Mi ideología sería algo así como una reivindicación de la poesía provenzal trovadoresca, y a la vez un repudio, digamos. Una reivindicación, por la belleza sutil de esas creaciones, por la inigualable musicalidad de esa hermosa lengua. Y un repudio, por la tergiversación, por la manipulación que a través de los siglos se hizo de aquella compleja concepción del amor cortés medieval, que fue convertido, tras sucesivas operaciones de subversión y propaganda, en eso que hoy denominamos amor romántico, que es una verdadera amenaza a la salud pública.

No sé si soy claro, señor fiscal, señores del tribunal, pero bueno, intentaré explicárselos cuantas veces sea necesario, porque debo defenderme, no porque me interese que ustedes entiendan. Ustedes hablan, acusan, propalan descripciones aberrantes, inventan frasecitas. Ya crearon etiquetas para dominar a la población mediante el terror: masacre, asesino serial, psicópata. Los terroristas son ustedes, creo yo, y es por eso que intentaré explicarles, una vez más, mi ideología, o, como dicen ustedes, los luctuosos hechos ocurridos en el estadio durante el recital.

La literatura legó al mundo burgués el sadismo y el masoquismo para su solaz y esparcimiento. Pero a la vez se vengó, sin piedad, instilándole su máxima y más bella y perversa creación, el amor, sombra que asusta y bulto que se menea.

En el actual régimen capitalista del yo, que confina al otro al no‑lugar omnipresente del barullo digital, que le quita exterioridad, el amor se ofrece sin Eros, como consumo, pez de mercado, última filatelia y espejuelo narcisista‑depresivo para un Caribe de estopa y fiberglass bajo un cielo de neón para moluscos de vaporella.

Como hoy escribió Marsilio Ficino en su Facebook: el amor es la peste más perniciosa. La gritería, como ahogo, asusta al hámster que somos. El cuis enredado, el fileto. El sofoco digital produce falta de distancia pero no cercanía, y así nos falta el aire y deambulamos, temblones en la ansiedad, por un desierto de cactus sin espinas, cactus de pan, como El país de Jauja de Brueghel, pero con los cactus de pan se construyen horcas, horcas empalomadas, picoteadas horcas de las que penden muertos‑vivos, indecisos del ser, así, intermitentes en un titilar de Cástor y Pólux en la enramada.  

Mai s'es trist pas gaudir,

çò que podém soniar;

i a pas mai amar dolor,

que veire l'arma morir,

presoèra d'un amor

e o poder pas dire.

Esa canción estaba entonando la multitud, sí, en provenzal, cuando pasó lo que pasó en el estadio. La recuerdo como una imagen hermosa, sobrecogedora. La luz de los celulares se confundía con las estrellas en el firmamento.

El trovador, fenhedor, preqador, entendedor y drutz, todo al mismo tiempo, encarnado en la persona de un bello cantor, embelesaba a la multitud con su canþó. Esa atmósfera maravillosa me transportó a otros tiempos, de algún modo perdí el sentido, o quizás adquirí otros, y así, parece, en esas particulares circunstancias, según dicen los que me acusan, fue que ocurrió lo que dicen que ocurrió.

Pero lo único que yo recuerdo cuando ingresé al estadio es la bella canþó de Elionor d'AquitÓnia, venida desde el lejano siglo XII para iluminar el cielo y las pantallitas de los celulares. Dice así: Nunca es más triste no gozar, de aquello que podemos soñar, que el amargo dolor, de ver el alma morir, prisionera de un amor, y no poderlo decir.

Es allí, en la poesía lírica del siglo XI, la que surge en zonas de frontera, de mezcla de culturas, Provenza, Cataluña, Galicia, allí se desarrolla una expresión poética erótica y apasionada, alejada de las nociones medievales de pecado y culpa.

La literatura operó por entonces como agente de cambio, como portadora de un sentimiento nuevo, innovador, opuesto al poder dominante. El amor surgió como algo personal, individual, como una sensibilidad nueva y revolucionaria que con el correr de los años iba a dar lugar a una nueva forma de subjetividad, y esa nueva forma de subjetividad, esa nueva mentalidad, impulsaría la revolución burguesa.

Pero conforme la burguesía se fue convirtiendo en la clase dominante, esa concepción de amor fue siendo domesticada, deserotizada. La burguesía se aburguesó, digamos, fue la primera vez que se produjo este proceso de degradación. Fue un devenir lento, complejo, en el que intervinieron las mentes más perversas de la humanidad.

Tenemos que remontarnos, claro, a mucho antes de la Edad Media. Platón, Saulo, y después toda la candonga católica, que con todo su sadismo fue capaz de hacer del amor la pústula que hoy nos sojuzga.

