La economía argentina es siempre tema de debate en los medios de comunicación, las mesas de café, los asados familiares (cada vez menos frecuentes en los tiempos que corren) y hasta en las filas de los cajeros automáticos. Mucho más en un año electoral y en un contexto de fuerte recesión donde los principales indicadores económicos (inflación, crecimiento, desigualdad, pobreza, desempleo y deuda externa), contrariamente a lo que afirmó el presidente Macri en la apertura de sesiones ordinarias en el Congreso (más cercana a la literatura de ciencia ficción que al relato histórico), son todos, sin excepción, adversos. Urge, de este modo, resignificar la realidad, es decir, reescribirla.
Y como no se puede tapar el sol con la mano (o sí), el argumento oficial se centra y se apoya en varias afirmaciones que nutren (y se nutren de) el sentido común, muchas de las cuales no son nuevas ni tampoco son un invento argentino. Para poder explicar y dar un sentido político a la pésima situación social que exima por completo a las medidas de política económica adoptadas desde 2015, es necesario operar (en los dos sentidos que la lectora o el lector está pensando) sobre la estructura discursiva de la realidad. Repasemos algunas de ellas.
Una que se viene arrastrando de semestre en semestre es la “promesa de futuro”: ahora estamos mal pero vamos a estar bien. Es necesario pasar por este tránsito, por este rito (neoliberal), por este camino lleno de espinas (que sólo pinchan a algunos) para encontrar la luz al final del pasillo. El argumento del sacrificio presente unido al paraíso futuro, presenta un fuerte y buscado contenido bíblico, que intenta transformar racionalidades en “actos de fe” o, lo que es lo mismo, ciudadanías en rebaños. Y, si por una de razones imprevisibles, “pasan cosas” siempre estará a mano un nuevo acto de fe para que el futuro e inevitable paraíso si no nos llega a nosotros al menos, llegue a nuestros hijos e hijas.
En términos económicos se nos dice que es necesario bajar el consumo (y por lo tanto el ingreso) presente para posibilitar el ahorro que financie a la inversión. Que es necesario ser un país serio, confiable y con seguridad jurídica que brinde un clima de negocios apto para que lleguen las inversiones. Que es necesario el equilibrio fiscal para reducir la inflación. Que es necesario que el país sea más competitivo. Traduciendo: apertura económica, libre flujo de capitales, devaluación, caída del salario real, jubilaciones, pensiones y asignaciones, flexibilización laboral, reducción del presupuesto público para educación, ciencia y salud, baja de impuestos para las clases acomodadas.
Desde las últimas semanas, se agita también el “fantasma Venezuela” que ocupa la primera plana de los principales diarios y canales de noticias con el doble objetivo de no ocuparse tanto de “lo que pasa acá” y, al mismo tiempo, de funcionar como “advertencia” de lo que va a pasar si no se sigue con este programa económico y este proyecto político. Ergo, la “corrupción populista” lleva así a una situación infinitamente peor de la que se vive hoy. Estamos mal pero podríamos estar peor todavía.
Ajuste
Otro discurso fuerte es que lo que nos pasa hoy en día es por haber “vivido por encima de nuestras posibilidades”. Esto es, la conducta frugal y derrochadora que se tuvo como pueblo durante más de 12 años obligaría ahora al gobierno a revertir esa situación mediante un ajuste que no quieren pero deben hacer. Nos han mentido y el ajuste es la verdad, dolorosa pero la inevitable verdad. Siguiendo el argumento bíblico, fuimos víctimas de un castigo o más bien de una “pesada herencia” que si bien primero se remontó a los últimos doce años, cuando estos fueron insuficientes, se extendió a los últimos setenta. Algo así como un pecado original, el pecado de intentar a través de proyectos populistas e interventores, conducir a un mercado indomable, que reparte premios y castigos con una ética utilitarista (o pretendidamente utilitarista), la única ética posible. De este modo, no se pueden resolver en cuatro años los problemas de tan larga data por lo que se necesita de otro mandato.
Una de la más difundida y arraigada en buena parte de la población es, sin lugar a dudas, la corrupción: “estamos mal porque se robaron todo”. Siguiendo este argumento, la llamada “lucha contra la corrupción y la impunidad” no sólo tendría un contenido moral sino que contribuiría a devolver a la economía al sendero de estabilidad y crecimiento.
Para desarmar el discurso de la corrupción, que desde el proyecto neoliberal amenaza no solo como “llevarse puestos” a determinados políticos sino principalmente a la “Política” como herramienta de transformación social, es necesario abordarla como mínimo desde una mirada instrumental y otra más conceptual.
Desde la primera perspectiva, pensar que el problema de corrupción es la raíz de todos los males es una falacia de composición que tiene la intención de ocultar (y preservar) las estructuras de poder y las políticas públicas afines a las mismas. Para desmoronarla basta con hacer el simple ejercicio mental de suponer que no existiera la “corrupción” (en el sentido restringido que circula en los principales medios masivos de comunicación y que el gobierno utiliza de latiguillo) y ver qué cambiaría al día siguiente en referencia a los problemas sociales y económicos profundos de larga data (desigual distribución del ingreso, restricción externa, fuga de capitales, abultada deuda externa, estructura productiva desequilibrada, matriz agroexportadora, pobreza estructural, desigual distribución de la tierra, por sólo nombrar algunas).
Lo dicho, lejos está de pretender ser una defensa de lo que el gobierno, buena parte del poder judicial y los medios de comunicación afines llaman “corrupción” al estilo “roban pero hacen”. Por el contrario, repudiamos esa corrupción (que debe probarse y juzgarse para cada caso en particular) y, al mismo tiempo, la desvinculamos de los problemas económicos estructurales que, como veremos, tienen relación profunda con otro concepto de corrupción que nos interesa destacar y presentar como alternativo.
Poder
En este sentido, el filósofo argentino Enrique Dussel, destaca que el poder político es siempre delegado, y por lo tanto debe ser obedencial. Es decir, debe obedecer al pueblo, única sede del poder y que lo delega por la imposibilidad material de ejercerlo a gran escala. El poder político se corrompe cuando se cree sede autorreferencial del poder y actúa sin obedecer el mandato popular que, como no puede ser de otra manera, es el bienestar general. Cuando esto sucede, al no poder fundarse en la fuerza del pueblo, debe apoyarse en otros grupos y factores de poder que lo ayuden a someter al pueblo trabajador (organismos multilaterales de crédito, otros gobiernos de similar signo político, medios de comunicación hegemónicos, poder financiero local e internacional, terratenientes y agroexportadores). Complementariamente debe debilitar el poder de la comunidad (del cual se escindió) por ejemplo, desalentando y, en casos, reprimiendo la movilización popular.
El proyecto neoliberal y sus actores vernáculos se corrompen, más allá de las mentiras y falsas promesas de campaña, más allá de sus negociados. Se corrompen, por creerse sede del poder, por separarse de los intereses populares, porque más allá de sus discursos, sus políticas benefician a unos pocos y perjudican a muchos. Se corrompen en tanto expresión política de la actual fase contractiva y de retracción de renta agraria del proceso de acumulación de capital en Argentina (y en buena parte de la región).
La corrupción, en el sentido comentado por Dussel aparece, ahora sí, como la forma de los males que afligen actualmente a la economía argentina y en particular, a la gran mayoría de la clase trabajadora que es la más castigada por la política económica cambiemita. La disputa, una vez más, está y estará, en el campo de lucha de los significados.
* Docente UNGS y UNM. [email protected]
** Docente UNLZ FCS. ISFD Nº 41 (CEMU). [email protected]