En el cielo la luna está gigante y abajo la gente habla. No tanto ni tan fuerte. Pero como en ese verano del 67 hay más de cuarenta mil personas en la Próspero Molina –una plaza todavía abierta, sin butacas, con el público alcanzando hasta las gradas más altas de la iglesia lateral y los vendedores ambulantes voceando sus bebidas, sandwiches y empanadas– el bullicio que resulta es constante, generalizado, amedrentador. “¿Qué hago acá?”, toma conciencia Víctor Heredia, que hace muy poco cumplió diecinueve años y en bambalinas espera su turno. Todavía no conoce a nadie y nadie lo conoce a él. Pero se ganó el derecho a estar ahí porque el presidente del festival lo vio de casualidad en una peña (en la que Víctor no había planeado estar, y mucho menos cantar) y consideró que era apto para concursar por el premio a revelación del festival. Cantar una única canción.
“Y ahora, de Capital Federal, el joven... ¡Víctor Heredia!”. El relator –presumiblemente Julio Mahárbiz– busca ponerle emoción. Pero el bullicio, claro, continúa. El aludido empieza a caminar los varios metros que lo separan del micrófono en el “gigantesco” escenario de Cosquín. Pero lo frena Ernesto Cabeza de Los Chalchaleros. “Pibe, ¿usted piensa subir así?”, le dice con cierta brusquedad. Víctor lo mira sin contestarle: viste sandalias, pantalón de corderoy marrón, pulóver amarillo y lleva el pelo largo hasta los hombros. Las palabras sobran. “Lo van a matar. Tome. Póngase esto”, ordena y le extiende el salvoconducto: un sencillo poncho coscoíno. “Y ahí sí. Me olvido de cualquier miedo y canto como pocas veces en mi vida”.
Cincuenta y dos años después, el autor de “Sobreviviendo”, “Todavía cantamos”, “Razón de vivir” y tantos otros clásicos de la canción popular argentina sonríe al recordar la escena. Ese momento crucial en el que dejó de ser un estudiante de Letras no del todo conforme con su situación para convertirse en una promesa. “Cuando un día te levantás y te das cuenta que pasaron cincuenta años de esa noche o de ‘El viejo Matías’, mi primera canción que pegó en el oído de la gente, te interpelás y te corre un escalofrío por el cuerpo. Pensás: qué hiciste bien, qué hiciste mal. Qué podés sacar en limpio de todo eso. Y qué pasó con el país también: una sucesión de conflictos, situaciones, momentos alegres, momentos feos. Todo lo que hace a esta Argentina en la que seguimos viviendo”.
¿Qué diferencia encontrás entre éste Víctor Heredia y aquel que debutó siendo un desconocido en Cosquín?
–Abismales. Por ejemplo en la composición: ¿cómo hacía antes una canción? No pensaba en nada. Simplemente la hacía. Un tema como “Esta mañana llueve” para la agonía de los amores que se van. Por suerte pude conservar la inercia de ese impulso, más allá de que también hubo un crecimiento intelectual. Y de que a veces pienso: ¿cómo puede ser que ayer nomás estaba ese sol, esos amigos, esos paisajes, esa carpa que tuvimos que armar a las apuradas y hoy esté acá?
Para cobrar altura
Si bien suele relacionarse a Víctor Heredia con Paso del Rey, partido de Moreno, donde creció y donde por ejemplo compuso la iniciática “El viejo Matías”, su primera infancia y por ende sus primeros contactos con la música los tuvo en Buenos Aires, una casa chorizo ubicada en el barrio porteño de Monserrat. “Era una casa tan larga que estaba dividida por varios patios y departamentos. En la primera parte vivíamos nosotros y en las siguientes mis tíos y tías”, cuenta. Un ambiente de fuerte intercambio social que sin embargo no lo atraía tanto como el que ocurría en la habitación del fondo, un espacio autónomo alquilado por una imprenta.
