En esa suerte de desván donde ella también podría estar arrumbada, Mabel examina el mundo del que ya no forma parte. Le sirven una televisión en blanco y negro y un enfermero encantador, que con sus avatares amorosos la acerca a esa desazón de las redes sociales en las que Mabel quiere asomar la cabeza después de pintarse los labios.
Pero Mabel no es una anciana cualquiera porque su vida como personaje le pertenece por entero a una actriz como Rosario Varela. Entonces Las cosas de Mabel se convierte en una aventura porque cada gesto, cada mirada que Rosario realiza para armar a su criatura nos conecta con la vejez desde una variedad de detalles, desde un desconsuelo traducido a los ejercicios de rehabilitación y a esa lucidez que Mabel ensaya casi como una herencia que deja de a cachitos para su hijo y para el enfermero que la cuida. La composición de Rosario es una experiencia que va más allá del texto. Mabel parece una mujer creada por partes, como si Rosario entendiera que esa interioridad que descubre bajo la observación o la intuición requiere ser expresada en un sinfín de acciones que encierran una mirada sobre las situaciones que se producen en escena como una instancia que ya forma parte del pasado. Esa actitud de la vejez que nace de un lugar definitivo, demasiado parecida a una despedida, es abordada en la obra que escribe y dirige Cecilia Meijide, desde una tranquila autoridad que Mabel ejerce de una manera casi invisible. Meijide decide que su dramaturgia va a inclinarse por la comedia y de ese modo se comprende por qué eligió para Mabel a una actriz joven que debe pensar con su actuación la vejez como un procedimiento dramático a ser representado, como algo más del orden de la técnica que de la identificación. Si Mabel hubiera sido interpretada por una actriz que coincidía con la edad del personaje, esta obra hubiera entrado en el terreno del realismo. El trabajo que hace Rosario requiere de un nivel de distanciamiento, de comprensión, de reflexión sobre los modos en que esa vejez se cuenta y se relaciona con los demás personajes que la convierte más en un dato de la estructura que de la anécdota. Incluso en los ejercicios que realiza con el enfermero, el cuerpo es llevado a un lugar dislocado, imposible, donde la artrosis o las limitaciones para moverse se convierten en una pequeña coreografía.
Pero el drama no desaparece porque en el texto de Meijide los personajes masculinos, que de algún modo viven o necesitan de Mabel para lograr su sustento, hacen de la realidad una costumbre bastante incierta y hostil. No solo porque tanto Fabián como Iván sufren el desamor, sino porque su hijo opera como un personaje que sustenta la agonía de Mabel al ir robándole sus cosas para venderlas. En esa sustracción que se acopla a un espacio donde los objetos están excesivamente a la vista, amontonados como si la madre le ofreciera al hijo todo aquello que sabe que va a robarle, el personaje que interpreta con ternura Nacho Bozzolo viene a encarnar una comedia de los desclasados.
En contraposición Iván, al que Ignacio Torres le otorga un humor luminoso, es el enfermero eficiente y dulce que le permite a Mabel indagar en ese universo de los afectos y analizar cómo fue ella como mujer, cómo son las chicas de ahora y cómo la felicidad y el amor duran poco o están allí siempre pero un tanto apagados. Las cosas de Mabel tiene algo de fantasía, de irrealidad, de una actuación llevada al extremo de la ficción para transformarla en la materia, en la verdadera dramaturgia de una obra que tiene la impronta de ese hechizo en el que caen las personas cuando saben que la muerte puede ocurrir en cualquier momento.
Las cosas de Mabel se presenta los jueves a las 21 en Teatro Beckett,
Guardia Vieja 3556, CABA.