Acampan en las puertas de los tribunales exigiendo justicia, abrazan la huerta comunitaria de su barrio para que no la cerquen, lideran marchas en memoria de sus muertos, se embanderan en nombre de una lucha que se torna gigante y cuesta arriba. Cuando el grito debe ser sostenido en el tiempo para que alguien escuche, allí están ellas. Inamovibles. Mujeres que luchan.

Luchan a brazo partido y con una herida abierta. Como Lita, madre de Claudio Mono Suárez, una de las víctimas del triple crimen de Villa Moreno. «Él tenía frío y yo le decía hijo no te vayas, no me dejes, por favor no me dejes», rememora entre lágrimas esta mujer sencilla y su voz se entrecorta. Ocurría dentro de una ambulancia en las primeras horas del 1 de enero de 2012. Esa madrugada que le dejaría para siempre una ausencia inexplicable.

Lita, acompañada por otras madres y padres, marchó, denunció y se instaló en tribunales hasta conseguir una condena favorable, un fallo ejemplificador. Pero su voz se multiplica en otras voces. En las madres de Emiliano Cáceres y Facundo Aguirre, exigiendo cárcel para conductores alcoholizados. En las mujeres que pelean para que no cierre su fuente de sustento. En las que se plantan al sentirse atropelladas.

 En los barrios periféricos, donde el silencio es sinónimo de sálvese quien pueda, las únicas que a veces señalan las casas de los narcotraficantes y peregrinan para que sus hijos no caigan en las redes del delito, son mujeres. Las que piden ayuda a jueces y fiscales para recuperar a quienes ya todos dieron por perdidos, son mujeres. Claro que existen hombres que luchan y bienvenidos sean.

Pero cada vez más, en el fervor colectivo de los gritos que no cesan ellas ponen su voz, sus convicciones, el cuerpo y la esperanza. Es que en el torrente de sus venas fluye el grito de otras tantas obligadas a callarse, a asentir con la cabeza y morirse esperando, ninguneadas o tildadas de locas. Para una sociedad que las aceptaba trabajando como burras de carga y en silencio si eran pobres, o sonriendo con muequita histérica y postura de muñeca de porcelana, si eran más afortunadas.

Sin embargo, en este fenómeno social de las mujeres al frente de marchas, manifestaciones, reclamos, protestas… no hay edad, ni clase social que las encasille. Y ojo, no es que hayan faltado madres que digan «nada me conmueve más que un hombre que llora»; como si solo el género masculino fuera capaz de llorar por causas válidas (y déjenme decirles que he visto a hombres con más cara de consternación por un dolor de muelas, que mujeres a punto de parir). Pero esos mandatos inculcados por progenitoras convencidas de que ser mujer era sufrir en silencio o vivir en la liviandad más absoluta, han sido desterrados.

Hoy las luchas colectivas en su mayoría son lideradas por mujeres. Algunas tienen las manos ajadas, la espalda doblada, las piernas débiles tras años de caminar sin descanso. Otras llegan fulgurantes. Pero siempre, más allá de la ropa que vistan, el nombre que lleven, tienen la esperanza enhiesta, lista para ser alzada. Con el noble fin de que su dolor se transforme en justicia y esa justicia nos cobije a todos.

Este texto está incluido en el libro Crónicas de la calle, que será presentado este jueves a las 18.30 en la Feria del Libro de Rosario. La periodista de Telefe Noticias estará acompañada por Juan Mascardi, distinguido recientemente con el premio Premio Iberoamericano de Periodismo Rey de España. La reportera gráfica del diario La Capital, Virginia Benedetto, expondrá fotografías vinculadas a coberturas periodísticas.