“Trabajaban ahí dos operarios: uno que manejaba la guillotina y el otro una máquina minerva. Recuerdo tener cinco años y también mucha curiosidad. Ir con mi triciclo a ver todo el tiempo cómo laburaban y que de tanto estar con ellos se me empezaran a pegar las canciones que escuchaban por la radio. Canzonettas y temas de Antonio Tormo”. El trato frecuente hizo que los operarios descubrieran que el niño Víctor cantaba esos temas y que los cantaba bien. “Me empezaron a premiar. Me contaban algún cuento y me decían: cantá. Y yo obedecía”, relata el músico que tiempo después, acompañando a su madre en unas compras por el barrio, tuvo la oportunidad de mostrar hasta dónde había llegado sus progresos musicales cuando el carnicero de la esquina le preguntó si era cierto que sabía cantar y él respondió que sí. “A ver, vení, me dijo, ante la mirada intrigada de mi madre, y me subió al mostrador. Y canté. Cuando terminé, todos aplaudieron. Imaginate, me encantó”.
Tras ese primer aplauso también obtuvo al poco tiempo su primera grabación. “Mi vieja quería regalarle algo especial a mi viejo y se le ocurrió ‘Camino del indio’ de Yupanqui, su favorita. Me hizo grabarla en esos discos de pasta de antes y se la regalamos para su cumpleaños. Obviamente le encantó”. No pasó mucho hasta que lo mandaron a las primeras clases música. Aunque su primer instrumento no fue la guitarra sino el piano. “Practicaba sobre un tablero de madera, que había confeccionado mi viejo, porque era muy caro comprar un piano real”, cuenta. Por suerte a los diez años le llegó su primera guitarra. Y poco después se largó a componer. “La primera canción que hice fue ‘Para cobrar altura’, la zamba con la que después gané en Cosquín. Para escribir me basaba mucho en lo que sonaba en la casa. A mi papá le gustaba mucho el tango, Alberto Marino. Y mi abuela me pedía que le cante canzonettas. De bebé me acunaban con la Marsellesa así que esa influencia también estaba”.
Se ve que tenías una buena relación con tus padres.
–Sí. Durante la adolescencia no hubo conflicto. Nos llevábamos muy bien. Como mucho me decían: ‘Hoy no salís porque tenés que estudiar’. Pero me apoyaban con la música. El tema fue después.
El arreglo –un clásico– era que mientras intentaba lograr algo con la música no dejara los estudios. Se anotó entonces en Letras y todos los días viajaba de Paso del Rey a Capital para cursar. Entremedio empezó a tocar en peñas acompañado por amigos del barrio y tuvo dos pruebas en RCA Victor, el sello donde la música local más importante estaba teniendo lugar: desde la nueva ola del Club del Clan al incipiente rock nacional y el boom del folclore. “La primera prueba fue un poco antes de terminar el secundario. A los dieciséis. Me pusieron en un estudio a cantar mientras miraban del otro lado del vidrio. Les toqué ‘Para cobrar altura’ y ‘Camino del indio’. No les convenció”. Cuando volvió a su casa, Heredia esperó a la noche para comentarle a sus padres. “Les suavicé el rechazo. No fue tan terrible. Era joven y era algo que podía pasar”.
El segundo rechazo sí fue más problemático porque Heredia se preparó mucho mejor y llegó a RCA Victor con nuevas canciones y más seguro de sí mismo. “Me tocaron los mismos productores: Aquiles Giacometti y Cantú. Toqué ‘Dame la mano niña’, ‘Septiembres de mi guitarra’, canciones que yo consideraba más personales y maduras pero que no tenían una forma definida. No era ni beat, ni rock, ni folclore”. No sabían cómo encasillarlo y lo bocharon. “Mi viejo me decía: ‘¿por qué tocás canciones tan difíciles? Así no te van a entender. Si querés triunfar tenés que dar esa posibilidad a la gente’. Yo le decía que no era así y discutíamos. Claro, yo hasta ese momento estaba mantenido por ellos y no tenía que ganarme el pan. Se me daba por los temas medios barrocos, con flauta traversa, chelo; más estilo francés. O bien zambas con arreglos medio raros. El ambiente de la facultad me influenciaba”.
¿Cómo fue volver a casa después de ese segundo revés?
