Hace algunos años, la inesperada popularidad en los televisores argentinos de cierto culebrón turco abrió una minúscula ventana con vista a un universo audiovisual rico, diverso y lleno de historia. Dejando de lado la pequeña pantalla de tevé y sus placeres telenovelescos, el cine hecho en Turquía, salvo contadas excepciones en festivales de cine internacionales –y a pesar de una producción anual cercana a los 170 largometrajes– sólo cruza las fronteras de su país para exhibirse en mercados europeos con un fuerte caudal inmigratorio, como Alemania, Holanda o Austria. Durante las últimas dos décadas, sin embargo, la aparición de un Nuevo Cine Turco permitió que figuras como Yesim Ustaoglu, Dervis Zaim o Zeki Demirkubuz comenzaran a ser reconocidas en los ambientes cinéfilos de todo el mundo. De todos los nombres propios que forman parte de esa camada de cineastas, surgida a la sombra de los cambios políticos, sociales y económicos ocurridos en Turquía durante los años 90, el de Nuri Bilge Ceylan sigue siendo el más potente, el más aclamado, el más reverenciado. Sus películas –entre otras Nubes de mayo (1999), Distante (2002), Climas (2006) y Tres monos (2008)– tal vez sean las que mejor condensan y expresan los temas que atraviesan esa corriente de autores cinematográficos unidos generacionalmente: la fragilidad de la identidad, el concepto de hogar (familiar, comunitario, geográfico), la memoria personal y colectiva. Con apenas ocho largometrajes, filmados durante los últimos veinte años, Ceylan ha construido y depurado una mirada única sobre el lugar del individuo en la sociedad, los lazos que unen a los miembros de una familia, las luchas internas de todo artista a la hora de la creación y la universal búsqueda de ese algo –siempre escurridizo, siempre impalpable– que le aporte un sentido a la existencia. Y lo ha hecho de manera cinematográficamente diáfana, sin gravedades impostadas, evitando casi siempre que esos “grandes temas” aparezcan en pantalla escritos en letras de molde y surjan, en cambio, como consecuencia de la sutileza y complejidad de los relatos.
“En mis películas los paisajes conectan a los personajes con la sensación de algo cósmico”, expresó alguna vez el cineasta. “Intento recapturar esos momentos en la vida en los cuales, súbitamente, uno siente esa conexión con un universo más amplio”. A pesar del tamaño y peso específico de esa empresa, no suele haber elementos pretensiosos en las formas o en los contenidos de sus películas, escapando de las garras de la ampulosidad sin por ello dejar de lado las ambiciones narrativas y filosóficas. No hay mejor ejemplo de ello que su último largometraje, El árbol de peras silvestre, un relato épicamente íntimo (o íntimamente épico) cuyo estreno mundial tuvo lugar hace exactamente un año en el Festival de Cannes y que este jueves desembarca finalmente en un puñado de salas de nuestro país. Como en su película previa, la chejoviana Sueño de invierno (2014), la historia de El árbol de peras silvestre transcurre en un lugar alejado de las grandes urbes turcas como Estambul. El veinteañero Sinan ha terminado los estudios terciarios y tiene la intención de convertirse en maestro de escuela, pero aún debe afrontar los duros exámenes antes de obtener el título. El prólogo del film lo encuentra de regreso en su lugar de nacimiento, Çan, una pequeña ciudad rodeada de campos y bosques, relativamente cercana a la metrópolis de Çanakkale. El primer encuentro, apenas baja del ómnibus, es con un prestamista cuyo pequeño local se erige justo enfrente de la terminal. El sucinto diálogo anticipa una de las fuentes de conflicto de aquello que vendrá: los problemas de juego de su padre Idris, de profesión docente, han derivado en deudas a diestra y siniestra, a propios y ajenos. El recibimiento en casa es afectuoso pero ligeramente distante, como si su llegada anticipara indirectamente nuevos problemas. Por la noche, mientras su madre y su hermana menor miran la tele, Idris come solo luego de una de sus típicas llegadas tarde al hogar. Al día siguiente, Sinan acompaña a su padre a la ruinosa casita de campo de sus abuelos, donde Idris insiste obcecadamente en perforar el terreno, en busca de esa furtiva napa de agua que todo el mundo describe como inexistente. “¡Qué obstinado que sos!”, le grita a Idris su padre, antes de alejarse refunfuñando. Sinan no dice nada y ese silencio refuerza la descripción. Las diferencias entre esas tres generaciones no aparentan tener solución a la vista y el pequeño problema del pozo se revela como la punta de un iceberg de dimensiones desconocidas.
