No puedo escuchar la música del Mundial de 1990 sin entristecerme. Supongo que ustedes saben a qué melodía me refiero. Todos los mundiales tienen la suya. Esa cancioncita que acompaña las transmisiones y que a veces cantan en vivo en la ceremonia inaugural. Creo que la del Mundial de los Estados Unidos se llamó “Gloria” o cosa por el estilo. En México hablaba de “el mundo unido por un balón” o alguna otra pavada alusiva. En el de Corea-Japón no sé cuál fue la oficial, pero aquí en la Argentina se la pasaron dale que dale con la cancioncita del gordo Casero.
La música de la que hablo, si la memoria no me traiciona (y guarda que bien podría ser que me traicione: ya no me acuerdo de las cosas como antes), se llamaba algo de “Un verano italiano” y sonaba como esas canciones tanas de los años sesenta, melodiosas y levemente azucaradas pero no empalagosas. La cantaban un muchacho y una chica de voces potentes y ásperas.
Si a cualquier argentino más o menos futbolero le ponen seis o siete compases de esa cancioncita seguro que la ubica al toque. Y tal vez a más de uno le produzca una sensación rara volver a escucharla. Triste, o nostálgica, o vaya uno a saber qué. Alguno recordará el dolor de esa final contra Alemania y el penal que les regaló ese mexicano turro. Otro preferirá regodearse en el recuerdo del gol de Caniggia a los brasileños. Alguno se sentirá vengado con la definición por penales contra los italianos y sus caras de velorio en el final. Habrá quien no pueda sacarse de la cabeza la imagen de Maradona puteándolos a todos mientras silbaban el himno.
Pero mi tristeza es algo más personal. Si me permiten, más profunda. Me detengo. Releo lo que he escrito y me veo reflejado, mientras escribo, en el vidrio de la ventana. Me pregunto qué hago contándoles a ustedes estas cosas. Yo, con esta cara de gordito pacífico. Estas pecas de pelirrojo. Estos ojos siempre ojerosos. No es que pretenda definirme como feo, guarda. No sé si soy feo. Supongo que soy simplemente anodino, anónimo. Yo mismo recuerdo mi cara porque es mía. Si no fuera mía difícilmente la recordaría. Imagino que a los demás les pasa lo mismo.
Vuelvo a detenerme y a releer, ahora el último párrafo. Es patético, la pucha. Si fuese solamente aburrido vaya y pase. Pero es patético. Cuando mi jefe lo reciba en la redacción no va a pensar, como otras veces, “Trobiani se puso denso”. Seguro que esta vez va a concluir “Trobiani es un pelotudo”. Bueno, que se joda, qué tanto. ¿O se cree que es tan fácil mandar una columna todos los lunes para que salga todos los martes?
Ahora es la madrugada del lunes. La tarde del domingo la pasé en blanco. Ordené papeles. Colgué unos estantes nuevos en la biblioteca. Parece mentira cómo se juntan los libros. Y yo no tiro ninguno. Superstición, supongo. Recibo pilas, carradas, montañas de libros. Y no soy capaz de tirarlos, aunque la mayoría sea un asco. Educación de clase media profesional, supongo. “Los libros no se maltratan, nene”. Esos mandatos quedan. La ventaja de vivir solo es ésa, creo. Puedo ir ocupando las paredes con más y más anaqueles para libros que no voy a leer, pero que tampoco voy a tirar. Terminé tardísimo. Miré un partido de la liga inglesa, y no sé a cuento de qué pasaron algunas imágenes de Italia 90 con la musiquita de fondo. Y fue como si me tiraran un cañonazo en el pecho. Me derrumbé en un sillón y empecé a recordar. No pienso siempre en eso. Pero a veces me ocurre. Más si escucho la musiquita, como me pasó esta noche. Fui paso a paso, día por día, sensación por sensación, hasta que me quedé vacío de recuerdos. Cuando miré el reloj había pasado como una hora. Entonces me levanté y vine aquí, a la computadora, y escribí que no puedo escuchar la música de Italia 90 sin entristecerme.
