Al final de una precaria estructura de maderas que se tambalean y funcionan como andén, Luis Alberto Valor espera bajo del sol. Cada tanto levanta la cabeza y lo mira directamente, para que le pegue en la cara. Lleva casi un año en libertad, luego de haber dejado la mitad de su vida en prisión. Una mujer con dos niños pasa a su lado y lo saluda de forma automática, como a cualquier extraño que se cruza en el camino. El hombre que llegó a ser caratulado como “enemigo público número uno del país”, que lideró la mítica “superbanda” –una profusa organización delictiva que funcionó entre los ochenta y noventa en Argentina–, que tiene en su haber el asalto a 18 camiones blindados, 23 bancos y más de 150 empresas, que midió fuerzas con la “maldita policía”, que protagonizó una fuga cinematográfica de la cárcel de Devoto, levanta su boina y le sonríe. Es la única persona en la estación de Villa Rosa, la última del Ferrocarril Belgrano Norte. Y parece disfrutar de ese anonimato.
Apenas se sube a su camioneta Weekend, que mantiene cuidada pero que exhibe sus años en las marcas sobre la pintura, lanza una pregunta contenida: “¿Y, leíste el libro?”. El “Gordo” Valor –cuyo apodo surgió de lo gruesas que se habían vuelto sus arcas y no por su físico– espera la respuesta con la premura de alguien que necesita confirmar si el trabajo estuvo bien hecho. Lo sobrevuela cierta inseguridad, que desaparecerá por completo cuando deba hablar de sus “hechos”. El libro se titula Mi vida, y es la autobiografía que escribió en una serie de cuadernos Gloria durante sus últimos años en la cárcel. Esos escritos que recrean su pasado delictivo, que muestran zonas desconocidas de su niñez y adolescencia y que por otro lado evitan desnudar los conflictos internos de las bandas que conformó, fueron reunidos y publicados por Editorial Planeta a fines del año pasado.
“Yo no robo más, se acabó esa etapa de mi vida. Ahora escribo”, asegura este hombre de 65 años. Sus ojos de un celeste traslúcido y su rostro duro transmiten una fiereza aquietada. Luego su entusiasmo se enfoca en el proyecto que surgió a partir del libro: una película. Como si hubiese dado cuenta de que estaba por decir algo que no debe, desliza apenas que el proyecto está “avanzado”, que él está trabajando en el guion y que el director será Pablo Bucca. “Escribí mi historia y ahora quiero escribir la de muchos otros delincuentes. En los tiempos que robaba hice mucha plata, me hice rico, pero a la tumba no vuelvo más. Voy a tratar de llegar de nuevo a la cima, pero escribiendo.”
Valor maneja a toda velocidad. Dobla en una esquina donde hay un inmenso santuario del Gauchito Gil y atraviesa casas apretadas con jardines al frente, hasta que el paisaje se abre a terrenos amplios cubiertos de maleza y casas quintas. La suya es una de techos bajos, con un cerco blanco, una pileta tapada con lonas y varios árboles. Allí tiene cerezos, pinos y limoneros. Es una casa austera: dos habitaciones, un baño y el comedor, donde tiene un inmenso barco de madera a medida –hecho por él–, y un televisor. No hay rastros de los grandes botines que acumuló. “Todo se fue en abogados y el resto se lo llevaron cuando me detuvieron”, asegura. “No me quedó nada de todo ese dinero.”
Nancy, su pareja de casi toda la vida, ofrece café y medialunas durante la entrevista. Hace tiempo que las da en cuentagotas. Apenas salió del penal de Urdampilleta, el 5 de julio de 2018, un sinfín de periodistas montó guardia durante varios días en la puerta de su casa. Y desde ese momento solo habla con medios a partir de recomendaciones. “Se quedaban acá toda la noche, me tenía que guardar siempre adentro de la casa. No es fácil confiar, me cuido mucho de con quién hablo. El Servicio Penitenciario les dio a todos mi dirección, mi teléfono”, dice Valor a modo de descargo. “Eso no se puede hacer, ellos tienen que cuidar tu privacidad. Pero conmigo lo hicieron. Me quieren tener toda la vida agarrado.”
Valor aceptó encontrarse con PáginaI12 a partir de la conexión hecha por el periodista y escritor Rodolfo Palacios, a quien considera su amigo y mentor literario, y que es el autor de la introducción de Mi vida, titulada “El último gángster del conurbano”. La otra firma que acompaña el libro es la de Andrés Calamaro, amigo personal de Valor, quien escribe en la introducción: “A principios de siglo solo se hablaba de una banda, además de las bandas de rock; era aquella liderada por Valor, la superbanda. Valor es nuestro bandido ‘mediático’”. En esas dos claves parece fundirse su figura: la de una clase de bandido en vías de extinción, que a fuerza de delitos se convirtió en lo más parecido a una estrella de rock. Y sobre el que flota una insidiosa pregunta: ¿cómo hizo el “Gordo” Valor para vivir por fuera de la ley y convertirse en un personaje admirado?