EPISODIOS DE VIDA
El guión de El árbol de peras silvestre está libremente basado en un relato autobiográfico escrito por Akin Aksu, un maestro y escritor oriundo de Çan a quien Ceylan conoció en un viaje a la ciudad y cuyo padre es también maestro. En un texto comisionado por la revista Film Comment para acompañar las proyecciones de la película en el Festival de Cine de Nueva York, el realizador describió los particulares hechos que dieron origen al proyecto. “Transcurrieron muchos meses. Sin haber escuchado nada de Akin, olvidé completamente la idea, hasta que recibí en el correo un manuscrito de ochenta páginas. Estaba escrito de manera tan fluida que lo devoré en un rato y realmente me gustó. Akin había escrito un maravilloso texto centrado en la relación con su padre, desde su infancia en adelante, describiendo otros episodios de su vida. Me sentí tan cerca de algunos de esos pasajes que inmediatamente tuve el deseo de abandonar el guion en el que estaba trabajando y comenzar a escribir este otro. Decidimos invitar a Akin a Estambul para ver si podíamos hacerlo juntos. A partir de ese momento, todos los días durante el mes siguiente, Akin, mi mujer y coguionista Ebru y yo conversamos y trabajamos para construir la historia de la película, basada en lo que Akin había escrito originalmente”. Más allá de los puntos de contacto y las diferencias que pueda tener con el Akin de la vida real y el Akin literario, Sinan regresa al terruño con la firme decisión de publicar su primer libro, un largo texto que describe, en forma semificcional y poética, su relación con el lugar, sus habitantes y su familia. En palabras literales del protagonista, “un libro que no se puede describir en dos oraciones, una particular auto ficción meta novelística”. El nombre, previsiblemente, no es otro que “El árbol de peras silvestre”. Sinan es dueño de una notoria pomposidad cuando habla de sí mismo y de su creación, cierta vanidad y autosuficiencia exacerbadas que la inexperiencia como escritor no hace más que poner de relieve.
Uno de los momentos más memorables de la película –además de una instancia bisagra en la comprensión de los anhelos y angustias de Sinan– es la extensa secuencia que registra su encuentro con un personaje secundario, luego del fallido intento de aprobar un examen para el magisterio. Al ingresar a una librería en el centro de Çanakkale, el joven reconoce a un escritor popular sentado en una de las mesas. El abordaje y posterior conversación tiene varias etapas: de la humildad del admirador al pedido de ayuda de alguien que apenas se inicia en el oficio y, a partir de allí, la violencia contenida de quien se cree en condiciones de recriminarle al dueño del profesionalismo, la experiencia y el prestigio sus zonas erróneas (creativas, ideológicas, filosóficas). La lastimosa situación en la que se ve involucrado Sinan, bajo su propia y exclusiva responsabilidad, no culmina dentro de las paredes del local y continúa un buen rato durante una caminata que sólo logra empeorar la relación entre los recién conocidos. En ese momento El árbol de peras silvestre confirma la importancia de las palabras en el cine más reciente de Ceylan, especialmente a partir de su obra maestra, Érase una vez en Anatolia (2011). Al mismo tiempo, aquello que es verbalizado nunca es más relevante que lo que se calla, lo que se intuye, lo que permanece en los márgenes o fuera del rectángulo de la pantalla. En una de las escasas entrevistas brindadas a la prensa (el realizador es famoso por su escasa predisposición para conversar sobre su obra), obtenida por la revista británica Flux, Ceylan afirmó sin pelos en la lengua que “la literatura sigue siendo para mí más poderosa que el cine. Creo que el cine no está todavía en condiciones de crear un Dostoievski, porque con la literatura uno puede tener en cuenta la imaginación de los lectores. El cine es demasiado real, mata un poquito la imaginación. Tal vez por eso, las películas no deberían estar tan bien definidas, deberían ser más ambiguas. El estilo de los cineastas debería ser ambiguo, de manera de poner penetrar en regiones más profundas. Si la audiencia no es creativa, si el espectador no se une a ese proceso, entonces no se ha llegado a cierta profundidad. Hay cosas en la naturaleza humana que me sorprenden y quisiera investigarlas. No estoy diciendo que me interesa decir algo sobre eso, porque mis películas no son declaraciones, pero sí buscar a través de las películas, hacer preguntas y, en algunas ocasiones, incluso una confesión”.