En esa época yo estaba en la facultad. Según el viejo axioma que reza “Serás lo que debas ser o si no serás abogado o contador”, gastaba mi año número veinticuatro cursando segundo de Económicas. No puedo explicar qué hacía yo estudiando Económicas, pero no me desespera porque tampoco puedo explicar cosas mucho más importantes de mi vida, y aquí estoy, si vamos al caso.
El asunto es que cursaba segundo año y solía parar, antes de que se hiciera la hora de cursar, en un bar de la calle Uriburu, cerca de la facu. Me encontraba con otros tres o cuatro fulanos, conocidos apenas, que compartían conmigo alguna materia. Siempre odié estudiar. Siempre aborrecí estarme quieto, sentado, recitando de memoria párrafos de libros de estudio (no sé estudiar de otra manera). De modo que juntarme con estos tipos me aliviaba en parte la tortura. No importan sus nombres ni interesan sus historias. Tal vez ahora sean Señores Contadores Públicos Nacionales, se hagan llamar Doctores y cobren buen dinero por asesorar a sus clientes sobre la mejor manera de evadir impuestos. No, olviden eso último. Hablo de envidia, porque en mi educación de clase media profesional pesa, y mucho, el estigma de no tener título universitario.
Me estoy yendo de tema, esta historia va a quedar larguísima y, cuando la lea mi jefe, va a querer asesinarme. A lo mejor igual la publican. Todo depende del espacio que les quede a la hora del cierre. Pero seguramente tendrán que tijeretearla por todos lados. Habrá que ver cómo queda después de la poda. Si así, enterita, es insufrible, no me quiero imaginar lo que será la versión compactada. Pero bueno, allá ustedes si terminan leyéndola.
Lo importante no son los tipos que se juntaban conmigo, sino la novia de uno de ellos. La vi por primera vez en abril, un jueves al atardecer, antes de entrar a cursar. La trajo el punto este que estudiaba conmigo, de la mano. No puedo describirla. A las mujeres que he amado no se les ajustan nunca las palabras. Quédense con eso. O déjenme agregar que cuando me miraba yo me sentía nadando en agua tibia. Mejor cuando corrija estas páginas tacho lo último que puse. ¿Qué boludez es eso del agua tibia? Aunque no sé, tal vez lo dejo y alguien me entiende.
Soy un tipo que respeta ciertos códigos. Nunca fui de esos fulanos que tratan de levantarse a las novias ajenas. No va conmigo. De modo que traté de no darle demasiada trascendencia. Pero al día siguiente volví al café, mejor vestido y recién afeitado, esperando verla. Victoria (así se llamaba esa belleza) también estudiaba Económicas, pero estaba unas cuantas materias adelantada con respecto al inútil del novio. Cuando lo acompañaba a nuestras reuniones del grupo se quedaba un poco al margen. Abría algún libro, o sacaba algún apunte, se calzaba unos anteojos pequeñitos que le quedaban hermosos y se ponía a estudiar en silencio. Yo ni la miraba. No digo que me cuidaba de que los demás me vieran mirándola demasiado. No. En todo lo que duraba nuestro encuentro no le dirigía ni un vistazo. Sospechaba que si posaba los ojos en ella los demás iban a apiolarse y no tenía interés en pasar vergüenza. Ya dije que no soy precisamente un Adonis. Y hace trece años era igual de feo que ahora. Y la chica esta no estaba casada pero casi. Estaban de novios poco menos que desde salita verde. Se casaban a fin de año. ¿Qué sentido tenía darme manija con esa mina? Ninguno, ninguno. Pero igual me daba una máquina descomunal. En mayo aprendí que si me sentaba junto a la ventana podía mirarla a mi gusto en el reflejo, como si estuviese mirando para afuera. Debo haberme pasado horas con cara de idiota, con la vista clavada supuestamente en la vereda de enfrente. Los demás habrán pensado que yo era medio filósofo, porque jamás dijeron nada. Así yo podía mirarla hasta cansarme, y como no me cansaba nunca, podía mirarla durante horas. Creo que la observé, en esos meses, más de lo que ninguna otra persona pudo haberlo hecho durante el resto de su vida. Más la miraba, más me enamoraba. Me torné un experto en detectar sus estados de ánimo a partir de mínimos signos subrepticios. Sabía que en sus días malos resoplaba a cada rato, inflando un poco las mejillas. Que cuando estaba contenta se quitaba los lentes cada dos minutos, como si su peso fuera un estorbo. Que cuando algo la preocupaba o le dolía se mordía el labio inferior con sus dientes chiquitos y blancos. Que si alguien le dirigía repentinamente la palabra su timidez la hacía sonrojarse y pestañear varias veces antes de responder. Por supuesto que, tal como comprobé en la primera tanda de parciales, nunca tuve ni la mínima noción de los temas que se estudiaron en esos encuentros, pero ¿qué importancia tenía todo, comparado con ella?
