Hay quienes creen que hablar de las próximas elecciones equivale a desviar la atención de los problemas de todos los días; de esos problemas que se han acentuado profundamente a partir del triunfo electoral de Macri. En un registro parecido, actúan quienes sostienen que aceptar la agenda de la corrupción estatal-familiar, el desenfreno de la patria judicial y el empleo de la maquinaria de los servicios para atacar a la oposición significa aceptar una maniobra de distracción respecto de las penurias que vive buena parte de nuestra sociedad. Desde aquí sostenemos que no es así, que la acción política consiste en la constitución de una trama interpretativa capaz de darle coherencia a una mirada y a una práctica abarcativa de la vida de una sociedad. Es cierto que el núcleo duro de la política oficial del gobierno de Cambiemos es la transferencia masiva de recursos desde los sectores populares al sector más concentrado de la economía: como dato que ilustra penosamente el proceso, según datos del CEPA (Centro de Economía Política Argentina), el salario mínimo argentino perdió un 29 por ciento de su poder adquisitivo entre diciembre de 2015 y octubre de 2016. Ahora bien, no puede mirarse ese indicador -y muchos otros que apuntan en la misma dirección- de manera separada, por ejemplo, de la represión policial a la protesta social o a la acción psicológica que despliegan los medios hegemónicos (hoy oficialistas) contra la oposición o a la privación ilegal de la libertad de Milagro Sala. El neoliberalismo no se reduce a una política económica, es una cosmovisión, un modo de pensar el país y el mundo, una escala de valores en la que, como dice el Papa, el dinero (la acumulación infinita de dinero) ocupa el lugar principal, el lugar de Dios. 

Hablemos entonces de las elecciones. Para muchos, las legislativas de octubre definirán en buena parte la suerte del gobierno actual, insinuarán o descartarán una rápida “alternancia” en la Casa de Gobierno. La alternancia –ya se ha dicho en esta columna– es la palabra clave de un modo de pensar la política. Es la disputa civilizada y pacífica entre partidos para sucederse entre sí en el gobierno. Para que esa sucesión funcione tiene que existir un cierto piso de acuerdos y de certidumbres entre las partes; de otro modo, no hay alternancia, hay antagonismo. Los valores que suelen enunciarse como sustento de las “políticas de Estado” son plausibles; consisten en la garantía de las libertades, el pluralismo, el respeto por la Constitución. La experiencia de las últimas décadas en el país y en el mundo hablan de otros pilares sobre los que se sostienen las democracias neoliberales: el corazón de estos pactos contemporáneos de gobernabilidad está en la irrestricta posibilidad de concentrar las riquezas en el polo privilegiado de la sociedad, en un Estado concebido como garante de los negocios del gran capital. La alternancia civilizada y las libertades políticas son la otra cara y la condición de posibilidad para que un pequeño número de magnates acumulen proporciones enormes y geométricamente crecientes de la riqueza del planeta. Está claro que esa pax neoliberal está entrando en una profunda crisis de legitimidad a lo largo y a lo ancho del mundo; lo ilustra el Brexit británico, el avance de las fuerzas antisistema y antiélite en Europa y la crisis política que vive Estados Unidos después de la asunción de Trump; también los procesos transformadores en Sudamérica que se inician a fines del siglo pasado y que sufrieron y sufren la erosión sistemática del poder económico nacional y mundial.

Claro que, ciertamente, las elecciones de octubre son una prueba de fuego para Macri y su equipo. Vistas así las cosas, el modo en que empieza el año electoral convierte ese test en un asunto muy complejo para la coalición gobernante. No hubo segundo semestre ni brotes verdes, como no sea en la frondosa imaginación de algunos funcionarios. Sí caída del salario, cierres de empresas y despidos cada vez más masivos, inflación sostenida más allá de los buenos augurios, inexplicables en un contexto de aumentos de tarifas públicas y privadas y de los insumos productivos básicos. Los incentivos a guarecerse en el paraguas oficialista no han desaparecido pero han disminuido visiblemente. Fuera de la coalición pero también dentro de ella: el radicalismo empieza un minué que combina las disconformidades puntuales con algunas prácticas gubernamentales con las exigencias de posiciones en las listas comunes. Dicho sea de paso, la UCR tiene dos peligros: que le vaya mal al gobierno y que le vaya bien. Un macrismo amenazado de rápido declive dejaría en pésimas condiciones a la conducción radical y un macrismo en condiciones de construir un orden político sólido para la reestructuración neoliberal profundizaría la colocación del partido como un adorno cada vez menos necesario.

