Con la inocencia que lo caracteriza, Forrest Gump se echó a correr y en el transcurso de su larguísimo maratón de tres años se dio cuenta de que a veces suceden cosas malas sin motivo aparente. Para poner esa experiencia en palabras se valió de la frase "shit happens".

En el transcurso de sus tres años de gobierno, nuestro máximo mandatario tuvo una epifanía similar y, con la simpleza que lo caracteriza, dio con una atinada observación que bien podría quedar registrada como la mejor traducción al español del popular eslogan hollywoodense: "pasaron cosas".

Puesto que hablar dando por sentado que hay una correspondencia unívoca entre lenguaje y realidad es reconfortante, cuestionar dicha relación supone entregarnos a la incertidumbre y al desasosiego. Implica sacudir los cimientos y arrasar con toda certeza hasta quedar en el más profundo estado de vulnerabilidad. Pero es necesario.

Haber naturalizado el lenguaje como medio eficaz para reproducir fielmente la empiria nos condenó no solo al espejismo de las palabras, sino también al eterno retorno de los relatos que nos estructuran.

Como especie, hemos sido capaces de sobreponernos a las peores catástrofes naturales y humanas, pero jamás al cuento de Adán y Eva comiendo manzanas y fornicando en el Paraíso, así como tampoco al más reciente del héroe quijotesco que endereza entuertos, en su versión aggiornada del self-made man que ha de lidiar con pesadas herencias.

Quien no crea estar condicionado por ningún gran relato, que arroje la primera piedra.

Si bien el lenguaje nos hizo más eficaces como especie en términos de supervivencia, su desarrollo se dio a costa de una pérdida. Al pretender fijar la experiencia de los sentidos mediante el habla, lo que hicimos fue falsearla. Si es que "la realidad", "las cosas", "el mundo" existen, no son más que la materia dócil a la que el hombre da forma según dispone su voluntad o conveniencia.

Para dar forma, es decir, para informar, el lenguaje nos ofrece las posibilidades que habilitan su léxico y su sintaxis, y estos pueden ser mezquinos, pero cuando de hacer daño se trata, nos las rebuscamos con lo que tenemos. De hecho, pese a haber surgido como la posibilidad de comunicar la percepción de aquello que existe, el rasgo más fascinante y fecundo del lenguaje en la actualidad es la capacidad de transmitir información sobre cosas que no existen.

El lenguaje es, al fin y al cabo, una gran máquina de producir ficciones y, para ello, nos regala el magnífico don de contradecir los sentidos, tradicionalmente conocido como mentira o, más recientemente, como posverdad -exactamente lo opuesto a aquello para lo cual desarrollamos el lenguaje en primera instancia.

Lo único real de nuestra realidad es que vivimos en un mundo que no es mundo, sino texto: un mundo creado a imagen y semejanza de lo dicho. En la introducción a la primera Gramática de la lengua castellana, Antonio de Nebrija escribió que siempre la lengua había sido compañera del imperio. En 1492, el mismo año de su publicación, el navegante genovés a quien le atribuiríamos el descubrimiento de un continente que no estaba cubierto demostró la veracidad de estas palabras: a Colón le bastó un mero acto de enunciación -la lectura en voz alta de un decreto- para tomar posesión de cada suelo americano que pisó.

Qué eran esas tierras o a quiénes les pertenecían, no interesaba. Lo importante era qué se estaba diciendo de ellas, y lo que se estaba diciendo era que se llamaban Indias Occidentales y que, desde ese momento, le pertenecían a España. La conclusión a la que hemos de llegar es que, siendo las tierras americanas, pudieron ser españolas por el mismo artilugio que hizo posible que hoy en este país haya desocupación, desigualdad y hambre pero seamos felices: el decreto.

A más de 500 años de haber sido descubiertos y a más de tres años de haber sido decretados felices, estamos en condiciones de asumir que tanto el Nuevo Mundo como el nuevo rumbo no son otra cosa que el resultado de la capacidad confabulatoria y la vehemencia nominativa del ser humano. En el principio fue el verbo, dice el Génesis, y hasta hoy lo sigue siendo, digo yo.

Si nos propusiéramos sincerarnos con nosotros mismos, deberíamos reformular nuestro mito de origen y decir que no fue Dios, sino el lenguaje el que creó al hombre y que, desde entonces, el hombre se valió de palabras para hablar de la existencia de Dios y darle forma y sentido al mundo.

Para que haya lenguaje, primero tiene que haber hombre, dirá usted. Émile Benveniste le respondería que es más complejo aun, que es el lenguaje el que le enseña al hombre la definición misma de hombre y, seguramente agregaría, que a la cuestión del hombre y el lenguaje la paradoja del huevo y la gallina no le llega ni a los talones.

Nuestra intelección del mundo tiene la misma endeblez que la ficción. Tanto una como otra están hechas de palabras. Aquello que consideramos verdadero o falso no es más que un enunciado, lo que predicamos de un sujeto y, si bien lo que se predica no necesariamente se corresponde con "lo real", al igual que en la ficción, tiene la fuerza del conjuro.

El ardid funciona entre los mortales por el mismo gesto que hace posible la literatura: la suspensión de la incredulidad. Es decir, a nadie jamás se le ocurriría cuestionar la veracidad de los poderes de Harry Potter, así como a muchos no se les ocurrió cuestionar la veracidad de las promesas de la última campaña electoral.

Cuando no las estamos mirando ni diciendo, las cosas son y punto. Cuando las decimos, las convertimos en eficaces argumentos -o en tácitos esclavos, diría Borges- y además de ser y estar, podemos hacer que "pasen". Quizás si el tiempo y el lenguaje se detuvieran por un instante, el mundo se revelaría ante nosotros tal cual es. Muy por el contrario, sumidos en un parloteo incesante, no hay nada a nuestro alrededor que se parezca al ser de las cosas. Para nosotros, de existir o haber algo, lo que hay es texto, y no hay quienes lo hayan aplicado de manera más eficaz que quienes se dedican a administrar el poder o a dar las noticias.

En un momento clave de nuestra evolución, los homínidos tomamos todo el caótico material empírico que nos rodeaba y -alaridos de por medio- comenzamos a circunscribirlo a reglas morfológicas y sintácticas y, con ello, a esparcir el gran rumor que hoy en día llamamos "realidad".

Hablamos para ordenar la realidad, para poner cada cosa en su lugar, y el nombre es el lugar donde no están, o donde no pueden estar las cosas. Esto implica que donde haya lenguaje, habrá solo palabras, y las palabras, al igual que los humanos, arrasan con la furia de un río crecido. Es por eso que nombrar algo equivale a consignarlo a su tumba. Una vez que el ser de las cosas fue reducido a lenguaje, la cosa muere para dar lugar al texto y lo que queda es el residuo de lo dicho o, en el mejor de los casos, una suerte de taxidermia de lo real. Y la realidad, bien, gracias.

Debemos la tiránica eficacia del lenguaje a que en algún momento olvidamos que las palabras eran palabras y no cosas, y día tras día renovamos ese olvido a costa de lo que alguna vez fue un vínculo directo -de asombro silencioso pero elocuente- con el mundo. Shit happens.