Ya no recuerdo por qué, pero cuando debutó la Argentina contra Camerún estábamos en el café, todos juntos. Naturalmente, durante el lapso que duró el partido nadie tocó un apunte. Cuando terminó, unos cuantos se levantaron masticando bronca. El novio de Victoria se había agarrado una calentura atroz y dijo que se iba a caminar. Los otros tres lo siguieron, y de repente me encontré en el Paraíso. Una mesa de café para seis personas con cuatro puestos vacíos. Victoria y yo. Frente a frente. Nos miramos. No sé por qué ella sonrió cuando estuvimos solos, pero le devolví la sonrisa mientras la cara se me encendía de vergüenza. Comentó algo del partido y que no entendía a los hombres que se ponían frenéticos con el fútbol. No sé qué idiotez contesté, atropellándome con las palabras, porque no podía pensar en nada. Al rato volvieron los idiotas y ella retornó a sus libros. No pegué un ojo en dos noches, recreando una vez y otra vez nuestra primera charla a solas.
El segundo partido fue contra la Unión Soviética, por la tarde, creo que un martes. De nuevo estábamos todos juntos en el café. Cuando se fracturó Pumpido, en la mesa se tiraban de los pelos. Yo, serenamente, dije que Goycochea era un arquerazo, salvo en los centros. Me miraron torcido, pero me mantuve en lo mío. Lo había visto seguido desde la época de la reserva de River, y realmente pensaba lo que acababa de decir. Después del partido Victoria abandonó el café delante de mí. En realidad yo sostuve la puerta vaivén y le cedí el paso, cosa que el inútil del novio no hacía jamás de los jamases. Caminamos juntos la media cuadra que nos separaba de la facultad apenas detrás del resto. Ella dijo que pensaba como yo con respecto a Goycochea. Sentí que me moría de felicidad. Era una estupidez, una trivialidad, pero que lo dijera entonces, lejos de los otros, sólo para mí, creaba algo, una intimidad nueva, un puente que nos distinguía y nos separaba de los demás y nos aproximaba. Me envalentoné y le dije que ese arquero nos iba a llevar lejos. Ella se rió y me dijo que me tomaba la palabra. Yo me hice el serio y juré que la Argentina tenía cuerda para rato en el Mundial. La semana siguiente me pareció estar en el Cielo. En la mesa del café comentaban cada tres minutos la fatalidad de tener que jugar contra Brasil. El novio de Victoria, que la jugaba de entendido, decía que no había manera de ganarle. Los demás asentían o polemizaban. Yo permanecía callado. De vez en cuando Victoria me miraba y sonreíamos. De buenas a primera yo tenía algo con ella. Algo en lo que nadie más participaba. Ese domingo vi el partido en casa, solo. Mis viejos habían salido, no recuerdo adónde. El primer tiempo lo vi con una almohada en la cabeza. Cada vez que las camisetas invadían el área argentina yo me tapaba la cara y rezaba. De más está decir que me pasé cuarenta y cinco minutos medio sofocado y con más avemarías en mi haber que una vieja devota. El gol de Caniggia salí a gritarlo a la calle, con tal desafuero que me estropeé la garganta por una semana. Después me puse tan nervioso que apagué la tele y esperé rezando el final del partido. Cuando iba a encender la radio para enterarme del resultado sonó el teléfono. Antes de contestar supe que era ella. Faltó poco para que dijera “Hola, Victoria” al levantar el auricular. En realidad, hacía unas semanas que miraba de reojo el teléfono esperando ese milagro. ¿Por qué? Nunca tuve la menor idea, pero en esos días yo me movía, a ciegas, con la seguridad de un predestinado. Me recordó mi promesa y me dio las gracias, como si yo hubiese sido responsable de haber ganado esa epopeya. Me reí. Me solté. Probablemente haya dicho alguna frase ingeniosa. Estaba en las nubes. Recién al colgar reparé en la circunstancia de que yo nunca le había dado mi número. De modo que se había animado y con alguna excusa lo había conseguido de su novio o alguno de los otros. Así que habría inventado alguna excusa para llamar a un compañero de su novio. Esa complicidad me llenó de alborozo. Me sentí invencible. Más allá de todas las posibilidades, por encima de todas mis previsiones y superando todas las probabilidades, Victoria se había fijado en mí de alguna forma. Seguramente no me merecía semejante privilegio. Pero yo disfrutaba como un beduino.
