La novela más bella sobre una sublevación fallida, Río de las congojas, la escribió la más “periférica” de las escritoras centrales de la literatura argentina: Libertad Demitrópulos. Ninguna narradora del país metió las patas en el barro de la opresión que implica ser mestizo, ser pobre y ser mujer. Desde sus entrañas tan líricas como polifónica, la novela problematiza sobre el sometimiento. “Las mujeres, como los negros, como los indios, y hasta como nosotros, los mestizos, estaban tan desvalidas que cuando veían el pan, aunque duro, lo mordían (...) es una mujer, y para más, pobre. Mujer, pobre y mestiza... ¿qué le queda...?”. Un poco de contexto histórico viene como anillo al dedo de la ficción. Los mestizos que habían combatido para fundar la primera ciudad de Santa Fe, allá lejos y hace tiempo, en junio de 1580 para más precisión, fueron traicionados por los españoles, que no cumplieron con la promesa de darles tierras, cargos ni derechos en la nueva ciudad. Entonces aprovecharon la partida del conquistador Juan de Garay hacia el Puerto de Santa María de Buen Ayre (Buenos Aires) y tomaron el poder. Aquel alzamiento –que hoy se lo conoce como la “Revolución de los Siete Jefes”– resultó abortado y los rebeldes fueron decapitados.
Tres narradores despliega Demitrópulos para tejer la trama de ese “río de las congojas y los desabrimientos”, en alusión al río Paraná: el mestizo Blas de Acuña, que decide quedarse solo a la vera del río para custodiar la tumba de quien él llama “mi muertecita”; la voz de María Muratore, la “muertecita” de Blas, amor que ella no corresponde y lo abandona –a pesar de estar casados “in articulo mortis”– para seguir a su amante Juan de Garay; y por último, Isabel Descalzo, que aspira a casarse con Blas y que se va adueñando de la narración hacia el final de la novela. Isabel forjará y transmitirá los relatos que sostienen la leyenda de María Muratore, aderezando sucesos reales con lo que, por olvido, se comienza a inventar. Costurera de profesión, Isabel corta y cose recuerdos propios y recrea los ajenos, componiendo una historia extraoficial, no documentada, mítica. Si la “historia oficial” asegura que María Muratore murió junto a Garay mientras dormían la siesta a la vera del río, según Isabel, María muere en el campo de batalla, vestida de hombre. María no será la única muerta. Un hijo no regresa del río y “nadie podía explicar a dónde llevó su cuerpo la corriente”. Metáfora del presente en el que fue escrita esta novela, publicada en 1981, la alusión a la figura del desaparecido en Río de las congojas se anticipa con la inclusión de un epígrafe del poeta griego Yannis Ritsos, en el que advierte sobre la necesidad simbólica-cultural de que los familiares entierren a sus muertos.
El destino de la heroína, María Muratore, no depende del hombre: ella vive en el margen y la vez es centralmente protagónica. ¿Serán estos tensos posicionamientos un modo de referirse, a través de la ficción, a cómo se inscribió la figura de Demitrópulos como escritora? No es fácil intentar bosquejar una respuesta con los hilos endebles de la conjetura. Pero si Libertad no ha tenido el suficiente reconocimiento, si para muchos lectores continúa siendo una completa desconocida y es solo un especie de “autora de culto” que circula de boca en boca y de mano en mano -culto en el que me inició allá por el año 2000 mi querida profesora de Teoría Literaria Isabel Vasallo (a quien le debo también que me haya recomendado leer a Hebe Uhart), quizá las causas tengan que ver con una “tetralogía” de los márgenes: ser jujeña, peronista, mujer y vivir más bien aislada en términos de cierta reticencia o pudor a participar de la bolsa de valores literarios. Ella jamás cayó en los brazos de la vanidad. “Nunca rondé espacios del marketing ni frecuenté las pasarelas sociales ni las luces mediáticas. Soy una escritora solitaria”, dijo Demitrópulos durante la entrega del Premio Boris Vian, en 1997, un año antes de su muerte.
Demitrópulos nació en Ledesma (Jujuy), el 21 de agosto de 1922. Aunque tuvo una salud muy frágil –inventario médico condensado en fiebre reumática y ocho operaciones del corazón–, se recibió de maestra a los 18 años y empezó a ejercer la docencia en escuelas de su provincia. Antes de que el peronismo revolucionara la vida política del país y la de esa docente jujeña, Libertad se hizo peronista incluso antes de que existiera el movimiento como tal, cuando vio cómo eran explotados los trabajadores de la zafra en el ingenio Ledesma. En toda su obra puede leerse una opción por los más débiles, al narrar desde las voces de mestizos, criollas, negros, huérfanos, marginales, bastardos y prostitutas, que resisten la exclusión y piden “reescribir la historia”. En Buenos Aires, adonde llegó a fines de los años ‘40 y donde murió el 19 de julio de 1998, la escritora trabajó en el hogar escuela Eva Perón. Allí conoció a Evita, de quien escribiría una biografía publicada en CEAL en 1984, en la que rechaza la visión imperante de una Evita a la que, antes de conocer a Perón, lo único que parecía interesarle era ser actriz. Para Demitrópulos, Eva había desarrollado un instinto de solidaridad y una naciente pasión política durante la “década infame” que muchos estudiosos de su vida no supieron ver. Después del golpe del ‘55, Demitrópulos iba a las misas por el aniversario de la muerte de Evita o a los actos de la Resistencia Peronista, pero como no podía correr, Giannuzzi decía que para Libertad “la revolución era una cuestión de velocidad”. En la casa de Demitrópulos, primero en el barrio de Flores, después en Once, no entraba nadie que no fuera peronista. “Yo presencié discusiones terribles por Perón entre mi mamá y Juan José Sebreli, que se iba de casa enojado porque decía que ella tenía un peronismo visceral y que no había leído bien a Perón. En mi casa todo era ‘la vida por Perón’ –me contó su hija Moira Giannuzzi en 2008, cuando se hizo un homenaje por los diez años de la muerte de su madre–. Fue muy peronista y muy evitista. Para ella no había peor cosa que un radical.”
En 1951 publicó su único libro de poemas, Muerte, animal y perfume (reeditado por Ediciones del Dock, la única editorial que mantiene viva la obra de la escritora). Aunque empezó escribiendo poesía -Juan Ramón Jiménez leyó un poema suyo en la Sociedad Argentina de Escritores en 1948-, Demitrópulos se dedicó a la novela porque “no quería competir con el poeta Joaquín Giannuzzi, con quien estuvo casada hasta su muerte. Aunque se negaba a que la llamaran poeta, cultivaba un estilo narrativo plenamente poético que se percibe ya en su primera novela, Los comensales, publicada en 1967, y que va in crescendo en La flor de hierro (1978) hasta alcanzar el momento de mayor intensidad poética en Río de las congojas, prosa poética también presente, aunque quizá en menor medida, en las novelas Sabotaje en el álbum familiar (1984) y Un piano en bahía desolación (1994).
A la peronista visceral le interesaban las voces de esas sujetas que desafiaban, cada una a su manera, la opresión patriarcal.