FIBRA Y MÚSCULO
Los últimos largometrajes de Ceylan vienen perforando la barrera de las dos horas y media de duración, extensiones que las propias necesidades narrativas de las historias justifican plenamente. Dice la leyenda que el principal productor de El árbol de peras silvestre (que tuvo aportes franceses, holandeses, suecos y de otros países europeos) le pidió al realizador que redujera la duración del corte, de 190 minutos, antes de enviar el film a Cannes. Luego de intensas sesiones de reedición, Ceylan entregó su versión final de... 188 minutos. En su texto descriptivo, él mismo ensaya una defensa del metraje y explica, con humor, que la cantidad de material filmado fue mucho mayor: “Al final, no podíamos parar de escribir y el guion definitivo era incluso más largo que el de Sueño de invierno. Como la historia era flexible, quise rodar todo lo que habíamos escrito y llegar al montaje con la suficiente cantidad de material como para poder darle la estructura final en esa instancia. Por esa razón, desgraciadamente, muchas de las escenas que filmamos e incluso algunos de los personajes secundarios no quedaron en la película terminada. Fueron forzados a sacrificarse para obtener cierto balance o armonía durante la edición. Espero que se hayan sacrificado por una buena causa”.
El regreso a casa del hijo mayor incluye reuniones casuales con amigos, el encuentro con una vecina que supo ser deseada, las incómodas citas con un par de posibles inversores para la publicación del libro y la aparición de otros personajes secundarios. Cada uno de ellos, cada una de esas situaciones, aportan fibra y músculo a la estructura general del relato y a la densidad humana del protagonista. En ese sentido, El árbol de peras silvestre adquiere una cualidad novelesca que no está dada por el sentido de trama como concatenación constantes de hechos, de acciones y reacciones (aunque eso también ocurra), sino por la descripción detallada, en términos cinematográficos, de los conflictos internos que sacuden los días de Sinan: la cada vez más conflictiva relación con su padre, el no menos dificultoso vínculo con su madre, el vértigo de la incerteza sobre la propia valía como escritor y las ansiedades de cara al futuro que ello trae aparejadas. Como riachos paralelos a la corriente central, Ceylan propone algunos comentarios sobre el lugar de las mujeres en una cultura aún atada a discursos atávicos o el lugar del intelectual en una sociedad, la turca, atravesada por problemáticas políticas de difícil resolución. En medio de esa descripción realista, la película se permite la irrupción de la fantasía, de los sueños, que no hacen más que ratificar los miedos más íntimos. Hacia el final, cuando el soñador no es Sinan sino otro, el regreso de una imagen impactante, abismal, marca el punto máximo del horror ante la desintegración y el vacío y permite, paradójicamente, la posibilidad de la reconciliación.