Que el californiano de origen mexicano Andy Ruiz haya dado el batacazo más grande de los últimos 30 años del boxeo y sea desde la madrugada del domingo, el campeón mundial de los pesados para la Asociación, la Federación y la Organización (o sea para tres de las cuatro entidades más importantes que gobiernan el pugilismo internacional) es una renovada demostración de cuánto puede lograr una poderosa voluntad de victoria. Pero también una reivindicación a escala planetaria para millones de gorditos entre los que se incluye quien esto escribe. Señores, sí se puede.
Era imposible apostar una ficha por Ruiz viéndolo subir al ring legendario del Madison Square Garden de Nueva York. La flacidez de su cintura que desbordaba los limites del pantalón, el abdomen prominente (léase también panza o busarda), la falta de marcación de su musculatura en brazos y torso y su piel lechosa contrastaban con la imponente figura tallada a mano del hasta entonces tricampeón, el noqueador inglés Anthony Joshua. Daba la impresión de que se trataba de una pelea sin razón, entre un profesional de elite y un practicante voluntarioso. Las apuestas lo habían erigido a Joshua como ultrafavorito en proporción de 33 a 1, nueve puntos por debajo del 42 a 1 de Mike Tyson ante James “Buster” Douglas en 1990.
Pero todas las suposiciones se desmoronaron al cabo de los 19 minutos y 27 segundos que duró un combate memorable. Como un Rocky con más aspecto de obeso en tratamiento que de aspirante a un título del mundo, Ruiz (121.400 kg) se plantó sin complejos, toleró la izquierda en apertura que Joshua (111,900) le disparó con escasa consistencia, soportó una caída en el 3° asalto y con su mazazo de derecha disparado por afuera y desde corta distancia, derribó cuatro veces al otrora orgulloso campeón, dos en el mismo 3° round y otras dos en el 7°. Al cabo de la última, el árbitro Michael Griffin sacó de la pelea a Joshua, cuyas piernas gelatinosas y mirada vidriosa evidenciaban la hecatombe.
Hay algo aún más extraordinario dentro de esta historia extraordinaria. Fue el propio Ruiz quien se gestionó la chance cuando a mediados de abril, el invicto Jarrell Miller, el rival que estaba programado para enfrentar a Joshua en su debut en los Estados Unidos, dio positivo en tres controles antidoping y quedó fuera de la cartelera. Enterado de la novedad, Ruiz le mandó un mensaje al poderoso promotor inglés Eddie Hearn, manager de Joshua, a través de las redes sociales: “Dame la pelea, voy a pelear más fuerte que cualquiera de los hombres que han mencionado y voy a vencer a Anthony Joshua”. Corrido por los tiempos y con la promoción ya lanzada, recién el 1° de mayo, Hearn lo aceptó como desafiante. Por estas horas lo debe estar lamentando, pero no perdió el tiempo: antes de irse del Madison, anunció la revancha directa en Londres para noviembre o diciembre.
Cuando supo que había sido elegido, quedaban apenas cuatro semanas para la pelea. Y Ruiz las aprovechó a fondo bajo la dirección del entrenador californiano Manny Robles. En el pesaje del viernes, los aficionados se mofaron ruidosamente de sus rollos, de su panza y de su aspecto de antiboxeador. Pero él los despreció a todos. “Soy rechoncho y corto, pero rápido como un rayo. Todavía soy joven, tengo 29 años y nunca he sido herido ni he estado en una gran guerra. Esta es la pelea más difícil de mi carrera, pero sé que lograré una gran sorpresa. Soy un hombre de familia y un buen tipo pero, dentro del ring, soy un animal. AJ prepárese. No me subestime ni me pase por alto” dijo. Y fue tal cual. Nunca dudó de que iba a ganar. Y ganó.
También estropeó un gran negocio. Porque Hearn lo llevó a Joshua a los Estados Unidos para empezar a armar la gran pelea unificatoria con el campeón del Consejo, Deontay Wilder, quien dos semanas atrás, había fulminado en un round a su retador Dominic Brazeale, en una tremenda demostración de poderío. En este esquema, Ruiz, pese a su buen record de 32 triunfos (21 antes del límite) y 1 derrota, era una víctima propiciatoria, un pretexto para mostrarlo a Joshua que había ganado por fuera de combate 21 de sus 22 salidas anteriores. Pero que ante Wladimir Klitschko en 2017 y el ruso Alexander Povetkin en 2018, no se había mostrado sólido y confiable pese a haber noqueado en ambas ocasiones.
En el Madison, se derrumbó el edificio. Y en vez de Wilder, ahora Joshua deberá emprender el camino de la revancha ante Ruiz, eso sí en condiciones muy favorables y de local. Pero ya habrá tiempo para eso. Porque hoy el mundo quiere saber de Ruiz. Un muchacho nacido y criado en Imperial Valley, un pueblo a 16 kilómetros de la frontera con México y que endureció su carácter peleando en las calles de su barrio bravo y soportando las burlas por su obesidad. Que estuvo a punto de representar a México en los Juegos de Beijing de 2008. Y que en 2016, ya había tenido y perdido una oportunidad por el título de los pesados de la OMB ante el neozelandés Joseph Parker, que lo derrotó estrechamente por puntos en Auckland.
Que subió al ring del Madison como carne de cañón, mirado con misericordia. Y se bajó con el mismo cinturón que alguna vez se ciñeron Dempsey, Joe Louis, Marciano, Alí, Foreman y Tyson. No fue un milagro pugilístico, fue una proeza de la fe. Lo que vale no es ser campeón sino sentirse campeón. Y Andy Ruiz siempre se sintió campeón. De los pesados y de los gordos. La pinta es lo de menos.