En una nota anterior (Cash 22.1.17) hicimos un breve paneo por los millones de compatriotas que no disponen libremente de un factor de producción clave como es la tierra. Otro factor relevante, tal vez menos visible, es la tecnología, el saber cómo producir un bien o servicio. Tanta es la dominación cultural que supone que el capital manda, que queda implícito en todo plan de gobierno que basta disponer de dinero para contar con los saberes necesarios en todo proceso, comprando todo lo conveniente. Conclusión natural: el saber cómo es un atributo subordinado al capital. Si no tenés dinero, no sabés.
Este es un obstáculo esencial para poder decir y pensar que en una comunidad se ejerce la democracia económica. De modo similar al análisis que hicimos sobre la tierra, este es otro factor de producción que se comporta como un atributo subordinado de manera rígida al capital, violando la idea elemental -base de la lógica capitalista- de la independencia de tales factores.
Muchos países -también la Argentina- cuentan con un sistema público de generación de conocimiento científico y tecnológico. En nuestro país las universidades fueron el primer núcleo y a él se sumó un potente articulado de organizaciones que se crearon hace algo más de 60 años. El Conicet, el INTA, el INTI, la Comisión de Energía Atómica, los ámbitos aplicados a la Pesca, la Antártida, el Espacio, el Agua, además de una densa red de instituciones dedicadas a la economía y a cada una de las facetas comunitarias, están financiados por el Estado y considerados como un atributo de jerarquía nacional, sobre todo respecto de la periferia global.
La discusión necesaria es si tanto esfuerzo nacional construye democracia económica o no. Esto es: ¿transfiere saberes a quienes lo necesitan con abstracción de su capacidad de pagar por ellos? O aún más transgresor: ¿promueve la generación de conocimiento productivo en la base social, con participación directa de los involucrados?
La respuesta a ambas preguntas es NO, salvo algunas contadas excepciones. Los interlocutores privados del sistema público de ciencia y tecnología son las grandes empresas y un pequeño grupo de pymes orientadas expresamente a campos de alta tecnología.
No debería sorprender, ya que la apropiación del conocimiento por parte del capital lleva necesariamente a condicionar las políticas públicas en la misma dirección. Tal condicionamientose extiende hasta límites bien profundos, que anclan en la formación de los investigadores, a los cuales se los orienta hacia planos competitivos que premian la singularidad de las ideas, más que lo contrario: la difusión en el medio productivo, con una apropiación colectiva. También se instala como criterio obvio de evaluación el análisis de rentabilidad primaria, sin ninguna connotación social colateral. Esta idea -bien malsana- ha bloqueado iniciativas de todo tipo, para las cuales existen saberes disponibles. El abatimiento del arsénico en el agua de consumo; el uso de tinturas naturales en la industria textil; los tambos fábricas de pequeña dimensión; el aprovechamiento de las menudencias vacunas; miles de iniciativas como éstas -sí, miles- siguen pendientes de implementación por la oportuna aparición de las preguntas sobre beneficio esperado, formuladas fuera de contexto.
Por supuesto, son numerosos los miembros del sistema que -por sensibilidad social o por lucidez política- están en desacuerdo con esa orientación, pero inexorablemente tienen que nadar a contracorriente, no solo contra las autoridades políticas con lógica pro mercado, sino contra el elitismo como la cultura más valorada.
El resultado de ese conflicto conceptual es que los sectores con menor patrimonio, que necesitan las mejoras tecnológicas como el aire, rara vez disponen de ellas, porque deberían pagarlas con dinero que no poseen o -más grave aún- porque nadie investiga en la dirección que ellos necesitan.
Cualquier intento de revertir esta situación, mejorando la posibilidad que el factor tecnología pueda estar a disposición del factor trabajo, sin predominio del capital como intermediario, debe conocer y fundarse en esa historia.
Hace algunos meses se presentó un proyecto de ley, apoyado por varios diputados de distintas extracciones políticas, incentivado a su vez por un manifiesto firmado por más de 1000 personas, la mitad de las cuales pertenecen al sistema de CyT, que pone una señal de cambio en el escenario descrito. Se trata de crear un fideicomiso que financie -caso por caso- la transferencia de tecnología a la producción popular por parte del sistema público. Ese fideicomiso se nutriría con una alícuota extra de impuesto a las ganancias a las empresas que más aportan ese tributo y se constituiría así en un instrumento explícito de distribución de recursos y de oportunidades.
Disponer de una ley como la muy brevemente reseñada -que está en análisis en las comisiones pertinentes- sería un punto de apoyo para aquellos investigadores que crean necesario recorrer un camino transformador, sin necesidad de caer en disputas a todo o nada por la política sectorial.
A riesgo de ser reiterativo, parece necesario insistir en la tesis que sustenta esta discusión: si la tierra, la tecnología, el trabajo, son meras mercancías que el capital compra y vende, sin constituirse en factores de producción independientes, es inexorable admitir el camino concentrador que el capitalismo lleva en el mundo, con su secuela de conflictos e injusticias cada vez más notorias, a las que nos invitan a aceptar resignadamente.
La búsqueda de acceso a la tierra o acceso al conocimiento para quienes quieran producir son -en tal contexto- componentes necesarios para mantener viva la esperanza de construir una democracia económica.
* Instituto para la Producción Popular.