Vivimos tiempos crueles, violentos. Los impunes y trepadores marchan a sus anchas por calles y avenidas. Toman siniestras decisiones desde sus madrigueras que llaman despachos, oficinas, juzgados o ministerios.

Si Jorge Luis Borges viviera, podría agregar varias crónicas más a su Historia universal de la infamia. Si Roberto Arlt no hubiera fallecido en 1942 podría multiplicar exponencialmente sus aguafuertes. Si Alfonsina Storni no se hubiera internado para siempre en el océano Atlántico añadiría unas cuantas de sus lúcidas notas a su Libro quemado con sus reflexiones existencialistas como aquella en la que afirma: "En las ciudades argentinas contemporáneas la angustia flota a metro y medio del piso. Discepolín podría componer su Cambalache con múltiples personajes.

Esta mañana, compartiendo la conversación con Juan, un joven que pertenece a la etnia Qom residente en Rosario, y que obtiene el sustento como vendedor ambulante, me contaba hechos cotidianos de violencia institucional: agentes uniformados de la provincia arrebatándole 525 pesos a su hermano cuidacoches, a quien luego de llevarlo detenido le dieron un billete de cinco pesos con dos ceros dibujados. También me relató la balacera contra un primo suyo adolescente a quien le lesionaron una mano cuya movilidad no perdió de casualidad.

Me despido de Juan, salgo, y en una cartelera observo el rostro sonriente de un candidato a gobernador que promete: "Ahora paz y orden".

Indignado, sigo transitando las calles del centro rosarino llenas de contrastes y miserias materiales y morales.

¿Y la grieta?

Se llama lucha de clases.

 

Carlos A. Solero