Los Salvajes
Luis Alberto Valor nació el 15 de octubre de 1953 en San Fernando, Buenos Aires, y comenzó a robar cuando tenía quince años. En ese tiempo se trataba para él de abrir autos y luego venderlos en desarmaderos. Había crecido viendo a su padre trabajar 14 horas por día en un aserradero de Tigre, que tuvo que abandonar cuando una astilla le cegó el ojo derecho. “Nunca nos faltó comida en casa, mi viejo trabajó mucho para eso”, recuerda Valor. “Pero yo sentía que era una injusticia que trabajase de esa manera, que así no podían ser las cosas.” Esas primeras diatribas en contra de un “sistema de opresión” lo llevaron no solo a delinquir, sino también a internarse en la militancia política. Durante los convulsionados comienzos de la década del setenta, Valor se debatía entre agrupaciones de Montoneros y las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), a la vez que empezaba a cometer robos más grandes. Los autos ahora le servían para llegar a las joyerías que saqueaba. Hasta que en 1981 cayó preso por primera vez.
“En esa vuelta, en la cárcel conocí a un grupo que adentro trabajaba en sastrería y que afuera eran terribles caños. Usaban sombrero y se peinaban a la gomina. Les decían Los Salvajes, fueron los que me enseñaron el oficio”, dice Valor, y repite como un mantra delincuencial la serie de postulados que aprendió de esos hombres. “Hay ciertos códigos que yo respeté a rajatabla cada vez que salí a la calle: no maté, no violé, nunca le robé a un pobre ni trabajé con la policía. Por eso es que la gente a mí me mira de otra manera, que me hice popular. Ahora hacen cualquiera. Yo no podría trabajar con los pibes que andan ahora. Están con la falopa, las pastillas, los secuestros. Yo no me meto en eso. Y además… estoy viejo”.
–Desde su última salida, ¿nunca sintió el impulso de volver a robar?
–No, y ya no podría hacerlo tampoco. Lo que pasa es que la tecnología mató a todo el mundo. Ahora tenés cámaras que te filman desde que salís de tu casa. Hay cosas que van evolucionando y uno se queda en el tiempo. Nosotros éramos todo fuerza de choque. Se puede robar todavía, pero tenés que usar la cabeza, y nosotros robábamos con los músculos. Éramos deportistas, entrenábamos todos los días. A un banco yo te digo que se entra igual, pero tenés que ser inteligente. Yo ahora miro para atrás y tengo una lista de más de cincuenta amigos muertos por la policía, una familia que tengo que volver a disfrutar. Me comí tantos años, ¿para qué? Te va cambiando la cabeza.
–¿Sirve la cárcel?
–La cárcel no sirve para nada. A mí me tuvieron diez años sin dejarme salir ni al patio. ¿Para qué sirve una cosa así? Lo que sirve es la gente que va adentro a dar talleres y te ayuda a desarrollarte. El hacinamiento lo tenés que ocupar con cosas útiles, si no perdiste. Cualquier cosa: aprender a cultivar plantitas, hacer yoga, fútbol, boxeo, rugby. En mi caso tuve la suerte de conocer a gente capacitada que me ayudó a escribir, y ahí fui cambiando. Si no tenés otro lugar donde poner la cabeza, ¿en qué la vas a poner? En planificar otro robo.
–¿Siempre robó por necesidad?
–No. El robo es una ambición que nació producto de la necesidad de la gente. En mi época, cuando empecé, era una necesidad. Después se vuelve una adicción, un gusto. Siempre seguía, no quería parar. “Lo importante era llegar a donde estaba la plata”, pensaba. Me decían “allá hay tanto” y yo iba. No me importaba nada más. Hay una adrenalina increíble en esta vida.
–¿La escritura le dio esa misma adrenalina?
–La escritura tiene siempre su poder, pero es muy diferente escribir a vivir esas cosas. Al recordar las cosas que viviste para escribirlas, te trae temor. Perdiste los mejores compañeros, los mejores amigos. Volver a sentir esa pérdida, esa ausencia, es mucha melancolía que te deja la escritura. Te ayuda a interpretar también todo eso que pasó, lo empezás a ver de otra manera. Tienen un sentido nuevo y pensás en cómo aprovecharlo para vivir de otra manera.
La charla se interrumpe con una camioneta que, después de ir y venir por la calle que bordea la casa de Valor, se estaciona en la puerta. “A cada rato vienen”, dice él, antes de pararse y hablar con el hombre que se baja. Lo despide luego de unos minutos. “Leyeron en el libro que yo era amigo de Calamaro, y le quieren pedir dinero para la operación de su hijo. ¿Viste cómo cambian las cosas?”, dice Valor con una sonrisa irónica. “Ahora la gente me viene a buscar para que les consiga plata.”
