Mucho para ver y poco tiempo. Es la ecuación clásica de los festivales sean de cine, de teatro, las Bienales de arte o, como en este caso, de Performance. Rápidamente se desata la ansiedad. La experiencia de atiborrarse la agenda de eventos, cuatro películas por día, dos obra por noche, ni hablar cuando se impone el concepto de “maratones”, no es recomendable para nadie. Como en esos tenedores libres que prosperaron en los 90 y algunos aun persisten. Una de las mejores ideas de la Bienal de Performance, es que transcurre a lo largo de un mes. Es posible seleccionar qué ver con un poco más de calma, sobre todo en experiencias que ponen a prueba la percepción y que impactan, porque se saltean las convenciones para ir directamente a la memoria y al cuerpo. Durante todo mayo tuvo lugar la tercera edición de la Bienal de Performance (o BP, en su variante canchera de nombre), y se pudieron ver experiencias de naturaleza diversa. La Bienal viene siendo un lugar para ver formas escénicas anómalas, muestras que requieren de la interacción, experiencias provocativas y efímeras, donde se ponen en juego espectadores y artistas, sus capacidades de imaginar otros posibles.
Por cercanía espacial, la primera propuesta que vi fue La Rem-Plaza del cineasta y artista Julián D´Angiolillo. Una caminata a cielo abierto por Parque Rivadavia con una mirada atenta a sus últimas y desafortunadas mutaciones. Somos citados en el mástil de Doblas y Rivadavia, y guiados por un hombre parlanchín por puntos claves y la historia tras de ellos: desde las controversias con el escultor José Fioravanti para la realización del Bolívar a caballo –que él quería hacer desnudo, despojado de atributos militares, porque era un pacifista– a la trágica gresca entre punks y skinhead ocurrida en el 96, durante un recital en memoria de Walter Bulacio. La caminata termina con la visión posnuclear de la calle Beauchef que abrieron dentro del parque. Allí donde estaba ubicada la colorida feria de libros y discos, donde sempiternos viejos jugaban legendarias partidas de ajedrez, centro neurálgico de la actividad cultural de Caballito, ahora hay escombros. Un espacio por el que pasaron topadoras, derruido para que pasen vehículos. Es ahí cuando el nombre de la pieza cobra sentido: lo que hace es justamente poner el foco en aquello que se cambia por otra cosa y la huella que deja su ausencia, su des-plazamiento. Un ombú centenario que había cerca de Rosario y sacaron de cuajo hace un año, el libre acceso que se perdió tras el 2001 cuando pusieron las rejas, y ahora, ese espacio de intercambios con la Feria de Libros.
Dos días después tuvo lugar una performance en un espacio cerrado, El C Complejo Art_media, un magnánimo galpón en Chacarita, donde Mariana Obersztern hizo su Blow. Una pieza escénica, sí, pero en la que la directora no estaba enterada de quienes eran sus actrices, ni ellas de lo que tenían que hacer en escena. Había textos previos, música, luces, una directora y unas actrices, pero la aleación, la alquimia de todos los componentes se produjo ante los ojos de los espectadores. A las 20.29, el galpón permanecía cerrado por los cuatro costados y una muchedumbre esperaba en ascuas, pero a la hora exacta las cortinas metálicas se subieron, a la manera de un castillo medieval. La música de Tchaikovsky para el Ballet El lago de los Cisnes sonaba, dotando todo de una pátina sobrenatural. Obersztern, sentada en las alturas de una silla metálica, leía indicaciones desde un atril. La mirada omnisciente, el lugar donde dirigir la batuta. Las actrices ingresaron poco después y lo hicieron en un auto. Envueltas en pilotos vaporosos fueron saliendo de a una y revelando sus identidades: Eran Julieta Vallina, Milva Leonardi, Florencia Bergallo y María Villar. Con un montículo de arena como único mobiliario y fragmentos de un libreto que les acercaban para interpretar en distintos momentos, las actrices hicieron su performance. A veces expresándose sobre su condición de personajes, sobre la tiranía de quienes ponen palabras en sus bocas, sobre si el montículo de arena podría ser considerado mobiliario. El público también fue invitado a reflexionar sobre algunas consigas, anotarlas en papelitos, que luego se proyectaban. Al finalizar el convivio, la directora bajó al piso de los mortales. Y al enfrentarse cara a cara con sus actrices, retrocedió y huyó, a gran velocidad en el auto, como Pierre Nodoyuna.
Al día siguiente, a las 16 horas, el desplazamiento se acelera: una última performance. El director teatral Lisandro Rodríguez toca el timbre de mi casa. Ese es el acuerdo inicial de La Motoperformance. Previa inscripción, el director/conductor va a la casa del partícipe y lo lleva con su moto a algún lugar que éste último elija. Decidí ir al Cementerio de Chacarita donde descansa una amiga que hacía tiempo no veía. El director cuenta que llevó a una chica al odontólogo, a otra a hacer un trámite de adopción. Pienso que las tres cosas –este trámite probablemente movilizante, el dentista y visitar una tumba– son actividades que cuesta hacer solas. Lo central de esta propuesta no es solamente estar con el artista, en la tan publicitada intimidad, sino que él sea tu cómplice para algo, tu facilitador, tu compañía. Arriba de la moto todo parece más fácil, el entorno se presenta embellecido: el viento pega en la cara, las calles definidas por el conductor son desconocidas, los movimientos curvos, elegantes, el barrio de Chacarita se descubre de nuevo. Y algo de esto es lo que propone la performance: una nueva visión de la vida, un movimiento inesperado, hasta llegar a destino.