–Terrible. Volví desahuciado. Me dije: bueno, ya está. Sin embargo, algo adentro mío seguía latiendo. Y tomé una decisión: como tenía que hacer mucho viaje para estudiar me agencié un conventillo en la calle Alsina. Una habitación. Y me mudé sin avisar. Ahí se generó un conflicto serio con mi familia. El primero. Mi viejo me dijo: Si te vas, no cuentes conmigo. Pero me fui igual.
Hoy. Canto. cosquín.
Mediados de los sesenta. Años de ebullición cultural. Marta Minujín estrena La Menesunda en el Instituto Di Tella, la revista Primera Plana catapulta a Cortázar y a García Márquez, una “nueva canción argentina” de diversa procedencia empieza a despuntar en las voces de Maria Elena Walsh, Horacio Molina, Nacha Guevara y Jorge Schussheim, entre otros. Mientras tanto, seguramente algo deslumbrado por las luces de esa Buenos Aires que “nunca duerme”, Victor Heredia vagabundea buscando su sustento. “Me ofrezco como músico en todos los locales y bolichitos del centro. Algunos me pagan con comida. Otras con plata que no me alcanza ni para tomarme el colectivo. Pero tengo mis trucos: descubro unas tartas de choclo que caen tan pesadas que me duraban varios días en la barriga”, sonríe. Así, años. Hasta que lo invitan a un viaje que le cambia la vida.
“Yo había empezado a volver a Paso del Rey los fines de semana. Mi viejo seguía enojado, pero estaban mis tías que cada tanto me tiraban un hueso”, relata. “En ese ir y venir me reencuentro con mis amigos del barrio que me proponen ir a Cosquín. ‘Tocan Los Chalcha y los Fronterizos’, me dicen excitados. ‘Pero yo quiero ver a Daniel Toro’, les respondía sin demasiado entusiasmo. Además, les había prometido a mis viejos que iba a terminar la carrera de Letras. La música en un punto había dejado de ser una opción. Pero entonces consiguieron un terreno donde poner una carpa y quedarnos. Y me convencieron”.
Lo siguiente fue viajar en auto desvencijado, llegar de noche a Cosquín y, por supuesto, mandarse directo a una peña. “¿Podés creer que apenas entramos me encuentro con que tocaba Daniel Toro? ‘¡Ustedes me lo hicieron a propósito!’, les digo a mis amigos. Pero me juraron que no, que era pura casualidad”. El ex Los Nombradores conmueve a los presentes y pasada la medianoche deja el banquito libre. “Cuando se me acerca el dueño de la peña, ya estaba con algunos vinos encima. Me dice: ‘Oiga, me dijeron que sus amigos que canta. Ahí tiene una guitarra. Anímese’. ‘Pero no! ¡Cómo voy a cantar después de Daniel Toro!’ Me parecía inconcebible. Pero entre él y mis amigos me insistieron y acepté tocar unos temas. Algunos medio inventados porque todavía no tenía un repertorio. Otros no”. ¿Resultado? Aplausos. Y no de compromiso. Aplausos que piden más. “En eso se aparece un tipo preguntándome si yo estaba ahí representando alguna provincia. Le explicó que no, que ni siquiera tenía pensado venir. ‘Bueno’, me informa y me entrega una tarjeta, ‘mañana venga al escenario que tiene presentarse por el certamen de revelación’. Resultó ser Reynaldo Wisner, presidente de la comisión de Cosquín”.
Superado el shock, lo primero que hizo Heredia fue mandarle un telegrama a su familia: “Hoy. Canto. Cosquín”. Lo segundo, pedir por sus amigos. “Ninguno tenía entrada, así que reclamé que los dejaran pasar. ‘¡Usted es un irrespetuoso!’, me dijeron. Pero les expliqué que sin ellos yo no estaría ahí. Y por suerte accedieron”. Cuando horas más tarde, y bajo ese poncho protector, Víctor Heredia cambió el bullicio del Próspero Molina por una ovación cerrada, supo que había ganado. “Al bajar todos me felicitaron. ‘Bien pibe’, me dijo el Cabeza de Los Chalcha. Y una señora me tomó la mano y me dijo: ‘Quiero que alguien te conozca’. Era Alma García, la autora de ‘Zafrero’ que quería presentarme a Yupanqui. Pasaron algunos días pero sucedió, en el lobby del hotel. El viejo malhumorado como siempre. Me escuchó y me dijo: ‘Mire que después hay que sostener con el cuerpo lo que se dice con la boca’. Todavía no sabía hasta qué punto iban a ser ciertas y acertadas para mí esas palabras, pero me quedaron grabadas”.