En su origen era un amor carnal, adúltero. Pero fue instrumentalizado, hasta convertirse primero en un mito perverso, y después en patología social. Y ni ustedes, señores de la Justicia, ni la policía, nadie de los que ahora me miran fingiendo horror hicieron nunca nada para combatir esta epidemia, esta patología social que destruye la vida de la gente, peor que la cocaína y la estevia.

Pero como no se puede traficar y no es negocio para ustedes, dejan que la gente sufra y reviente infectada de estas perversas concepciones.

Mejor sería dejar a la gente tomar en paz y atacar, en cambio, esta epidemia de mórbida reducción y vasallaje que desde hace siglos viene destruyendo las mentes de varias generaciones hambrientas, histéricas, desnudas, arrastrándose por las calles al amanecer en busca de esquivos fantasmas que no son sino sombras de sombras de sombras de cosas pequeñas y sin gracia que encima nunca existieron. Sombras desleídas en un guiñol de Valle‑Inclán que nunca estuvo.

Tufo budificado en juego lenitivo que siempre comienza bien, con grandes, desmedidas expectativas, belfos, carrillos del buen vivir, ilusiones, sueños y pagodas de andarse sin cuidado. Pero termina seco como un juego de té de Toribios, malamente, con decepción, resentimiento y cargas de plush. Odio, lana mala y violencias de pan. Necesidad y cómica estafa del deseo.

Un camino seguro a la frustración y la cucarda de peltre para las carnestolendas. Aurigas de sorderas. Interdependencia paralizante. Mutua humillación. Hiatus irrationalis. El campo paranoico de las psicosis. La institución de la falta en relación con el objeto. Apego y aniquilamiento. Un impasse del deseo. Agalma huero y vacío en la estacada. Juan Moreira de la anorexia mental en su atolladero. Platón, Poros y Penia como línea de cuatro.

La literatura, la poesía, las canciones, y el arte en general, disfrazaron todos estos síntomas, les concedieron un halo de magia, les confeccionaron una máscara ideal, a medida, una careta que a la vez es una síntesis, cínica, tramposa.

Mi ideología es, señor fiscal, a ver si puedo decirlo de una manera que sea entendible para ustedes, gente de Tribunal, chusma iletrada de letrados, esbirros de la fucking Iustitia, mi ideología plantea que el amor romántico es la gran venganza de la literatura contra la sociedad burguesa.

A través de la propagación del ideal del amor romántico, la literatura se cobra las ofensas recibidas por parte del mercado. Y si yo hice lo que ustedes dicen que hice, que no me consta, no fui más que el ejecutor de esa venganza ancestral.

No hice más que pasar al acto, de convertir en violencia física, la violencia simbólica que desde hace siglos la literatura viene ejerciendo sobre la gente a través de la idea de amor romántico, arruinando vidas y dándole de comer a psicólogos, psiquiatras, especialistas en autoayuda y, fundamentalmente, a la industria de los psicofármacos, más poderosa que la de las armas.

La receta es compleja y solo la literatura y las grandes creaciones del arte son capaces de cocinar todos esos elementos y preparar una ensalada que luzca apetitosa.

Mezcla de desorden hormonal, necesidad genital, problemas familiares, traumas diversos, conflictos de autoestima, egoísmo, soledad, prurito anal, inflamaciones gástricas, y el hecho de ser pobres criaturitas insignificantes arrojadas a la existencia, con todo eso se creó un mito mágico, una trampa caza‑bobos, el embeleso, el encantamiento, la infatuación, la infatuatio, algo asociado a lo sobrenatural incluso, que después deviene en tortura y pone en escena cantidad de fantasmas, una caterva de fantasmas, una estantigua que nos persigue y condena de por vida.

El amor romántico es pura infatuación, un estado de estupidez mórbida que mitologiza lo banal y nos infecta en ese caldo de pringue de vacíos y vidas no vividas.

Si las perversiones que ustedes me asignan fuesen ciertas, no serían más que el paso al acto de antiguas violencias.

Lo que usted, señor fiscal, con tan mal gusto, con tanto morbo, describe sobre lo que presuntamente yo habría hecho con los teléfonos celulares de las víctimas, esas cosas horribles que llegó a comparar usted, en su ignorancia, con empalamientos, no sería más que un paso al acto de la incomunicación que lastra nuestra existencia, y que hace que el ideal de amor romántico funcione como una brava toxina.

O podría interpretarse, ya que todos ustedes, con sus rudimentarias mentecitas, se largan a interpretar lo que dicen que hice, me largo también yo, el acusado, y digo que podría interpretarse como mi manifiesto performativo a favor de una comunicación profunda, visceral ¿no?

