(ATENCION: este artículo contiene SPOILERS sobre el final de Game of Thrones)
Uno está en Madrid por cuestiones de trabajo, apenas tres días, un suspiro para tanto viaje pero el laburo es así. Es la hora de la cena en un hotel de Plaza de España. Y de pronto los ojos no dan crédito: ¿Es? ¿No es? No hay dudas, ese que está terminando de comer dos mesas más allá es Ser Davos Seaworth, el Caballero de la Cebolla. Justo cuando empezaba a bajar la fiebre por el finale de Game of Thrones, todo estalla en la sesera otra vez. En una remake de Michael Corleone diciendo "justo cuando estaba saliendo, me meten de nuevo", uno está tratando de despegarse de este mes y medio de epílogo al galope en HBO y ahí está Liam Cunningham, uno de los pocos que llegó hasta el final, uno de los personajes más queribles de toda la historia.
Al carajo con los pruritos del periodista con respecto al cholulismo: cuando el actor irlandés se levanta para irse, uno salta como un resorte, intercambia un par de frases con él y sí, pide una selfie. Al cabo, todas las columnas escritas en este diario no son solo por el juicio objetivo de lo que significó Game of Thrones para las ficciones televisivas, sino también por puro disfrute personal. Cunningham dice que le gustó el final, que no importa lo que se diga por ahí; agradece los elogios y sigue su camino, mientras agrega otro muñeco a la interminable lista de pesados que lo acosan en toda situación.
Y ahí vamos de vuelta con GoT, entonces. Tal como se dijo aquí después del finale, no hay manera de que haya un acuerdo general con respecto al epílogo, y la popularidad de la serie y el fervor que despertó llevaron a opiniones por demás encendidas, un pormenorizado repaso de situaciones de la trama y personajes para argumentar que "la octava temporada fue una porquería" o "la octava temporada estuvo buenísima". Y aunque es cierto que David Benioff y Dan Weiss se jugaron a liquidar todo en seis episodios y así tomaron licencias y atajos, acortaron caminos y concedieron situaciones poco plausibles, hubo críticas muy populares que parecieron más depositarias del deseo frustrado de que las cosas terminaran de otra manera, antes que de un real desastre de producción o de haber "perdido la brújula" con respecto al relato.
Quizás haya puntos para discutir del modo en que cerraron las líneas argumentales, pero Game of Thrones no fue Lost, con sus dos temporadas de más y su final facilista y decepcionante, quizá el único posible para una serie que había perdido el rumbo. Tampoco The Walking Dead, que arrancó con un nuevo soplo creativo para un género tan trillado como la plaga zombie y en algún momento empezó a arrastrarse hasta el tedio. O la misma House of Cards, a la que no sólo afectó el escándalo de Kevin Spacey. Los ejemplos abundan. Pero GoT fue un fenómeno de masas en la era de las redes, con un público consumidor que consideró lógico exigir que se hiciera todo de nuevo a través de una campaña de Change.org. El “on demand” llevado a su máxima expresión, ese Elige tu propia aventura ensayado por Black Mirror.
Si se ejerce la necesaria suspensión de la incredulidad, si se atiende al desarrollo de los personajes y los lineamientos de la ficción original de George RR Martin, en realidad varios de los protagonistas de Game of Thrones terminaron donde debían terminar. Para empezar, la decepción de algunos por el trip mesiánico de Daenerys Targaryen no tiene mayor justificación: quien quiera puede ir a revisar el momento de la primera temporada en que hizo prometer a Khal Drogo ir a Westeros a derrotar a sus enemigos de armadura metálica “a sangre y fuego”, aplicando el devastador método de conquista de los dothraki. Sin Jorah Mormont para el consejo pacificador, habiéndole retirado la confianza a Tyrion y Jon Snow y con Varys incinerado, Khaleesi ya no tenía ningún retén racional para ver las cosas de otro modo. Ahí estaban King's Landing y su odiada Cersei indefensas, y solo le bastaba espolear a su dragón para cumplir el deseo acunado a través de ocho temporadas. Abajo, los norteños se tomaban la esperada revancha por el largo dominio de los Lannister, la decapitación de Ned Stark y los crímenes de la Boda Roja. ¿Que parece demasiado que GreyWorm no dejara de masacrar soldados vencidos solo por ver morir a Missandei? A veces el espectador olvida que los personajes son representaciones de lo humano, y como tales pueden tomar decisiones de toda clase más allá de lo que uno espera de ellos.