Lo más gracioso, dice Heredia, fue lo que pasó esa misma noche que salió revelación. “Mis amigos organizaron una fiesta en la casa de la familia que nos había prestado el terreno para acampar, aprovechando que estaban orgullosos de que uno de nosotros había sido premiado. Hicimos mucho lío y veníamos de un par de pagadios en los boliches de la zona. Por eso cuando a los once me despertaron al grito de ‘¡Ahí viene la cana! ¡ahí viene la cana!’, pensé lo peor: me fijé por la ventana y efectivamente venían dos hombres de traje caminando hacia nosotros. Pero no era la cana. Eran Giacometti y Cantú ¡Los productores de la RCA Victor! Me habían escuchado cantar y querían que firmara ahí mismo un precontrato con el sello”.
En dos días la vida te hizo un vuelco de película.
–Sí. Primero grabé un disco compartido con Larralde y los Chalchaleros. Y después uno solista con “Para cobrar altura”. El asunto es que después, los mismos Giacometti y Cantú querían que continuara en el folclore; el bombo y la guitarra. Y no, eso no era lo mío. Y se cortó.
Sobreviviendo
Diez años después Víctor Heredia ya es un cantautor reconocido: “El viejo Matías” y “De dónde soy”, grabados cuando pasó de RCA a Microfón, vendieron por cientos de miles; y Heredia canta Neruda, el álbum donde musicalizó poemas del poeta chileno, lo había puesto dialogar con el que por esos mismos años (1972-74) Serrat le dedicó a Miguel Hernández (“Estábamos en sintonía y poco tiempo después nos hicimos grandes amigos”, señala). Con elementos tanto autóctonos como europeos (“Tiene que ver con mi formación. Siempre me interesó lo latino para el ritmo, lo español para lírica y la mezcla de ambas cosas para la melodía”), su música va ocupando un lugar junto a nombres afines como Facundo Cabral o Piero. Un género indefinido que no es ni folclore, ni rock nacional, ni “comercial” (herederos de la Nueva Ola como Palito, Leonardo Favio y otros). Pero sí popular con gusto por lo lírico y lo social. “Una mezcla de Pipo con el bar La Paz y el cine Lorraine”, describe hoy con una sonrisa.
Diez años después, entonces, lleva ya una década de cantautor vocacional y profesional –uno que suena en las radios a la vez que gira por los pueblos más lejanos del interior– pero también vive los peores días de su vida: un grupo de tareas secuestró en junio del 76 a su hermana María Cristina Cournou, embarazada de pocos meses, y a su marido Nicolás Grandi; y desde entonces no sabe nada de ella, pese a que en seguida se pone a buscarlos y que él mismo venía amenazado de antes. “Eran las primeras desapariciones y teníamos una inconciencia muy grande. Yo en un punto me sentía invencible. Claro, no sabíamos hasta qué punto iba a llegar el horror”, relata.
Tras la búsqueda infructuosa, sus familiares y seres queridos empiezan a exigirle que por su seguridad al menos se exilie. Y lo intenta dos veces. Primero Madrid, luego a Roma. Pero no aguanta y en ambas oportunidades regresa a las pocas semanas. “Mi mamá no sólo había perdido a su hija y a su yerno sino también a mi padre que falleció entre medio. No podía dejarla sola”, explica quien emprende entonces una suerte de exilio interno en Rosario, un departamento céntrico que le presta un amigo y del cual casi no sale por un año y medio. “Vi el Mundial 78 en una tele sin volumen. Me mandaban la comida, lo que necesitaba, a través de terceros. Recién en el 79 asomé un poco la cabeza. Intentamos hacer una gira con Cabral pero nos volvieron a prohibir. Literalmente nos bajaron los carteles de las calles”. El terror lo lleva a recluirse aún más pero también a encontrar en la composición un lugar de catarsis. “Fue un momento mío, muy personal, que después coincidió con el sentir de mucha gente cuando recuperamos la democracia y muchas de estas canciones se convirtieron en himnos. Porque una cosa es ser famoso y otra cosa es que ocurra esa especie de aullido que empezó a escucharse cuando dábamos un recital y tocábamos ‘Sobreviviendo’, ‘Todavía cantamos’ o ‘Ahora, coraje’. Era desgarrador. La gente hacía catarsis de verdad”.
