Una política que eleva el costo de oportunidad de consumir a crédito, en lugar de sostener el crédito que dinamiza el consumo, invita a pensar históricamente el lugar cambiante del mercado en el sistema crediticio. Reza el mantra neoclásico: al igual que el precio de una mercancía, el interés procede como una señal enviada a los actores del mercado para orientarlos en sus decisiones. Elevar las tasas de interés en el crédito al consumo conduciría a los actores a elegir alternativas menos costosas. Comprar al contado sería una de ellas.
Cuando una baja proporción de los sectores populares cuenta con posibilidades reales para optar por esta elección, librar el mercado al ejercicio autónomo de sus propias reglas conduce, inexorablemente, a reforzar una distribución social inequitativa de la riqueza. La historia argentina y rioplatense ofrece experiencias en las que se intentó contrapesar los efectos regresivos del laissez faire mercantil, asegurando el consumo mediante mecanismos crediticios no definidos exclusivamente por el interés ni por la lógica del mercado.
Ya la economía prebancaria de los siglos XVII y XVIII ofrece tempranas experiencias crediticias. En los circuitos del comercio local, el crédito al consumo no estaba orientado por el interés: en este nivel de intercambios menudos y cotidianos, en el que la plata como medio de pago se revelaba más exigua que en los circuitos interregionales del gran comercio, las tiendas y pulperías acudían a la práctica de dejar a vendaje, recibiendo consignaciones de pequeñas partidas para una comercialización ocasional. Ello daba lugar a un encadenamiento crediticio, con ajustes periódicos que involucraban a una multitud de actores en cuentas corrientes interpersonales e interdependientes. Dar para tomar constituía un mecanismo reciprocitario que suplía al interés como asignador de recursos en el consumo local.
En el siglo XIX perviven instituciones con fuerte incidencia crediticia, como la confianza, que sostuvo verdaderas redes de crédito para comercio minorista en establecimientos pampeanos de ramos generales, estructurando sistemas para contrapesar la asimetría informacional y los riesgos de incumplimiento y oportunismo. Como lo explicase Andrea Lluch, sistemas apoyados no sólo sobre el grado de cumplimiento y la trayectoria crediticia del tomador, sino sobre la reputación conceptuada del mismo y, en suma, sobre la capacidad reciprocitaria del pequeño comerciante.
El siglo XX terminó por demostrar que la emergencia de instituciones estatales destinadas a fomentar el consumo con políticas crediticias fue decisiva para contrapesar los efectos distorsivos del mercado. El decreto ley 11.554 de 1946 ponía los depósitos bancarios a disposición de la política macroeconómica, interpretándolos como expresión de la oferta monetaria para regular su efecto multiplicador a través de una Banca Central nacionalizada, y orientar la asignación crediticia en función de las prioridades estipuladas gubernamentalmente. En consonancia, la Caja Nacional de Ahorro Postal sería la encargada de traducir el pequeño ahorro en créditos al consumo, al identificar la capacidad adquisitiva del sector asalariado como una condición para sostener la capacidad productiva, dada la aversión del temprano peronismo a una crisis de subconsumo. La expresa necesidad de incidir sobre las tasas de interés, y el reconocimiento de una correlación entre el movimiento de éstas y los niveles de inversión y consumo, orientaban en parte la ejecución de aquellas medidas.
Las experiencias recientes de crédito para consumo y vivienda volvieron a evidenciar la importancia detentada por las instituciones no mercantiles para la asignación de recursos crediticios entre los sectores populares. Aún cuando el financiamiento sin interés y a largo plazo promovido por el programa Ahora12 hubiese tenido un impacto alcista y sostenido sobre la venta general minorista, del mismo modo que los créditos hipotecarios financiados con el ProCreAr hubiesen afrontado un proceso inflacionario acelerado (más acentuado que las bajas tasas fijas de interés ofrecidas), sus efectos sobre la dinamización del consumo y la agilización del acceso a la vivienda no acicatearon los riesgos sistémicos de prácticas crediticias apoyadas en la desregulación de los mercados financieros, tales como aquellas que condujeron a la crisis de las hipotecas subprime desatada años atrás en el epicentro del mercado global.
La historia de largo plazo ofrece experiencias con las que la sociedad intentó contrarrestar, en el terreno del consumo crediticio, los efectos distorsivos del mercado sobre la distribución equitativa de la riqueza. Es que lo que ha estado siempre en juego no es sólo la tasa de beneficio o la maximización de la rentabilidad de los actores: es, igualmente, la capacidad de reproducción material de la sociedad en la que se desenvuelven. Un desafío que continúa abierto aún hoy, en un contexto de sistemático desconocimiento del pasado.
* Doctor en Historia por la Universidad de Buenos Aires. Investigador UBA-Conicet.