Cómo somos los humanos. Qué cosa jodida que somos. Ha entonces yo había estado tranquilo, tranquilísimo. Era punto, perdedor nato, nada, nadita. Por eso me había atrevido a conversar un par de veces con ella. Por eso me habían surgido comentarios ingeniosos. Si seguro que la mina se interesó porque a mí no se me notaba el amor enceguecido que para entonces sentía por ella. Bastó que Victoria me apuntase los cañones con ese llamado del partido contra Brasil para que a mí me entrasen unos nervios galopantes. Ella lo notó, estoy seguro, aunque también estaba rara. Tensa. Seria. Con todos salvo conmigo. A veces era tan evidente que yo temía que el idiota del novio se diese cuenta. A los demás les ladraba; a mí me sonreía. A los demás los ignoraba, a mí me sacaba charla. El novio, más allá de su indudable cretinismo, empezaría indefectiblemente a apiolarse.
Con Yugoslavia jugamos un sábado al mediodía.
La gente en el bar se masticaba los vasos de los nervios. Antes de la definición por penales fui al baño y me crucé en el pasillo con ella. No lo premeditamos. Simplemente se dio así: yo iba y ella volvía, y nos interceptamos involuntariamente en un pasillito de medio metro de ancho. Cuando me miró me dieron ganas de llorar, porque no podía creer que alguien pudiese mirarme alguna vez a mí con esos ojos. Me preguntó con quién íbamos a jugar si pasábamos a Yugoslavia. Contesté maquinalmente que la semifinal era el miércoles, contra Italia. Sin dejar de mirarme me dijo que le encantaría que la viésemos los dos juntos. El corazón se me salió por la boca y escapó dando saltitos por las baldosas grises del pasillo. Con lo que me quedaba de vida le devolví la sonrisa.
Recuerde, amigo lector, lo que usted sintió durante esa definición del partido por penales en que la Argentina lo tuvo para ganarlo, lo tuvo para perderlo, y finalmente lo ganó gracias a Goycochea. Imagine lo que pude haber sentido yo, que además de un pasaje a la semifinal del Mundial me jugaba un encuentro a solas con Victoria. Cuando ganó la Argentina el bar se convirtió en un quilombo. Cualquiera abrazaba a cualquiera, y a la primera de cambio terminé en sus brazos y ella en los míos. Fue un segundo, porque cuando nos dimos cuenta nos soltamos, turbados. Pero el perfume de esa chica... no sé, prefiero no describirlo para no quitarle lo sagrado.
El miércoles elegimos un bar de Once, bien lejos de todos esos fulanos de Económicas, noviecito incluido. Debo haber sido el único argentino que encontró un motivo de alegría en el gol de Italia.
Victoria, apesadumbrada, me aferró la mano y no me la soltó hasta que lo empató Caniggia. Cuando iba a empezar la definición por penales volvió a mirarme como lo había hecho en el pasillo del otro bar. Me dijo que después de la final quería que nos viéramos. Yo asentí. Releo lo que puse. Eso de “asentí” suena muy formal, muy severo. Pero es cierto. Lo único que hice fue mover la cabeza de arriba hacia abajo, porque tenía la lengua paralizada. Victoria no estaba diciendo que nos juntásemos a ver la final. Hablaba de encontrarnos después. Y ésa era la puerta hacia el futuro. El Mundial nos había unido. Terminado el Mundial arrancaría nuestra historia. No cometí la torpeza de preguntar por su novio o por su inminente matrimonio. Simplemente moví la cabeza diciendo que sí. No hacía falta más.
