Elegir un tema favorito es una tarea para cada día de la vida. La buena música, la que atraviesa, la que toca y se queda para siempre, acompaña los estados. Entonces, serán miles las obras favoritas, las melodías, los contrapuntos, las letras. Todas coinciden en aquel punto remoto del ser en que celebramos la existencia, ahí donde nos olvidamos de todo para apreciar lo auténtico de la creación genuina.
Cerca de mis 20 años estaba decidido a ser músico de jazz y dedicar mi vida a escribir para big bands. En esa época vivía en Adrogué y algunas cosas no llegaban al conurbano, así que cuando buscábamos música no convencional, nos trasladábamos a Capital. Esta era una disquería de las que ya no hay, sobre la calle Brasil, a pasos de Constitución, el puerto por donde un homus conurbanensis del sur accedía a la metrópolis. Quiso la suerte que, revolviendo casetes en la batea de ofertas, entre Count Baise y Duke Ellington, me llevara lo único que creí interesante que me permitiera completar la oferta de tres por diez pesos, o la moneda de turno que ya no recuerdo cuál era. Era un compilado de tangos por orquestas típicas. Volví a casa y lo primero que hice fue poner en mi viejo radiograbador Ken Brown el álbum de tango. El primer tema que sonó esa tarde en la intimidad de mi pieza fue “Ojos negros”, de Vicente Greco en la versión de la Orquesta de Aníbal Troilo, y marcó profundamente lo que sería mi camino como músico. Era la primera vez que ponía un tango por mi cuenta; no es que desconociera el género o que nunca lo hubiera escuchado, pero solo había sido hasta entonces un consumo pasivo, fruto de alguna radio perdida por ahí. Fue escuchar la cuerda de la orquesta cantando sobre el marcato de fueyes y base para que me diera cuenta de que no había otras alternativas para mí. Supe exactamente hacia donde tenía que ir. Y eso no quiere decir que supiera cómo tenía que transitar el camino del tango, pero sí entendí que no tenía nada que hacer en otros lugares. La conmoción que me produjo fue demoledora. Fue terminar el casete de ambos lados y volver a aquel primer tema una y otra vez. Recordemos que rebobinar en aquel entonces requería de una paciencia marcial, así que esa pausa servía como descarga de mi trastorno obsesivo compulsivo. Entendí que la potencia, la calidad y la posibilidad de identificación que estaba buscando en otras músicas, las tenía ahí nomás esperándome en el tango.
“Ojos negros” en la versión de la Orquesta de Aníbal Troilo, ha dejado huella en todos los que nos dedicamos al tango. Están nuestros temas tocados por su mano, por afirmación, oposición u omisión como también por Pugliese, Gobbi, Piazzolla, Salgán y tantos otros artistas. Su influencia directa o subterránea aparece tanto en aquellos que se dedican a una música más tradicional como en aquellos que apuestan a nuevas creaciones. Porque estamos hablando de un trabajo colectivo de artistas que sostienen el movimiento. En este caso, la excelente composición de Vicente Greco es elevada a través del arreglo de Ismael Spitalnik y la interpretación de la Orquesta bajo dirección de Troilo.
Cuando un artista está conectado con su época, con sus contemporáneos, cuando es parte viva del paisaje que habita, sus creaciones trascienden al paso del tiempo, porque narran las cosas que ocupan nuestros sentidos, nuestros pensamientos. Cuando la obra es honesta con su tiempo, establece un vínculo irrompible y eterno con la verdad. Y ahí es que el arte trasciende; no en las respuestas acabadas, sino en el incesante titubear sobre preguntas, en la indagación profunda y sincera de sus creadores.
Lo que en un primer momento fue conmoción total, dejarse llevar por la robustez de una típica como la de Troilo que te pasa por arriba y te deja nocaut –tanto por el nivel de contundencia en sus momentos más poderosos como por la volatilidad de sus momentos más íntimos–, se transformó con el tiempo y la experiencia en un entendimiento de los detalles, la puntillosidad de la construcción, del trabajo del arreglo, la orquestación y la dirección musical. Troilo traspasa la frontera del tiempo, sigue enseñándome en la difícil tarea que es conceptualizar en tres minutos una temática, condensar una idea, encontrar una forma adecuada para transmitirla. Me pregunto cuántos garabatos, cuántos ensayos han pasado antes de llegar al resultado que hoy conocemos. Y detrás de la sencillez con que la obra se presenta, veo horas y horas de trabajo. Pero no solo del trabajo solitario del compositor o del arreglador; se adivinan, detrás de lo que escuchamos, las noches que han pasado compartiendo con amigos, discutiendo con colegas, amando, negando hoy el amor de ayer. Días y días acumulando vida para luego compartirla de a pedacitos con nosotros en esta música, haciendo presente lo ausente con un arte que se vuelve de todos.
Julián Peralta es pianista y compositor. Su actividad artística se desarrolla al frente de la Orquesta Típica Julián Peralta y del grupo Astillero. Ha desarrollado proyectos de gestión y difusión del tango como La Máquina Tanguera, el CAFF y el Teatro y la Escuela Goñi, entre otros. Es autor del tratado técnico musical La Orquesta Típica: mecánica y aplicación de los fundamentos técnicos del tango. Trabaja como docente en la Escuela de Música Popular de Avellaneda y la Escuela Orlando Goñi. Su música, que incluye obras orquestales, le ha permitido recorrer los más prestigiosos escenarios del mundo, como el Barbican, la Ópera de Praga y el Konzerthaus de Vienna. En 2010 musicalizó la versión de Romeo y Julieta en Londres. Se presentará en la tercera edición del Encuentro Internacional Tango para Músicos, del 9 al 12 de febrero en el C.C. Kirchner, con entrada gratuita. www.cck.gob.ar