Era simple y misteriosa. Como su escritura. Elvio Gandolfo, que la admiraba profundamente, dijo que el modo de mirar de Hebe Uhart producía su forma de decir. Tiene razón. Costó bastante, sin embargo, que ese modo de mirar y decir encontrara lectores, porque Hebe abordaba sus temas con un sesgo asombrado y oblicuo que, al principio, podía parecer ingenuo. No lo era. Sus cuentos tienen protagonistas poco comunes en la literatura argentina: una maestra en un colegio autoritario, una tía demente que habla con las personas que ve en la televisión y baldea las paredes de la casa, dejándola perpetuamente húmedas; un viaje de fin de curso en el que no pasa nada, como suele suceder; una visita a la peluquería donde se habla de los Esteros del Iberá. Siempre el rescate de las voces a las que nadie les presta atención pero sin pomposidad, porque si algo no quería hacer Hebe Uhart era caer en el lugar común de dar voz a los sin voz y otros slogans que ella consideraría estupideces. Lo que le interesaba era observar y recordar. Estaba fascinada por el lenguaje y la memoria. Por cómo hablaba la gente y qué decía de su historia en ese hablar. Si volvía de uno de sus fines de semana aventureros, podía pasar horas paladeando las palabras de un cazador de vizcachas, o la genealogía que había repasado con una mujer mapuche, o cómo el dueño de un caballo le había dicho que tenía “cara de cristiano”. Cada detalle era un tesoro.
Enrique Fogwill la había llamado la mejor escritora argentina, gesto que a ella le parecía condescendiente. Se sentía una muy buena escritora, pero le molestaba la legitimación del hombre fuerte e iracundo. No la necesitaba. Hebe Uhart vivió intensamente. Viajó por América latina de mochilera cuando era menos que común hacerlo: llegó en tren a Bolivia y se enamoró para siempre del continente. Huyó de su casa después de la muerte de su hermano y también vivió un tiempo en Rosario, escapando de una relación con un hombre casado. Se enamoró de un poeta alcohólico a quien le compraba ropa y acompañaba a guardias de hospital de madrugada. Haroldo Conti prologó uno de sus libros; ella habitaba la calle Corrientes de fines de los ‘60 con su contenida intensidad. Casi nada de esto está en sus libros. Tenía sus pudores y sus secretos. Toda el riesgo que había tomado en una vida independiente parecía estar en la manera tan extraña de referirse a lo cotidiano. “El budín esponjoso”, un cuento de 1977, empieza así: “Yo quería hacer un budín esponjoso. No quería hacer galletitas porque les falta la tercera dimensión. Uno come galletitas y parece que les faltara alguna cosa: por eso se comen sin parar”.
En sus primeros años como escritora, Hebe Uhart publicó en editoriales pequeñas: Menhir de Rosario, Goyanarte, Fabril, Cuarto Mundo, CEAL, Torres Agüero, Pluma Alta. Hasta se autoeditó en Simurg. Recién en 2003 publicó en Adriana Hidalgo y un año después en Interzona. Luego, sí, fue a Bajo la luna, una editorial independiente pero de mayor visibilidad. Y después osciló entre Alfaguara y Adriana Hidalgo, con la que finalmente se quedó, porque el gran grupo editorial le resultó demasiado frío: se sentía perdida en ese mundo profesional.
