Aventura es salir a la búsqueda de lo que no se tiene. La inspiración, la iluminación, un trabajo, la memoria, media docena de facturas o las siete Esferas del Dragón, da lo mismo mientras el de los mandados tome como épica esa labor. En los videojuegos las aventuras están siempre aparejadas a los modelos de dos relatos canónicos: el del primer Mario en búsqueda de la Princesa y el de Link en la saga de Zelda. La del fontanero le dio un sentido romántico a saltar y pisotear enemigos en plan arcade y la del paladín incorporó los primeros elementos roleros al mainstream del gaming. Desde entonces, y con distintos grados de espectacularidad y acierto, los estudios desarrolladores de videojuegos vienen buscando la “aventura definitiva”, una quimera que es apenas alcanzable de a ratos. Toda gran aventura es definitiva solo para su contexto (la del capitán Ahab en Moby-Dick, la de Jon Snow en Game of Thrones) y en ésa Days Gone, el reciente tanque gamer para PlayStation, combina un mundo abierto como los de Rockstar Games o Bethesda y una historia de pretensiones cinematográficas como las de los Far Cry o Uncharted, junto a zombies, muchísimos zombies.

Days Gone, el flamante título exclusivo para la consola de Sony, logra darle sentido visual a la idea del no-muerto como un enemigo colectivo, una colonia de necrófagos, un organismo integrado por incontables cuerpos. Las hordas de este título desarrollado por Bend Studio –que hacía 12 años que no firmaba un juego para consola doméstica, desde la serie del Syphon Filter– son su leit motiv, su yeite y su chiste. Con un arma, un palo o una molotov en la mano, un zombie suelto no asusta. Un grupito tampoco, porque ya sabemos sus problemas de atención, su ralenti de reacción y su lógica impráctica. Pero un batallón de zombies, una marcha de milicianos infectados, una congregación de pasmados cruzando la ruta o manijeando a la vera de un arroyo, eso sí puede generar un subidón.

Aprendiendo tanto de la Batalla de los Bastardos como de la infestación de enemigos de arcades onda Plants vs Zombies, este Days Gone tiene sus momentos más intensos entre el despelote de la muchedumbre, en la asfixia del “¡ahí vienen!”. Cuando se entra a una cueva y se sale perseguido por decenas de zombies con alto rendimiento fitness o al toparse con una columna de no-muertos en éxodo de una zona a otra del mapa, que es una representación devastada de la Oregon rural, en el noroeste de Estados Unidos, y como en toda producción estadounidense queda clarísimo porque hay banderas por todos lados. El ensañamiento, la desesperación y el multitasking atañen cuando todos esos monstruos en general atléticos, veloces y rapaces se te vienen encima. Es que lo mejor es cuando los zombies de Days Gone parecen los velocirraptores de la primera Jurassic Park. Lo peor es cuando deambulan por ahí, absortos y estúpidos, incapaces de verte o escucharte a unos metros.

En Days Gone sos Deacon, un millennial sin onda con tatuajes en el cuello, absolutamente podrido de seguir haciéndoles los mandados a casi todos los demás sobrevivientes –acá el que no te dispara es porque te va a pedir algo– y que focaliza su obsesión post fin del mundo en pimpear una moto que pierde ni bien empieza el juego. Desde ahí, con líneas argumentales para el romanticismo, la fidelidad, la fraternidad, la misericordia, el revanchismo y la mezquindad, Deacon comienza una epopeya íntima que está permanentemente interrumpida por las minucias ajenas y amenazada no sólo por los comevivos estos sino también por saqueadores, por un culto perverso y por la fauna.

La historia no da los quiebres de los títulos con árbol de decisiones: en Days Gone hay una línea de juego y la parte del jugador es cumplir las misiones de la mejor manera posible; y cuando se aburre de ellas farmear a lo loco orejas de zombies, repuestos y gasolina para la moto y balas, o también investigar eventos muy preestablecidos donde se obtienen coleccionables poco ortodoxos como discursos o canciones. Y es vital que tenga ese resquicio de exploración para salir de lo monótono de las misiones: pasear el mundo, disfrutar la iluminación, el diseño, la paleta, ir descubriendo la variedad de la naturaleza, sitios de interés, pequeños objetivos fuera de misión y hasta easter eggs.

La mayor parte del tiempo todo se reduce a encontrar a alguien o recuperar algo de algún lugar, todo con un tono genérico y una actitud casi internamente irónica del personaje. A Deacon le jode cada pedido que le hacen, le da paja hacer todo pero igual allá va porque allá lo llevamos. Pero lo repetitivo que se vuelve el asunto no es un problema exclusivo de este fichín sino de la mayoría de los videojuegos de mundo abierto actuales, salvo honrosas excepciones. Bend Studio estuvo bien: no podían hacer The Last of Us, que tiene una historia y una ambientación increíbles pero un andar muy predeterminado, pero tampoco algo de la complejidad de Red Dead Redemption. En lugar de eso generaron un híbrido que es una aventura, es un shooter, de a ratos es un arcade de motocross, es uno de supervivencia y rastreo de recursos, tiene un mundo abierto con belleza, con contenido y con hordas de zombies. Pero que es difícil de disfrutar para quien espera personajes profundos y una historia sólida. Una campaña más breve, menos sobrecargada de misiones inocuas y aburridas, hubiera dado un destilado de narrativa intensa y dejado lugar para hacer después la del fumigador.