Son muchos los que afirman (y es posible que tengan razón) que la derrota es un territorio literario mucho más fértil que la victoria. La derrota es un lugar de frustración y de deseo. Deseo malogrado, deseo postergado, deseo en estado puro. Deseo, a fin de cuentas. ¿O qué otra cosa es el deseo?
El Mundial de Italia 90 tiene, para los argentinos, sobre todo para los que tenemos más de 40 años, un significado emocional ambivalente. Evocarlo nos entristece y al mismo tiempo nos conforta. Nos despierta un orgullo extraño. Un orgullo que no está relacionado con la victoria, sino con una cierta dignidad de la derrota.
El Mundial de 1990 es un sueño trunco. Un sueño orgulloso. Ningún futbolero de ley dirá que Argentina jugó bien ese Mundial. Salvo la semifinal contra Italia, los demás partidos fueron una mezcla de minutos interminables, azares felices, penales inolvidables, lesiones dolorosas y esperanzas que se negaban a morir.
Esa combinación entre mis recuerdos de ese Mundial y sus posibilidades literarias me despertó el deseo de situar algún cuento en su contexto. No era fácil, porque todo el mundo sabe cómo terminó ese mundial para Argentina. Siempre es complicado situar un cuento en medio de un desenlace que todos conocen. Por eso “Un verano italiano” intenta generar un mínimo enigma en medio de una historia que carece de enigma. Todos sabemos que perdimos la final por un penal inventado por el árbitro mexicano cuando faltaban cinco minutos para que terminara el partido. Todos sabemos que Brehme lo pateó bien esquinado, a la derecha de Goyco que adivinó el poste pero no llegó con la estirada. Lo que no sabemos es si un anodino estudiante de Ciencias Económicas de la UBA conseguirá o no conquistar a una belleza que lo tiene enamorado, y que se sirve del Mundial para acercarse paso a paso al interés de ella.
Por ahí va “Un verano italiano”. Por ahí, y por darme el gusto de recordar la –para mí– mejor canción compuesta jamás para un Campeonato Mundial. Me encanta escucharla en la voz de Gianna Nannini. Me encanta.