los más bellos logros de esta novela. Es decir, Pasolini narra, con una emoción siempre contenida y con una inteligencia narrativa prodigiosa, las vidas y muertes de aquellos friulanos que pocas veces aparecían en las novelas: campesinos muy pobres, pastores sin suerte, individuos que vivían en lugares inhóspitos, alejados de cierta modernidad. Vidas y muertes que nos conmueven y nos interpelan, claro.
Los personajes secundarios, también resultan notables. Como lo es Cecilia, acaso uno de los más tiernos de la literatura italiana del siglo XX; tímida y solitaria, bella y misteriosa. Al igual que en Giovanni Verga, en Pasolini hay una mirada naturalista, verista de la realidad. Son personajes de carne y hueso que aman, se emborrachan, anhelan y desde luego, sueñan por esa cosa que no es más que una vida más digna. En ese proceso busca y logra dar con una prosa porosa, abierta a un inusual sentimiento lírico: “La voz de Regina se perdía inútilmente en el patio lleno de herramientas, detrás del balde del abono, detrás del pequeño huerto de manzanos, detrás de los campos con las filas de viñedos casi desnudos entre las plantas de moras, lejos, muy lejos, en la paz de los campos del mediodía”; un fragmento más que elocuente, y de los muchos, que cristaliza su estilo.
Como ocurre con todo buen narrador, para Pasolini es importante el tono, la inflexión, es decir, la manera de ver las cosas. Así, aquí está ya todo Pasolini, con sus preferencias sentimentales, con sus ímpetus y sus manías. Personajes cuyas vidas son miserables, no obstante se encuentran abiertos a la esperanza, las bromas, los bailes dominicales, los emotivos encuentros con las muchachas constituyen, entonces, todas las sencillas alegrías de sus adolescencias. Porque si bien existen las tristes vicisitudes del desempleo, los recurrentes choques con la policía en las manifestaciones políticas, a estos amigos, a esta juventud de posguerra, Pasolini la muestra animada por una secreta y renovadora fuerza viril. Así todo, no puede decirse que El sueño de una cosa sea abiertamente una novela marxista por su fondo, ni erótica por su forma. No obstante, siempre apunta contra la pequeña burguesía italiana.
Escrita entre 1948 y 1949, aunque recién vio la luz en 1962, originalmente se llamó “I giorni del lodo De Gasperi” y está escrita, como vimos, siguiendo un estilo poético hondamente democrático, es decir, fuertemente arraigado a su tiempo histórico. En síntesis, no es idealista ni idealizante: materialista, en la medida que se aferra al lenguaje de las cosas y de los cuerpos que aparecen en estas páginas.
La traducción de Guillermo Piro es magnífica, poniendo nuevamente en circulación un libro clave dentro de la compleja y trágica obra de Pasolini.