Una conexión el público en esos años tan especial que lo llevó a ser reconocido por Mercedes Sosa quien opta por él cuando regresa al país en el 83 para renovar su repertorio junto a temas de León Gieco (“Sólo le pido a Dios”), Fito Páez (“Yo vengo a ofrecer mi corazón”) o Charly García (“Inconsciente colectivo”). “Mercedes tenía la capacidad de elegir la flor mustia y transformarla en algo extraordinario. Encontrar entre tus canciones la joya. En mi caso fue ‘Razón de vivir’. Porque ella ya había elegido a su regreso ‘Todavía cantamos’. Pero ‘Razón de vivir’ había quedado bajo la sombra de ‘Ahora coraje’ y ella la rescató para convertirla en un clásico”.
La Negra Sosa también determinó una amistad tardía pero fundamental en su vida: “Un día, a fines de los ochenta, me dice: ‘¿Cómo que no lo conocés a León? Venite esta noche que organizo una cena’. Y lo mismo a él: ‘Te venís ya a conocerlo a Víctor’. Nos juntó en su casa y desde ese momento nos volvimos entrañables, al punto de que hoy es padrino de uno de mis hijos”. Con Gieco, Heredia armó una dupla ideal para salir de gira (la alianza quedó registrada en un disco en vivo de 1999) y compartir temáticas y puntos de vista similares. Por ejemplo, la reivindicación de la cultura de raíz indígena, que en el caso de Heredia se plasmó en Taki Ongoy; un álbum conceptual de 1986 que recuperaba la existencia de un movimiento surgido en los Andes Peruanos durante el siglo XVI contra la reciente invasión española.
“Yo salí del secundario creyendo que gracias a la Conquista éramos de una manera y en la universidad me encontré con otra historia. Después empecé a viajar por México, por Perú, y me topé con una herencia y una imaginación arquitectónica increíble. Y me enojé mucho. Porque esa otra historia no se conocía lo suficiente”, sostiene. “Por eso, con Taki Ongoy no me interesó hacerle un juicio extemporáneo a Pizarro sino hacer conocer lo que hizo. Y por qué somos lo que somos”.
Hoy, a cincuenta años de “El viejo Matías” y a treinta y cinco de “Todavía cantamos”, Víctor Heredia tiene bastante claro quién es. Aunque reconoce que ahora, y cada vez más, le vuelven recuerdos que resignifican su presente. “Me vienen flashes, imágenes; cosas que viví y me surgen con mucha fuerza”, asegura. Con una sobrino/a a quien sigue buscando a través de Abuelas de Plaza de Mayo (“La mayoría de los responsables de la desaparición de mi hermana están ahora presos en la causa que siguió el juez Rafecas pero mi madre murió a los 92 sin poder encontrar a su nieto o nieta”), su futuro se sigue alimentando de su música. Por ejemplo con un álbum doble en el que repasa su trayectoria junto a grandes amigos y figuras de la música (ver aparte). Pero también con sus hijos, todos con injerencia en su vida artística actual; y uno de ellos, Taiel (“Tachu”), productor de Duki y Neo Pistea, dos estrellas del trap local. “Yo había llegado hasta el reggaetón de Calle 13 y Residente, que me parece un genio. El trap me cuesta un poco más. Pero me encanta que mis hijos hagan su experiencia y aprendo junto a ellos”, dice Víctor Heredia, el pelo blanco, la sonrisa siempre amplia, y las ganas todavía vigentes de seguir cantando por donde lo lleve el camino.
Victor Heredia celebra los 35 años de Todavía Cantamos el viernes 7 de junio en el Teatro Gran Rex, el 28 en Córdoba (Espacio Quality) y el 29 en Rosario (Teatro El Círculo).