Inventaron ustedes un Vlad Tepes digital que ensarta pantallas táctiles en el trasero de los pueblos. O mejor, parieron ustedes un empaleitor que ensarta pueblos enteros en bosques de pantallas, bosques iridiscentes, ominosos, bosques de pantallas que esperan erectas, ávidas del viaje cavernoso. Celulares encendidos que llevaron luz allí donde reinan tan tripudas tinieblas.

De todos modos, yo no fui consciente de mis actos y por ende no sabía lo que hacía. Yo estaba infectado por la poderosa atmósfera de amor romántico que flotaba en el aire, como los versos, como las coblas y las tornadas que tenían en estado de éxtasis a decenas de miles de personas en el estadio. Culpen de lo ocurrido al sirventés, la tensó, la pastorela, la romanza y el alba. ¿Comjat, escondig o descort?

Ben voldria mon cavallier

tener un ser e mos bratz nut.

Así cantó la Condesa de Dia, trovairitz del siglo XII, y así la escuché apenas ingresé al estadio, y en sus versos no hay rastros de la enfermedad que nos degrada. Ella quiere tener a su amante desnudo entre sus brazos, expresa ese deseo, en forma sencilla, con gracia. Quisiera tener a mi caballero, una noche, desnudo en mis brazos. Y frente a tanta delicadeza mancillada por el mercado, ustedes me hablan de aparatos atascados en rectos.

Mi ideología es: pero pazguatos apazguados, el amor romántico, en su actual configuración tardo‑capitalista neoliberal, es darle el Dom excremental que no se posee al ahíto sumidero que lo expulsa por redundar, que no lo deglute, y no se le pasma el tufo ni el tufo de quien dice, con sus dientes en su flojera dice: me escuece un volverme otro, un, no sé, diferirme, cascado, en el futuro, alterarme en un estado otro del ser, la ipseidad.  

Ustedes me comparan con esos yanquis que entran a un lugar lleno de gente con un arma y hacen una masacre. Los yanquis son unos cobardes. Usan fusiles de asalto contra gente inocente. Matan a la distancia, como cobardes. Y son producto del capitalismo. Esos asesinos son los hijos taraditos del mercado.

Por el contrario, el responsable de lo que ocurrió en el estadio hizo lo que hizo en forma artesanal, humana, con amor.

Puso el cuerpo en un cuerpo a cuerpo profundo. Insisto, lejos de ser producto del mercado burgués, como los asesinos yanquis, como los agentes de la Justicia burguesa, no hice más que encarnar la venganza de la literatura contra el mercado, si es que algo hice.

Y no tengo nada personal contra la gente que estaba allí embelesada en el estadium, al igual que lo estaba yo, ni menos contra el bello y sabio trovador, al que ustedes se empeñan en denominar Arjón o Arjona, no sé.

Seguramente se refiere usted, señor fiscal, al Talmud, querrá decir usted Ajer, el que vio al ángel Metatrón, a quien le había otorgado el poder de sentarse a escribir los méritos del amor y entonces dijo: hay una enseñanza según la cual en lo alto no hay tribunal, ni rivalidad, ni cerviz ni fatiga, ni deseos ni fantasmas. Quizás, Dios así lo quiere, dijo, hay la sombra de un bacín en un rincón.

Insiste usted con Arjona, fiscal, pero yo solo recuerdo el perfume de Occitania que flotaba en el aire, la suavidad de las lucecitas de los celulares mezcladas con las estrellas en el firmamento, la danza colectiva de los cuerpos.

Chantars no pot gaire valer,

si d'ins dal cor no mou lo chans;

ni chans no pot dal cor mover,

si no i es fin'amors coraus.

Per so es mos chantars cabaus

qu' en joi d'amor ai et enten

la boch' e‑ls olhs el cor e‑l sen.

No recuerdo nada más. Ustedes insisten con la canþó del tal Arjona, pero yo no recuerdo. Lo intento, pero no lo recuerdo. No, yo no escucho voces donde voces no hay, doctor. En todo caso, pude haber sido apenas el ejecutor de una vieja venganza. Brazo ejecutor de la Justicia poética, Charles Bronson de la lírica provenzal.

Tiempo, no has de jactarte de sus cambios,

oh mi señora, alzan con nuevos bríos las pirámides,

y no son para mí nuevas ni extrañas,

tus décadas nada son ni nada imponen, os desafío,

a ti y a tus anales, toda belleza sois, nada,

nada es como tú, ni la mar en calma,

ni la tempestad, ni mi pobre alma,

centro de culpable limo,

medité en los Himalayas,

vive alma, a expensas de tu servidor,

fui al Infierno y regresé

ya perdí cuando gané.

 

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