En Gori, un pueblo de Georgia ubicado a 70 km de la capital Tbilisi, no hay mucho para ver, pero hay gente que va igual, fuera de todo paquete turístico, en busca de las huellas de Stalin. Porque aquí nació y se crió Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, el niño que con el tiempo se convertiría en una de las personas más temidas de la historia. En Gori la gente no acostumbra dormir la siesta, pero ya al mediodía invade las calles una especie de sopor, que envuelve también los movimientos de los habitantes. En el centro –si se pudiera aventurar una jerarquización urbanística en ese sentido– nadie necesita una pregunta específica para orientar al turista: “Es para allá”, guiará con la mano, en sentido norte de la avenida-bolulevard Stalin, rumbo a la plaza Stalin que cobija la casa-museo Stalin.
Pero en la plaza comienzan las señales equívocas. No se ve la estatua de 6 metros de altura con la imagen del líder soviético. Se supone que debería estar allí. ¿Qué pasó? Un policía georgiano, mitad en ruso, mitad con gesto de fastidio, dice: “Antes estaba acá, pero ya no. El problema es la política”. Pasó así: el gobierno central de Georgia ordenó a la Municipalidad de Gori que sacara la estatua. Hace poco menos de diez años ya había sido removida de su emplazamiento original, frente a la sede municipal, pero ante las protestas de los nostálgicos del “padrecito de los pueblos” se determinó que se instalara en el patio externo de la casa-museo de Stalin. Así es como la estatua va de aquí para allá según cambian los humores del vínculo entre Rusia y Georgia, es decir, entre la ex Unión Soviética, y la ex república socialista.
Esa relación de dualidad afectiva, cercana a la esquizofrenia, se verifica en el diálogo con una chica de lo más normal, camarera de un restaurant donde se sirve, según prometen, el jachapuri (un pan de queso con huevo frito que diluye las diferencias ideológicas) más rico de la ciudad. “Acá amamos a Stalin –nos dice sin ruborizarse, poco después de llenar las copas con un exquisito vino georgiano de la casa–. Es el héroe de Gori”.
–¿En los tiempos de la Unión Soviética se vivía mejor?
–No, acá no queremos ni a los comunistas ni a los rusos, porque hicieron mucho mal en Georgia…
–Pero Stalin fue el líder de la Unión Soviética durante tres décadas...
–Stalin salvó al país de la destrucción, lo mantuvo unido.
No quiere al comunismo pero reivindica a Stalin. Compleja disociación. En su tono se percibe orgullo y también una suerte de fe religiosa.
El breve diálogo con la camarera lleva al recuerdo de una situación vivida una semana antes de esta experiencia georgiana. En Volgogrado, ciudad situada en la Rusia profunda, decía una señora que administraba el puesto de souvenirs del memorial Mamaev Kurgan: “A mí no me gusta que le digan ‘Volgogrado’ a mi ciudad. Yo sigo diciendo que vivo en Stalingrado”. Como atrás de la vendedora de souvenirs se veía una escultura de cemento de 105 metros (se llama “Rodina mat’ zaviót” –“La Madre Patria Llama”– y solo la espada que blande, apuntando a la eternidad, mide 27 metros) se tomó la decisión de moderar el tono de las objeciones:
–Pero Stalin fue responsable de la muerte de millones de personas...
–Eso yo no lo sé. Son cosas que se dicen. Pero si no fuera por él, hoy no estaríamos acá, porque todo esto sería de los nazis.
La cuestión de la identidad viene persiguiendo a los volgogradenses (o stalingradenses) desde hace un siglo. La ciudad se llamó Tsaritsyn hasta 1925, cuando se la nombró oficialmente Stalingrado, honrando al hombre que la recuperó para los bolcheviques en la guerra civil contra los blancos. A fines de los años 50, la desestalinización de Jrushev convirtió a Stalingrado en Volgogrado, esta vez en honor al Volga, el río que la atraviesa. Pero en 2013 recuperó su viejo nombre solo para fechas puntuales, como el 9 de mayo, Día de la Victoria que conmemora, precisamente, el gran triunfo contra los nazis en la batalla de Stalingrado. Así que, de a ratos, Volgogrado vuelve a ser Stalingrado.
