Cruce entre una leyenda y un tópico social: es una de las definiciones posibles para El río en mí, trabajo que Francisco Lumerman –como dramaturgo y director– acaba de estrenar en su espacio-escuela Moscú. La ficción está construida a partir de algunos disparadores de El malentendido, de Albert Camus. Una planta industrial se instala cerca de una ciudad a orillas de un río y la naturaleza se altera. El río ruge y hay una planta que crece amenazando arrasar con todos. Es la “katupirí”, palabra que en la vida real no significa lo que aquí, de la que el autor se valió para crear este peculiar universo. Actúan Claudio da Passano, Mercedes Docampo, Malena Figó y Elena Petraglia. Se presenta los domingos a las 17 y los lunes a las 20.30 en Camargo 506.
Lumerman confiesa que le costó la vida artística después de El amor es un bien, notable y emotiva obra que fue vista por más de 10 mil espectadores. Un montón tratándose del ámbito independiente. Apareció en 2015 y sigue en cartel (sábados a las 20 en La Carpintería, Jean Jaurès 858, hasta el 13 de abril). Como este espectáculo es una versión libre de Tío Vania, no eran pocos los que le sugerían volver a hacer un Chéjov. “Lo que pasó con El amor… es lo que uno siempre desea pero no siempre pasa. Es un trabajo honesto en cuanto a su texto y armado, su elenco y su no pretensión. Empezar en un lugar tan corrido, sin expectativas, hace que no funcione ninguna lógica sobre qué podría pasar”, dice el creador. “El ejercicio era volver a lo que a mí me daban ganas de contar, y no trabajar para repetir eso. Me costó y me da miedo. Pero cuando más cerca estoy de lo que deseo, menos me importa lo que se diga. Si hago lo que quiero y no viene gente, bueno, igual hice lo que quise”, analiza.
Como sucede muchas veces en el off, es el deseo de alguien de trabajar con otro artista el que motoriza la pieza. Figó había sido dirigida por Lumerman en No daré hijos, daré versos y le habló de volver a trabajar juntos. Luego se sumaron la pareja de la actriz (Da Passano) y su madre (Petraglia). El espectáculo traslada al espectador a un hotel de pueblo del interior a cargo de una madre y su hija –la escenografía es “monstruosa” por lo enorme, en palabras del director–, y la trama se va desplegando en relación a una serie de ausencias y apariciones. Un lenguaje poético construido desde la dramaturgia se entrelaza con la intención de abordar una temática social. Hay un hombre fallecido en trágicas circunstancias y hay un pueblo que ha visto alterada su fisonomía y su espíritu a raíz de la contaminación. La contaminación humana y la ambiental son dos caras de la misma moneda. De ahí el título: las aguas son turbias también adentro.
“Malena y Carlos me hablaron de El malentendido, una obra de la que tomamos algo. Fue un trabajo de a poco. Tardé un año y medio en escribir la obra. Todos seguíamos haciendo 800 mil cosas, nos juntábamos cada tanto y yo les leía lo que iba escribiendo”, cuenta Lumerman. Del texto de Camus tomó apenas “la anécdota”. El hotel, la madre y la hija, la llegada de un hombre que es el hijo de la señora, la posibilidad de que lo mataran. “Lo que me interesó era que personas cercanas no se reconozcan, como pasa con esta madre y su hijo. A partir de ahí se me empezó a armar algo de una leyenda. Tengo ascendencia paraguaya y empecé a leer mucho sobre leyendas guaraníes. ‘Katupirí’ no existe. En realidad, en una gira por San Pablo, descubrí que era un queso… no lo sabía. Escribí mezclando con palabras guaraníes, pero ésa no existe”, detalla el autor, quien a partir de julio integrará en el teatro oficial el elenco de El adulador, clásico de Carlo Goldoni.
–¿Que era lo que le atraía de abordar una leyenda?
–Desde lo formal, me interesaba probar una obra que tenga a la vez obra y relato. Poder acceder a lo fantástico, trabajar sobre la cabeza del espectador. Generar un universo potente que a su vez opere sobre todo lo que no está en la escena. Que el espectador se fuera como si le hubieran hablado al oído. Que, como pasa con el efecto de la leyenda y del cuento, el imaginario se le empezara a armar después. La obra no termina en la obra. Algo de la temática no tiene una solución. Eso me habilitaba a trabajar sobre tópicos menos costumbristas o realistas. Me parecía un desafío generar un mundo onírico y que sea digerible, pasable, que no te aleje. Pensaba en la tradición oral. Muchas de las leyendas que leí eran maneras de asimilar el mundo que estaba alrededor de los que las creaban. Maneras de encontrar una explicación, por ejemplo, a por qué salía el sol. El paralelismo sería, en este caso: ¿por qué el mundo en que estamos viviendo es así? No tanto en relación a la naturaleza sino más bien a los efectos del hombre sobre ella.
–¿Fue complejo establecer un cruce entre una temática social y un universo onírico?
–Hace mucho tiempo que estos temas me persiguen. No entiendo por qué somos como somos los seres humanos. Pero, en concreto, el tema fue lo último que tuve. Tenía el pueblo, la planta que se volvía loca, el río y después hilé con Gualeguaychú. No tomé nada de ese lugar pero sí la idea de que si esa papelera avanza puede destruir todo. Tengo una obsesión con los agrotóxicos. Nadie hace nada, la gente se muere, no lo entiendo… ése es mi verdadero tema.
–¿Cómo se hace para no bajar línea y, al mismo tiempo, no parecer tibio con un asunto tan fuerte?
–La obra demandó un montón en ese sentido. Este es un entramado de víctimas. Estos seres están rotos, por algo que viene de antes o que tiene que ver con el mundo en que están viviendo. Alguien fue y destruyó el pueblo. El teatro no tiene por qué dar lecciones, pero sí problematizar sobre la responsabilidad de todos para que después haya alguien que sale a matar, a afanar… Para no caer en la bajada de línea o en una expresión de mis opiniones, me servía entrar en la complejidad del entramado: el lugar de la empresa, el de ellos, el de quien perdió a alguien. Generar las contradicciones de los personajes y que ese conjunto generara un sentido que yo tampoco domino. Poner estos problemas en la coctelera y que cada uno se pregunte lo que le quepa. También, no pensando en este conflicto por fuera de mí. Cuando la ficción pone los problemas afuera, como si fueran de otros, me parece más sencillo. Lo interesante es pensarse dentro de una sociedad. Esa es la invitación que hacemos al espectador. Todos somos responsables. Por supuesto hay una crítica al mundo neoliberal y despersonalizado que estamos viviendo, pero ese mundo lo hacemos las personas.