Desde Río de Janeiro
Como en casi todas sus iniciativas, resulta difícil entender cuál exactamente era el objetivo de Jair Bolsonaro al convocar manifestaciones callejeras en defensa de su gobierno y algunos de sus programas, con énfasis en la reforma del sistema de jubilaciones. Siguiendo otra costumbre, luego de movilizar ejércitos de robots en las redes sociales bajo comando de su hijo Carlos, Bolsonaro dio marcha atrás. Pasó a decir que eran manifestaciones "espontáneas" y que no aparecería en público para dejar claro que no se trataba de una iniciativa personal o de su gobierno.
Las primeras convocatorias distribuidas masivamente en las redes incitaban ataques al Congreso, con foco en los partidos de centro, y eran inusualmente agresivas con el Supremo Tribunal Federal. Varias pedían, además, intervención inmediata de las Fuerzas Armadas para asegurar al presidente espacio para llevar a cabo las reformas pretendidas.
Presionado por los militares que integran el gobierno (de forma delicada, los medios de comunicación dicen que "aconsejado por"…), Bolsonaro dio marcha atrás. Defendió el "derecho democrático" de manifestarse a su favor, pero "respetando las instituciones y actuando dentro de la ley". Si la idea era superar las manifestaciones del miércoles 15, cuando las calles se llenaron para protestar contra los recortes en el presupuesto destinado a la educación, ha sido un fiasco.
Los cálculos más conservadores indican que las manifestaciones contra el gobierno superaron la cifra del millón y medio esparcido por al menos 280 municipios brasileños, y los más optimistas relacionados a ayer apenas superan los 350 mil, y en un espacio que no alcanza la de mitad de municipios.
Si la idea era enfrentarse aún más con el Congreso, muy especialmente con los partidos de centro-derecha y derecha que reúnen a casi la mitad de diputados, el éxito ha sido total.
Uno de los blancos preferidos fue precisamente el presidente de la Cámara, el experimentado Rodrigo Maia, de quien depende nada menos que la agenda de debates. Varios de los asesores más allegados al presidente, lo que incluye a los uniformados que lo rodean, fueron explícitos en advertir a Bolsonaro de los riesgos que enfrentaría al aumentar de manera desproporcional los conflictos entre su gobierno y la Cámara. Además, la extravagante idea de convocar --cuando todavía no se cumplieron cinco meses de mandato-- manifestaciones callejeras de apoyo al gobierno provocó fisuras graves no solo entre gobierno y aliados de derecha, como enfrentamientos dentro del mismo partido del presidente, el PSL, que cuenta con poco más de 10% de los escaños en la Cámara.
Es verdad que la mayoría de las consignas oídas ayer en las calles eran de respaldo al ministro de Economía, Paulo Guedes, y su muy polémica reforma del sistema jubilatorio, y también a Sergio Moro, el ex juez que condenó Lula da Silva sin pruebas y ganó el ministerio de Justicia, y ahora se esfuerza por un "programa anti-crimen" condenado por diez de cada diez juristas brasileños.
Pero es igualmente verdad que hubo mares de críticas especialmente virulentas contra el presidente de la Cámara, Rodrigo Maia, el vicepresidente de la República, general Humberto Mourão, y a los integrantes del Superior Tribunal Federal. Además, no fueron pocos los que defendieron directamente el cierre del Congreso y la disolución de la Corte Suprema y su reemplazo por "gente fiable".
Pese a haber dicho que no tendría ninguna participación en los actos de ayer, Bolsonaro pasó el día entre una y otra red social difundiendo imágenes y mensajes de manifestantes. Dijo que las calles se llenaron de quien se opone a "la vieja política con sus viejas prácticas".
Antes de sentarse en el sillón presidencial Bolsonaro fue diputado por larguísimos 28 años. De "vieja política" conoce bastante. De cómo presidir un país sin destrozarlo, no tiene idea. Ayer, dejó claro una vez más que no necesita oposición para tropezar en problemas. Los fabrica con rara eficacia.