Basta con detenerse en la vidriera de una librería para comprender que ciertas batallas están perdidas. Libros de autoayuda, de influencers, de youtubers, de estrellas ocasionales y una bocha de best- sellers. Y muchos, muchísimos libros de autores extranjeros, producto del marketing o del puro cipayismo intelectual. Uno sigue su camino a los tumbos, sin entender del todo qué le causó ese malestar, y se mete en un café. ¡Para qué! Reggaetón o espantosas canciones de moda a volúmenes que no te dejan pensar o hablar. Hay que entrar a diez bares para encontrar uno donde no te mortifiquen con la música o con el noticiero donde siempre hay alguien que mata a alguien o alguien que destila odio.

Ya sé que no soy el dueño de la razón ni de los gustos de la gente. Pero sí de mi razón y de mis gustos. Y como uno es uno y sus circunstancias, diría Orteguita y Gasset, pregunto: ¿En qué fallamos? ¿Cuándo? Quizá no fuimos suficientemente buenos clientes y el mercado optó por clientes más dóciles o más sensibles a la moda, clientes que no leían el interior de los discos (¿se acuerdan?), y que dicen que escuchan lo que escuchan porque es alegre y se puede bailar, sin detenerse a pensar que en esa categoría entran los Rolling, Charly y los Beatles.

¿Quiénes somos “nosotros” en este planteo? No es sencillo ponerle nombre. Supongo que la palabra progresistas o cultos podrían irle bien. Otras son más hirientes. Probablemente haya quién piense que lo mío es una posición algo “aristocrática”, y es verdad. A medida que uno bucea y satisface su curiosidad, se aparta de la masificación y empieza a hablar raro. Y lo digo avalado por el recuerdo de cines repletos para ver la última de Bergman, cines que ahora se llenan sólo cuando mueren y resucitan superhéroes.

Quizá el error fue que nosotros la íbamos de coleccionistas cada vez que comprábamos un disco o un libro. Nos hacíamos los exquisitos, mientras que la popular bailaba las canciones más pegadizas y leía los libros más fáciles de entender. O los que tenían más a mano. Y ahí perdimos esa otra batalla, la de ser algo así como el centro del mundo de los gustos y el consumo. ¿Cuánto hace que no tenemos un hit en la radio para cantar a los gritos en una fiesta? ¿Cuánto una novela que nos den ganas de salir corriendo a comprarla? Y eso que nunca nos faltó tiempo para ensalzar a referentes del gusto popular: Sandro, Olmedo, y hasta valoramos telenovelas y canciones de moda porque, según nuestros gustos, eran valiosas por muy populacheras que fueran.

Pero, ¿fuimos vencidos o nos dejamos vencer? ¿O ambas?

Probablemente sucedió, todo al mismo tiempo: las cosas masivas se volvieron cada vez más berretas y nuestros gustos cada vez más difíciles de satisfacer. Basta sentarse a ver una entrega de los Grammy. Es el mal gusto personificado. ¡El horror, el horror, el horror!, diría Kurtz. Si en la entrega de los Oscar encontramos un atractivo es cuando ya dieron el premio al maquillador suplente y están apagando las luces de la sala. ¿Quién recuerda los últimos bodriazos ganadores? Treinta años atrás premiaban El Padrino o El Francotirador.

Y mientras tanto, nos arrinconamos en lugar de reproducirnos, y fuimos creyendo cada día más que éramos menos pero buenos, pocos pero valiosos. Y sacrificamos la masividad. O dejamos de influir en ella, suponiendo que nos hubieran dejado. Es como dice Saer sobre la poesía moderna, que sacrificó a casi todos sus lectores para no tener nada que ver con la prosa, el instrumento del estado. Nosotros vimos venir la (insoportable) masificación de los gustos, los mil canales de televisión, internet y redes, y jugamos a sacrificarnos, abandonamos el centro del gusto y lo dejamos librado al mercado, que sabe vender lo divertido, lo que se puede bailar y, sobre todo, lo que es fácil de reproducir. Porque no inventás a un Charly, pero sí a un reguetonero de moda (iguales ritmos, ropa, gestos, videos, bailes) o a ciertos best sellers. 

La explicación de que el capitalismo masificó los gustos para poder vender más en un solo acto, es demasiado simple aunque sea verdadera. Pensar en las motivaciones del capitalismo no me interesa tanto como pensar en las nuestras, en el momento en que el progresismo se apartó de los modelos de consumo diseñados para la masa. El progresismo no era parte de la masa. Estaba escuchando otra canción.

Por ahí siempre fue así, me dirá algún pagano que nunca falta, pero creo que no. Las cosas se han nivelado para abajo. Hoy vemos películas choreadas que a veces ni están terminadas; antes polemizábamos sobre el subtitulado, el doblaje, las películas viejas que se coloreaban, la compra de Michael Jackson de los derechos de los Beatles, las traducciones y sobre si estaba bien que el himno nacional fuera interpretado por rockeros.

Claro que de fondo está el gusto, me dirá usted, tildándome otra vez de aristocrático. Pero el gusto al que me refiero yo es más bien popular. Lo popular donde uno encuentra además otros valores: calidad, diversidad, sorpresa. Usted me dirá también que hay museos llenos de gente, que algo debe significar. Sí, es verdad. Nosotros no somos pocos. Eso es lo más curioso. Somos muchos pero insuficientes para que nos dediquen las vidrieras y las músicas de los bares. Nos dedican un rincón, con suerte.

Nunca dejamos de ser consumidores, claro. Tanto lo somos que hay productos pensados sólo para nosotros. Si no, nadie editaría discos de Caetano o libros de Berger. Probablemente, en esa carrera seamos los terceros: primeros los productos muy masivos, luego los productos para los ricos, luego los productos para progres, cultos o similares. Y nada de creer que el riesgo ha desaparecido. Las vidrieras de las librerías pueden empeorar. Las músicas de los bares ya no lo creo, es imposible.

Para revertir estas tendencias tendríamos que tomar el poder mediático, educativo, y trabajar durante décadas para ver los resultados. O sea, ¡hacer la revolución que no pudimos hacer! Y las batallas que se perdieron ya no se pueden volver a librar. El mundo es así y cambiarlo es cada vez menos sencillo.

Queda seguir arrinconándose en lugares como para la gente como uno, ¿vio? Y, a la vez, y para que los vivos de siempre no se aprovechen de esta dispersión, encontrar espacios donde podamos ser parte de una cosa más grande (fútbol, redes, política, la calle, la vida), donde la masividad se dé por objetivos comunes aunque nos separen detalles de la cultura y las vidrieras de las librerías. Usted ya me entendió, ¿no?

 

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