Lo mismo corre para Jon Snow. Abundan los chistes sobre la personalidad del bastardo, sus códigos morales, sus posiciones a veces contraproducentes. Pero la última escena de GoT fue el perfecto recordatorio de qué es lo que perseguía el personaje. Suele decirse que los héroes son a menudo personas normales en situaciones extraordinarias, y Jon Snow era el más “normal” de los protagonistas que desfilaron por la serie. No era Eddard ni Robb Stark, no era Tywin o Cersei Lannister ni Oberyn Martell, ni Stannis Baratheon, ni Olenna Tyrell o Petyr Baelish: quienes ven “blando” el final de su arco narrativo están dejando a un lado toda la construcción de una personalidad que nunca quiso el poder, ni en la Guardia de la Noche ni en Winterfell, mucho menos en el Iron Throne. Y seamos sinceros, nunca pareció del todo capacitado para ello. El momento más feliz de Jon Snow fue en una cueva perdida con Ygritte. Que su última decisión fuera irse con los salvajes en pos de la vida que siempre quiso fue absolutamente lógica. Meñique murió por su desmedida ambición de poder. Jon se perdió en un bosque nevado con el alivio de quien nunca quiso los grandes títulos.
¿La “indignación” por Bran Stark / Three Eyed Raven, ese personaje por momentos enervante, al frente de los Seis Reinos? Bueno, Tyrion fue bastante claro en sus argumentos sobre la catadura emocional de los hijos de reyes y la necesidad de la memoria para construir un futuro distinto. Y en un momento pareció hablarle más a los espectadores que a los notables presentes en el cónclave del pozo de dragones: “Nada une más que una buena historia”, dijo, y fue un recordatorio de que, aún para discutir en modo virtual, Game of Thrones unió a millones de personas bajo el influjo de unas cuantas buenas historias.
Para cultivar ese eterno arte, la serie de HBO fijó estándares muy altos. Algo de eso puede verse en el documental The Last Watch, estrenado el domingo, fiel testimonio de la enorme complejidad de la producción y las propias reacciones de actores y actrices involucrados en el proyecto ante la octava temporada. Una vez que se asienta el polvo de la polémica, es necesario poner el foco en lo que dejó Game of Thrones en materia de excelencia televisiva. Resultó más ruidosa la discusión sobre la “oscuridad” de la Batalla de Winterfell contra los muertos, el vasito de la cafetería frente a Khaleesi o la caída sin resistencia de Cersei, pero eso no puede eclipsar la exquisitez con la que se filmó toda la serie. La artesanía de las escenas de banquete donde sucedía de todo, en primer plano y en los márgenes. La sobrecogedora puesta en escena de “Battle of the Bastards” y “Blackwater”, o el impacto de la Boda Roja. Los encuadres de tal magnificencia que quedaban fijados como pinturas. Desde 2011, Game of Thrones construyó una épica que podría haber quedado reservada a los seguidores del fantasy, pero se volvió gigantesca y en la que cabe de todo. Su factura acostumbró al espectador a esperar cosas imposibles: de ahí la paradoja de que muchos no quieran aceptar algunos cierres argumentales por “imposibles”.
Habrá spin offs, habrá otros intentos de aprovechar el fenómeno y en algún momento Mr. Martin al fin concederá su propio cierre, inevitablemente diferente dados los destinos no siempre coincidentes de los personajes en la pantalla y en los libros. Pero los 73 episodios de Game of Thrones dejan una marca más profunda que la tormenta de tuits y la recolección de firmas. Ahora el invierno llegó, y tiene forma de pantalla en negro.