Cuando empezaron los penales volvió a tomar mi mano. Y el abrazo que nos dimos cuando Goyco nos dio otro empujón a la gloria fue más profundo, más largo, más cálido que aquel otro que nos unió después de Yugoslavia. Y no sólo porque estábamos lejos de miradas indiscretas, sino porque era un pasaje, una llave maestra que nos abría la penúltima puerta.
No lo habíamos dicho. Pero el destino de lo que nos estaba pasando iba de la mano con ese derrotero de locos de la Argentina en el Mundial de Italia. Desde ese comentario tonto después de la derrota contra Camerún, pasando por los elogios a Goyco cuando la Unión Soviética, hasta ese abrazo lleno de promesas del partido con Italia. En los días siguientes no pude pensar en otra cosa, naturalmente. Dudo que haya dormido más de cinco o seis horas, si sumo todas las noches desde el miércoles hasta el domingo. La musiquita del mundial me sonaba en los oídos a todas horas. Y no sólo por el tachín tachín de la radio y de la tele, que no paraban de hablar del milagro argentino y todo eso. Me sentía parte del milagro o, más bien, protagonista de mi propio milagro paralelo. Yo era como la Argentina, que seguía avanzando contra todos los pronósticos y desafiando todas las leyes de probabilidades. Los jugadores no lo sabían, pero al ganarles a los rusos me habían mantenido en carrera a mí. Al eliminar a Brasil me habían entreabierto las puertas del Paraíso. Yo me había colgado con ellos del travesaño en el primer tiempo. Yo había esquivado las camisetas amarillas del mediocampo junto al Diego. Mi alma había corrido con el viento y la melena rubia del Cani cuando lo sobró al arquero por la izquierda. Todo mi futuro se había encomendado en las manos sagradas de Goycochea en esos penales memorables.
Victoria me llamó el domingo al mediodía. Nos costó hablar. Estábamos nerviosos. Pero también rabiosamente felices. Acordamos dónde vernos, para evitar a los testigos peligrosos y a las multitudes de los festejos.
El partido lo vi solo, en mi cuarto. Cuando le pegaron a Calderón en el área de Alemania grité penal, me abracé a la almohada y rodé por el piso. Cuando vi que el mexicano se hacía el otario con el “Siga, siga”, sentí que algo se rompía en el futuro que había estado construyendo. Y cuando el delincuente ese les dio el penal de biógrafo que les dio, no pude con mi desesperación y salí a la vereda. El mundo estaba muerto. No se veía a nadie. Me dije que si el Goyco lo atajaba, los gritos iban a anunciármelo. Pasaron los minutos. Entendí que habíamos perdido. Volví adentro y vi los festejos de los alemanes.
Lloré. No sé a qué tarado de la transmisión se le ocurrió pasar la musiquita del Mundial. Yo supe que ésa era la despedida. Mientras el Diego lloraba, y mientras los alemanes recibían la copa, yo me sentí como la Cenicienta a las doce y un minuto. Me miré en el espejo. Me vi como era y como soy. Feo, torpe, desgarbado, insulso. Supe que se había roto el hechizo. Y que Victoria debía estar despertando también del suyo. La imaginé reconstruyendo esas semanas de locos. Seguramente estaría acalorándose al recordar el modo en que me había mirado, avergonzándose al pensar en las cosas que había insinuado, arrepintiéndose al sacar cuentas de hasta dónde había permitido llegar esa historia ridícula conmigo. De modo que le simplifiqué las cosas y le evité el mal trago de tener que decírmelo en la cara. Me quedé en mi pieza, y cada vez que pasaron la musiquita esa del “Verano italiano” puse la tele a todo volumen. Tal vez fue estúpido, pero fue mi modo de despedirme.
Obviamente, jamás volví al bar de nuestros encuentros. Para evitar tener noticias suyas dejé la facultad. A fin de cuentas, no tenía sentido torturarme. Probablemente en el grupito de estudio les haya llamado la atención mi ausencia definitiva. Alguno, tal vez, habrá comentado algo. Otro habrá concluido en que, a la luz de mi rendimiento universitario, había tomado una buena decisión. Y Victoria, mordiéndose apenas el labio inferior, habrá pensado lo mismo.