La luz se chorrea sobre la figura de Adrián Dárgelos, envuelto en una túnica negra y con el rostro escondido debajo de una capucha medieval. Desciende de forma oblicua, desde uno de los costados del inmenso escenario que la banda montó en el Hipódromo de Palermo. La noche fresca y sin estrellas no permite observar nada más. La banda queda oculta bajo la bruma de un humo blanco que sale de las entrañas de esa mole de caños y pantallas gigantes. En los escasos segundos que funcionan como preámbulo del recital al que auguraron como “el más largo de todos” –un tríptico construido con tres bloques de diez canciones cada uno–, lo que se impone es el silencio. Un silencio atroz de más de veinte mil personas que mete miedo. No alcanza con los arpegios relucientes y lúcidos de “Ingrediente” para trastocarlo. La estampida de gritos recién se desata con la aparición del elemento alrededor del que van a orbitar todos los demás, que va a sostener el clima de intensidad durante las más de dos horas de show: la voz andrógina y seductora de Dárgelos.
Desde su primera aparición para canalizar esa frase que condensa cierto absurdo en las relaciones humanas –“Imagino que a tu forma de ser le sobra / El ingrediente que a mi forma de amar le falta”–, su capacidad para confundir en un mismo movimiento tonos graves y agudos, alaridos y susurros, gemidos y aullidos, grandilocuencia y austeridad, provocación y calma, dolor y alegría, se convirtió en el vector que despejó los fantasmas. Flotaba desde las primeras horas del día cierto resquemor en torno a cómo iban a manejar el pulso de su Festival Discutible, que funcionaba como presentación del disco homónimo y también como corolario de una carrera de casi treinta años. En este punto, la banda no contaba con el factor clave que significa la sorpresa. En una época donde los spoilers se convirtieron casi en una afrenta personal, Babasónicos expuso todas sus cartas antes de jugarlas: en sus redes sociales publicaron las listas de temas de cada bloque. Si el recorrido ya era conocido por todos, ¿qué espacio habían dejado para lo impredecible?
El segundo impacto, detrás de la voz nasal y sexual de Dárgelos y del hipnótico mecanismo de relojería que es Babasónicos, lo provocaron entonces las imágenes. El recital se proyectaba en blanco y negro en las pantallas que estaban a los costados y detrás del escenario. Las cámaras tomaban a cada uno de los músicos en planos cortos y cenitales que buscaban la intimidad de sus movimientos. Los recortes en planos generales de la inmensidad del campo repleto eran captados por drones que sobrevolaban el predio. A través de esas imágenes, uno parecía estar inmerso en dos recitales simultáneos: uno marcado por la exquisitez y la eficacia de las ejecuciones musicales, y otro que se asemejaba más bien a una película de cine noir.
La impresión de estar en dos lugares al mismo tiempo fue abriendo nuevas y lejanas dimensiones en la noche. No importaba que aquellas canciones esperadas para el clímax, como “El loco”, “Vampi” y “El colmo”, fueran parte de la bienvenida. El viaje no estaba dispuesto para descubrir lo que venía, sino para apreciar los pliegues delicados y las inflexiones sutiles que se escondían en cada canción, en cada instrumento. En ese recorrido, apenas opacado por unas pocas fallas en el sonido, no hubo espacio para los exabruptos ni los sobresaltos. Desde la puntualidad con la que se presentaron todas las bandas invitadas al festejo –Conociendo Rusia, Ibiza Pareo, Ca7riel y Paco Amoroso y Juan Ingaramo– hasta la ausencia de palabras de Dárgelos, que se limitó a agradecer y apenas a esbozar: “no hubiésemos soñado con una presentación de Discutible mejor que esta”. No se trataba de hacer explotar al público ni de empujarlo hacia la catarsis, sino más bien de ordenar las piezas para producir una implosión suave y sostenida.
El segundo bloque, luego de un intermedio donde se escuchaban los sonidos de una maquinaria encendida, se inició con dos telones negros que se derramaban detrás del escenario. Sobre ellos se proyectaban bolas celestes que daban la impresión de que la banda se mantenía ahora sumergida dentro de una inmensa pecera. En esa atmósfera líquida fueron hilvanando algunas de las canciones más logradas de su nuevo disco –al que tocaron en su totalidad–, como “Adiós en Pompeya”, “Trans-algo” y “Orfeo”, mimetizados con éxitos pop tan enquistados como “Irresponsable” o “Pendejo”. El ida y vuelta entre el presente y el pasado de una banda madura mantenía la frescura del relato. Ese guión de canciones tan pulido, esa falta de azar que podría haber enfriado la noche, fue lo que finalmente la encendió: un viaje cuyo destino ya era conocido, y que ellos se encargaron de mantener vivo nutriéndolo con su agudeza musical y una impecabilidad estética.
El cierre de la noche, el último de los tres actos, comenzó con su nuevo himno, “La Pregunta”, sumando a casi todos los presentes en ese cuestionamiento existencial que propone: “¿Quién está dispuesto a matar? / ¿Quién está dispuesto a morir?”. Para ese momento, que luego sería potenciado por “Putita” y “Yegua”, Dárgelos ya se había convertido en un Jesús imperfecto que tenía en un puño a su público. Se agitaba, se arrodillaba, levantaba los brazos al cielo y luego exigía “denme más, me tienen que dar más que eso”. Su rostro ojeroso, su figura baja y desaliñada, sus facciones asimétricas, su sonrisa maléfica, todo eso que se vuelve tan atractivo y magnético cuando se pone al frente de las canciones, era ya el centro de esa galaxia electrónica que habían construido. Cuando pidió el último grito, luego de cerrar con “El Maestro” y esa necesidad mística de buscar a alguien que le enseñe a ver, nadie pudo siquiera dudar: veinte mil personas lo despidieron gritando hasta que desapareció detrás del escenario. Hasta que la noche volvió a ponerse fresca y sin estrellas.