Aunque la literatura de Hebe Uhart no tiene nada amateur, ella sí conservaba un espíritu de camaradería, de entusiasmo y de pasión por el descubrimiento. Podría ser Mansilla, Fray Mocho, Bryce Echenique o un nuevo narrador colombiano. Buscaba voces, se dejaba seducir, sabía escuchar. Era moderna y sus amigos eran casi todos jóvenes. Los trasandinos, como llamaba a los chilenos Alejandra Costamagna, Diego Zúñiga y Alejandro Zambra. Sus laderos inseparables, Eduardo Muslip y Pía Bouzas, íntimos, que la acompañaron hasta el final. Todos los alumnos de sus talleres la adoraban. No era una viejecilla buena, sin embargo. Tenía opiniones; podía ser sarcástica y cortante. Fumaba, servía un lemoncello y hablaba de sus vecinos clasemedieros, a quienes estudiaba con pasión de antropóloga, porque no los entendía. O con contemplación filosófica: después de todo, enseñó filosofía durante veinte años en la Universidad de Lomas de Zamora. Pero prefería hablar de sus plantas, de los escritores buenísimos que había conocido, o de los animales que iba a visitar al zoológico, especialmente los monos, con los que estaba fascinada. Hebe Uhart entendía la diferencia entre ser brillante y posar de inteligente.
No tiene sentido enumerar su bibliografía, pero si entender por qué es importante la literatura de Hebe Uhart. En primer lugar, por la capacidad de encontrar aquellos famosos grandes temas en la vida cotidiana: guiar una hiedra, para ella, era hablar sobre las posibilidades y limitaciones de la escritura y, finalmente, de la palabra. Contar la historia de su familia era una épica del conurbano y la inmigración sin tener jamás que subrayar la importancia de la Historia; su experiencia, siempre filtrada, en escuelas, es una forma de pensar el Estado y las instituciones con gran sensibilidad y sin atisbos sociológicos. Su amiga Pía Bouzas suele decir que Hebe Uhart, en sus últimos años, encontró lectores. Era una adelantada. “Los escritores más jóvenes empezaron a mirar más parecido a ella, mirar el detalle, lo que no es central, ni que va por la ruta del escritor programático. Encontró un camino por fuera de la tradición masculina argentina, que no es sólo la que escriben hombres sino una manera de tratar el lenguaje”.
Su preocupación central, como maestra, era lo que consideraba el vertiginoso ombliguismo de la literatura argentina. Son muy buenos los escritores locales, decía, pero no saben escuchar. Por eso son tan malos como dialoguistas –rescataba siempre a Manuel Puig– y mucho mejores como ensayistas. Creía en entrenar el oído, preguntar, levantar la cabeza, no escribir para pares ni profesores.
Por eso, en los últimos años, Hebe Uhart se convirtió en una cronista curiosa y movediza. Una cronista de viajes aunque, por supuesto, no tenía interés alguno por los grandes espacios, sino más bien por los pueblos chicos y las ciudades abarcables. Bajo su mirada, un pueblo de la provincia de Buenos Aires como Roque Pérez parece un lugar rarísimo. Cuando visita a un vecino y le muestra su libro sobre animales pampeanos, él le dice: “La mulita es riquísima, se hace en escabeche. El peludo y la mulita son del mismo gremio, pero no hay cruce”. El mismo extrañamiento ocurre con los hippies naturistas y ufólogos de las sierras cordobesas o con el General Villegas de Puig. En Azul, un paisano le hace una calificación de vacas y le explica que las más común es “la solitaria, alunada y embestidora. Corre y topa”. Hebe Uhart recorre Asunción después del golpe al presidente Lugo y se preocupa por una pareja de hermanos que acaba de abrir un café: ¿podrán sobrevivir, tendrá futuro el pequeño negocio? Incansable, retrató a las comunidades indígenas argentinas en De aquí para allá, un libro hermoso en la tradición ligera pero aguda de Mansilla. Nada la detuvo. Muy enferma, escribió antes de su muerte en octubre del año pasado: “Todo el tiempo que estuve en terapia intensiva me lo pasaba pensando en el baño, dónde estaría. Pensaba en el baño como si se tratara de Londres o París y ahora que me cambiaron a terapia intermedia, cerca de mí hay un cartel que dice ‘salida’ y ahí está el baño, una gran felicidad”. Hasta el final, miró y escribió con humor, corriéndose del protagonismo y con inmensa generosidad. Era la mejor, aunque ella se irritara si alguien se atrevía a mencionarlo.