Volviendo a Gori… en la Casa-Museo, las autoridades vienen surfeando con habilidad la grieta entre apologistas y detractores de “Soso” (así le decían aquí de niño, como apelativo de Iosif, y aún hoy hay grafitis que lo recuerdan con ese apodo). Para dar cuenta de las virtudes democráticas de las autoridades del museo, se incluyó en la primera sala una serie de placas que alertan a los asistentes sobre ciertos abusos cometidos por Stalin. Una de ellas informa: “Según datos oficiales, más de 1,5 millones de personas fueron arrestadas en el período 1937-1938, 1,3 millones fueron condenados por cuerpos extrajudiciales, y cerca de 700 mil fusilados”. Lo único que debe molestar a Stalin, esté donde esté, es la foto de Trotsky que algún agente encubierto del imperialismo logró infiltrar en el museo.
Cumplidas estas concesiones, el resto es un panegírico de Stalin, casi sin necesidad de traducir en palabras su espíritu apologético: fotos de Iosif con su madre, con sus hijos, con otros niños, con líderes mundiales; en una habitación se distribuyen objetos que, vueltos a juntar en la imaginación, reconstruyen la quintaesencia de Stalin en la cumbre de su poder: su pipa, su gorra, su tapado militar. Tanto celo se pone en estos recuerdos que allá por 2008, cuando los georgianos entraron en guerra con los rusos por la cercana Osetia del Sur, el director del museo, Robert Maglakelidze, agarró el tapado, la gorra, la pipa, los anteojos, el recipiente donde quemaba los documentos secretos y una caja con los cigarros Herzegovina Flor que fumaba Stalin; se subió a un taxi y no paró hasta llegar a Tbilisi y dejar ese material sensible en un lugar seguro. Cuando las aguas se aquietaron, devolvió todo a la casa-museo.
Aquí, en esta región aparentemente olvidada del mundo, los objetos inanimados cobran vida y están expuestos a conspiraciones, peligros y eventuales reivindicaciones.
No es como en Moscú, donde tramitan de otro modo la representación simbólica del pasado. Unos años atrás, buscando monumentos de líderes revolucionarios cerca de la Plaza Roja con la ayuda de fotos de época, un vendedor nos alertó: “Ya se llevaron varias cosas de acá. Ahora están en un cementerio de estatuas”. Tras buscar en internet, llegamos finalmente a Muzeon, un parque de las artes (donde está la famosa galería Tretiakov) convertido en virtual museo de viejas glorias soviéticas. Una oxidada criatura de bronce reza: “CCCP aplot mira”, una frase que tanto puede significar “URSS baluarte de la paz” o “URSS fortaleza del mundo” (el idioma ruso es muy “dúctil”). Allí se ven, al aire libre, estatuas de Lenin en posturas que celebran, al mismo tiempo, su sabiduría y su coraje; a unos metros, un bloque de piedra con la imagen de Stalin ha sido vandalizado: le arrancaron la nariz. La gente lo mira, se ríe, se saca fotos y sigue su camino. La atracción que ejerce el ex todopoderoso no avanza más allá del coqueteo bolche-kitsch.
En Gori no se verifica el efecto vintage. El interior profundo de Georgia es un terreno poco fértil para la ironía. Anochece en la desolada estación de tren (un detalle: Stalin le tenía miedo a los aviones, prefería viajar en tren; al lado de su casa museo está su vagón personal, intacto, que mandaron traer desde Moscú), y el único ruido que se oye es el de tres perros callejeros que se adueñaron del paisaje. A un empleado de la estación le preguntamos por el horario del tren a Tbilisi, y si es directo, que cuánto sale el boleto, etc, pero la única inquietud real para nosotros, después de un ablandador “Hermosa ciudad, Gori…” es: “¿Qué opina usted de Stalin?”. El hombre no contesta con palabras. Se lleva las dos manos al pecho, se ve que quiere decir algo, pero no le sale.
A través de un altoparlante que funciona mal se anuncia la inminente llegada del servicio a Tbilisi y un puñado de personas se acerca en silencio al borde del andén. Visten sencillamente y parecen llevar la historia marcada en los gestos de la cara. Cuando suben al tren transmiten la sensación de que el “padrecito” Stalin los sigue guiando en el camino a ninguna parte.