A lo largo de los años (ya casi 21 que tiene de vida) el suplemento feminista de este diario, Las12, les dio visibilidad a innumerables casos emblemáticos de violencia machista. Hay muchas muertes por estas violencias, una cada 29 horas en nuestro país, pero también hay cuerpos sobre los que se desata un conjunto de violencias posteriores, que incluyen a las instituciones, la Justicia, los medios de comunicación y la sociedad en general, y por eso se transforman en ejes de una lucha que sigue siendo profundamente desigual. Algunos de estos crímenes refieren cadenas de vulnerabilidades que tejen víctimas frágiles: blancos de ataque “perfectos”, como fue Melina Romero, asesinada a golpes el 25 de agosto de 2014 en José León Suárez luego de ser abusada sexualmente por más de una persona, pero revictimizada por los medios cuando se difundieron las imágenes previas a su dolorosa muerte, donde se la ve divertida tras una fiesta, o se deslizó que era una vaga amante de la noche y por eso su vida sería menos valiosa. Además de parrandera, Melina Romero era pobre. Y todo eso que se insinúa y nunca se dice, siempre está ahí, en el eco del “algo habrán hecho”.
El femicidio de Marisela Pozo, asesinada también a golpes el 17 de marzo de 2016 en el barrio Luján, de Gregorio de Laferrère, por un grupo de varones enfurecidos porque ella atacó el kiosco de uno de ellos, es otra prueba de esta cadena de misoginia que tiene su flanco, casi siempre, en las mujeres de bajos recursos. Para travestis y trans no hace falta ni decir que son consideradas vidas descartables, basta recordar a Laly Heredia, muerta a tiros en Camino de Cintura el 3 de febrero de este año, o a Diana Amancay Sacayán, la activista trava brutalmente asesinada el 11 de octubre de 2015. Por su caso, nuestro país tuvo su primera condena perpetua por travesticidio, pero la comunidad lgtb sigue denunciando el atropello permanente y la precarización de esas vidas en los márgenes. Morir en paz parece ser un privilegio, aún cuando se trata de morir violentade.
Marisela Pozo murió cuatro días después de ser atacada en el hospital Simplemente Evita por las heridas propiciadas durante horas por los tipos que la torturaron, la ataron a un árbol y filmaron el ataque (que se pudo ver en los noticieros desde diferentes ángulos), pero se vieron beneficiados por un juicio abreviado que los dejó libres rápidamente. Héctor Daniel Julio, Sergio Daniel Abatedaga y Patricio Barroca hoy circulan por el mismo barrio donde mataron a Marisela y donde aún vive su madre, atormentada porque sabe que la muerte de su hija ya no va a tener justicia. Nadie testificó en contra de ellos a pesar de haber filmado el ataque, donde se puede ver a la joven de 27 años pedir por su mamá ya que estaba aterrada y amenazada por sus asesinos.
Una turba de varones enojados también asesinó a Marcelina Meneses, el 10 de enero de 2001, una mañana de calor y hacinamiento en el tren Roca, casi llegando a la estación Avellaneda. Migrante boliviana y repositora en un supermercado, ese día cargaba a su hijo de 20 meses en su espalda, como suelen hacer las hermanas bolivianas con un aguayo para dejar los brazos libre para el trabajo manual. Esa costumbre viene del trabajo con la tierra en zonas andinas, de la que nuestro país tiene tantos trabajadores discriminadxs. La madre y el niño iban a un control médico en la Capital y cuando llegó el turno de bajarse del tren, Marcelina pidió permiso y según el único testigo que declaró en la causa para intentar esclarecerla, alguien se molestó. “Boliviana de mierda” empezó a escucharse cada vez más fuerte. “Volvete a tu país, negra”, o “Estos vienen acá a sacarnos el trabajo” también se le escupió en la cara como un insulto, y en una conexión inmediata y completamente descontrolada, ese grupo de personas que no se conocían hasta ese momento, arrojó a Marcelina y a su pequeño hijo del tren en movimiento. Alguien dijo “¡Uy, Daniel, la puta que te parió, la empujaste!”, pero nadie supo nunca quién era ese tal Daniel y el único testigo, Julio César Giménez, empleado de una cooperativa, a quien la familia de Marcelina contactó poniendo carteles en las estaciones de Trenes Metropolitanos, murió sin ser escuchado. La empresa de ferrocarriles quiso extorsionar a Giménez: “A vos te haría falta un autito”, contó a este diario en aquel momento que le dijeron pocos días después de denunciar el doble crimen xenófobo. Nunca hubo justicia porque nunca pasó nada. Nadie se señaló, nadie fue capaz de testificar qué pasó en esas cinco horas en que ambos cuerpos permanecieron tendidos en la vía, sólo alguien refirió que a Marcelina todavía “se le movía la mano” mientras esperaba asistencia médica. La empresa TMR se desentendió rápidamente y a excepción de este diario, el doble crimen de odio permaneció invisible para los medios. La estigmatización de la mujer migrante es la primera marca de este crimen xenófobo pero el pacto machista es su esencia y su razón de ser impune.
A principios de abril de este año, la filósofa norteamericana Judith Butler visitó nuestro país y dio una charla en la Untref donde se refirió al rol de los varones en la revolución feminista. “A los hombres les encargo una tarea: ‘Rompan el pacto de hermandad día a día, tengan el coraje de enfrentarse y quejarse cuando otro hombre comete un acto de violencia contra mujeres y trans” dijo a una multitud, hablando de algo que muchas veces se omite que es la pregunta por el rol de los varones, que parecen actuar en repliegue y pararse de manos para jurar su inocencia ante cualquier sospecha de abuso, violencia o maltrato. Si una mujer muere por día, si tantas otras son golpeadas, si Marcelina Meneses nunca tuvo justicia con su muerte y la de su hijo, hay victimarios, y esos victimarios actúan en banda, con silencios y complicidades que labran las grandes violencias. Romper el pacto de hermandad machista es el primer paso para derribar al patriarcado y por eso, el caso de Marcelina es un emblema que no puede olvidarse. No es un femicidio que viene a engrosar la lista, es la prueba que los asesinos nunca actúan solos y que esa cadena de complicidades son, a veces, desconocidos con los que se arman alianzas oportunistas.
Por el asesinato de Marcelina y Joshua Alejandro Torres, su hijito, el 10 de enero se conmemora el Día de las Mujeres Migrantes (ley 4409/12, sancionada por la Legislatura Porteña) y desde 2016, en la casa donde ella vivía con su familia (su marido, Froilán Torres, y su otro hijo, Jonathan David) funciona el Centro Integral de la Mujer Marcelina Meneses, que da asilo, asesoramiento y contención a las migrantes del conurbano. Romper el pacto también es recordarla.