La fotógrafa Mattie Kannard dice amar los graffitis, aunque aclara que ama aún más los intentos por taparlos. “En tanto, en la mayoría de los casos, la pintura utilizada para cubrir el graffiti no se asemeja a la tonalidad original de la pared, el remanente se convierte en una siempre encantadora, a veces torpe, en ocasiones precisa, declaración de color; una oda indeliberada a lo que alguna vez fue. El contraste, una suerte de curita visual, deviene pieza; y el graffiti –lejos de ser olvidado– es espontáneamente traducido, trasladado. Se vuelve más simple, sorprendente, abstracto”, dispara la adoradora de formas emergentes, manchas amorfas, maravillas geométricas. Sin dejar de desatacar cómo “existe un acuerdo tácito entre artistas callejeros y dueños de propiedades de dialogar el uno con el otro. Es el graffitero el que comienza la conversión con su firma, su mural, una frase, una imagen dibujada. El dueño responde pintando encima de ese diseño, buscando desalentar que la performance se repita”. Así introduce Paint Over, una serie de fotografías que precisamente se encarga de capturar el momento en que el propietario ha pasado brocha gorda o rodillo sobre la superficie intervenida, creando lo que Kannard considera “una obra de arte en sí misma”. Y que sitios como Dangerous Minds categorizan como “un pastiche involuntario que recuerda al expresionismo abstracto de Mark Rothko”. Finalmente, en palabras de esta eclipsada damisela, “si usted mira de cerca, encontrará gráciles curvas o inusuales repeticiones. Son capas deliberadas de una charla contenciosa, no verbalizada. Capas de pensamiento”. Ok.