Sin gamulán
El 16 de septiembre de 1994, Luis Valor se fugó de la cárcel de Devoto, en Buenos Aires, junto a otros cuatro presos. Salieron disfrazados de médicos y policías, disparando y colgándose de sábanas anudadas. La situación fue filmada por una vecina, y las imágenes de Valor lanzándose desde el muro recorrieron todos los noticieros del país y hoy pueden verse en YouTube. En ese momento, pesaba sobre él una condena de 25 años por la muerte de un sargento de policía, cuando ese año un grupo armado intentó robar un camión de caudales. “Yo nunca estuve en ese hecho”, dice tajante. “A mí la policía ya me perseguía desde hacía mucho tiempo, y cuando no tienen con qué dejarte adentro, te tiran un muerto. Yo jamás maté a nadie. Por eso puedo dormir tranquilo.”
Lo cierto es que, desde ese momento, pasó 244 días prófugo y se convirtió en el hombre más buscado del país, lo que le hizo ganar una controvertida fama. Se desplegó un operativo de más de trescientos policías destinados únicamente a encontrarlo, junto a una recompensa de trescientos mil dólares, y hasta se inventó una entrevista televisiva donde un hombre de espaldas aseguraba ser Luis Alberto Valor.
“Eso lo hacen a ver si saltás. Probaban de todo para agarrarme. Quebraron mucha gente buscándome. Encanaron gente que nada que ver”, dice Valor, y busca un camino literario para ejemplificar. “Antes leíamos muchos libros: Allan Poe, Sherlock Holmes. Había investigadores como ésos, pero acá se hacían otras cosas. ¿Cómo llegás a Luis Valor?, ¿qué tiene? Padre, madre, hermano, amigos. Los buscaban y les metían fierros, droga, para que den información. En esa época yo estaba capacitado para hacer desastres. A veces no dormía por dos o tres días. La cabeza te hace eso. El día que me entregué ni siquiera disparé. Fue porque estaba con Nancy, y no quería que todo terminara mal.”
–¿Cuál fue el momento más difícil en su vida delictiva?
–Todo fue difícil y todo se logró. Siempre fue lindo traer la plata, y en dos semanas había que salir otra vez. Todo empezaba con un dato que te vendían. El factor sorpresa estaba de nuestro lado. Una vez hasta simulamos un partido de fútbol antes de entrar a robar. Yo salía con un bolso lleno de armas: ametralladoras, fusiles, Ita cas, cartuchos, granadas “¿A dónde vas, a la guerra?”. Sí, pero a las tres horas volvía. Si tiraba o si me tiraban, yo siempre volvía. Acá estoy.
–¿Le resulta difícil vivir sin todo el dinero que había acumulado?
–Hoy no necesito mucha plata para vivir. No soy una persona envidiosa. Si otro tiene más, que tenga. Yo sé lo que es llegar hasta ahí. Me gusta disfrutar de lo natural. Antes sí me gustaba la noche, el cemento. Hoy creo que cazar es ser dañino. Tengo otra mentalidad. ¿Cuánto voy a vivir yo?, ¿cien años? No me gustaría vivir tanto, sufrir tanto. Diez años más espero. Entonces ya no me sirve el dinero. De noche no puedo andar, me quedo rezagado. Escribo mis memorias y fue. Si esto trasciende un poco más, voy a andar en la calle. Cuando ande con los billetitos para afuera, ahí sí. Tengo guardado un champagne que me regalaron, con mi nombre. Ese día lo voy a abrir.
–¿Por qué cree que se convirtió en un personaje “famoso”, un delincuente que también inspira admiración?
–La gente en el fondo sabe cuáles son los verdaderos delitos, y eso te lo reconoce. Yo he tenido necesidad. El que también la tuvo lo entiende. El delito más horrible es el del tipo que está en el poder y mata de hambre a un pueblo. Hoy este gobierno les saca los medicamentos y la jubilación a los abuelos, eso es un delito grave. Los servicios, el peaje, te aumentan todos los días. Después te sacan la plata con la bicicleta financiera. Te roban de gamulán. Y esos mismos tipos dicen: “Valor es el que roba”. Yo no digo que sea un ejemplo, pero el que cree en eso que le venden es por la ignorancia que tiene. Y el que no, te acepta y hasta te idolatra. Porque sabe que capaz hubiese hecho lo mismo que vos.
Los golpes de unos pájaros en los árboles desvían la atención de Valor. “Ese ruido son los Martín Pescador. A veces me despierto y pienso que están golpeando las manos. Después me doy cuenta de que son ellos y me pongo a escucharlos”, dice, antes de cerrar la entrevista porque tiene una reunión familiar, y ofrecerse a parar en la estación de tren de camino. “Ahora disfruto de estos encuentros, de la naturaleza, que vengan los vecinos”. Y antes de despedirse finalmente, repite con una sonrisa: “Quédense tranquilos, que no vuelvo a robar”.