Desde diciembre de 2015 hasta ahora, el gran enigma electoral es el peronismo, lo que significa la estructura del PJ y los amplios círculos concéntricos que siempre tiene a su alrededor. El enigma ha tenido ya un recorrido. El punto de partida fue una poderosa onda centrífuga que en los primeros meses del año pasado proponía la renovación peronista bajo la voz de orden de la responsabilidad, la gobernabilidad y la autocrítica (entendida esta última como la censura al kirchnerismo). En ese clima se alcanzó la normalización legal del partido rodeada de un clima de fin de época que no atenuaba demasiado la presencia en el interior de la nueva conducción formal de algunos dirigentes identificados con el gobierno anterior. Desde entonces cambió el clima político, al compás del cambio del clima social con el rechazo movilizado a los tarifazos y con los datos declinantes del favor popular con el Gobierno que los sondeos de opinión fueron registrando. Y la síntesis de este movimiento fue y es la popularidad de Cristina, inesperadamente resistente a la persecución judicial y a la calumnia sistemática y cada vez más inescrupulosa a la que la somete la maquinaria mediática. Los “números” de Cristina son uno de los atractivos de estos días. La razón es que, si bien es cierto que en la superestructura justicialista no predominan sus simpatizantes, tampoco abundan los que estén dispuestos a inmolar sus carreras políticas en el altar de un antikirchnerismo clarinista militante; la mayoría del sistema político justicialista es y será pragmático y calculador o no será. La estructura de intendentes peronistas de la provincia de Buenos Aires ha pasado de una centrifugación en la que el lugar central lo ocupaba la diferenciación respecto del kirchnerismo a una especie de prudente armisticio que permite una compleja convivencia envuelta en un renovado optimismo electoral y en lo que podría llamarse una “ideología de la unidad”, según la cual lo importante es ir juntos, de lo demás ya habrá tiempo para hablar. Por otro lado el carácter legislativo de la elección permite y alienta esa política: no estará en juego una candidatura nacional ni las gobernaciones; pueden florecer las mil flores, de manera que la aritmética electoral funcione bien para el conjunto y que los desempeños distritales –especialmente en las provincias decisivas– construyan un inequívoco mapa de la representatividad popular de cada uno.  

También en los anillos más amplios del panperonismo –incluidos centralmente quienes apostaron a Massa después de su rutilante despegue de 2013– las cosas han ido cambiando. Varios de sus referentes más representativos han construido una especie de paraguas discursivo en el que dan por sentado que no son partidarios de Cristina, pero a partir de ese hecho muy evidente han intensificado su crítica al Gobierno en los principales aspectos de su gestión. Hay algo así como el grupo de los peronistas dentro del Frente Renovador que periódicamente dan señales de unidad interna y autonomía respecto de Massa, lo que tiene la doble virtualidad de mejorar la disputa de poder interno y mantener las antenas abiertas a otras formas posibles de ser peronistas. Se verá si esas formas incluyen la disposición a formar listas comunes con “procesados” según la fórmula proscriptiva que suele emplear el dirigente de Tigre. Un capítulo central de esta escena es el que concierne a las organizaciones sindicales y sociales conducidas o centralmente influidas por el peronismo. Marzo asoma como el fin de la tregua de la CGT y el Gobierno. Las múltiples resistencias populares al atropello neoliberal pueden ser también parte del clima en el que finalmente los argentinos hagamos nuestro balance. 

El problema de las mesas de arena del panperonismo es que las estructuras –las dibujadas y las realmente influyentes– tienen una capacidad de control del voto popular en lenta pero sensible declinación. La amplitud política es un requisito crucial en una época en que el sectarismo equivale a complacencia con el gobierno de los Ceos. Pero sin un discurso político claro y una hoja de ruta más o menos perceptible, la unidad puede ser –o ser percibida, lo que en política es lo mismo– como un amontonamiento oportunista, como un reflejo defensivo de una burocracia política que se siente amenazada y está dispuesta a tragar sapos para mantener un lugarcito en la distribución de cargos. A la hora de pensar en renovaciones peronistas no habría que olvidar que en 2003 el movimiento sufrió en plenitud la indignación del pueblo contra la estafa de la alternancia de la época.

No habrá un debate programático posible entre quienes se oponen a la ofensiva neoliberal capaz de prescindir del balance de una época. Pretender una unidad nacional-popular haciéndose los distraídos respecto de la discusión política sobre el sentido de los años kirchneristas puede parecer un buen recurso de marketing electoral pero no sintonizar con un humor popular que está haciendo las necesarias comparaciones de cómo se vivía en diciembre de 2015 y cómo se vive ahora.