“Todo lo que puse en mi trabajo fue sentido musical. Nunca aprendí ni a soldar un cable, ni entendí el sistema digital. Yo soy musical y analógico”. Así se define Carlos Melero, hombre experimentado en “hacer sonido”, ese discreto oficio en el que como el tercero de un dúo o el cuarto de un trío, al mismo tiempo actuó como oyente privilegiado. El mejor amigo del músico. Y del público también. Reverenciado por Astor Piazzolla y querido y respetado por varias generaciones de músicos argentinos, Melero fue el técnico de sonido muchos de los conciertos de las grandes figuras del jazz internacional que llegaron a Buenos Aires entre los ‘60 y los ‘80. De esa experiencia guarda grabaciones que en gran parte permanecieron quietas en su colección personal y hoy constituyen un tesoro que comenzará a ver la luz de lo compartido. Este miércoles a las 19 en La Cúpula del Centro Cultural Kirchner (Sarmiento 151) dará inicio Melero, la memoria sonora del jazz en Argentina, un ciclo que celebra los cincuenta años de trabajo del sonidista.
Durante los miércoles de junio, Melero hará escuchar parte de su inmenso e invalorable archivo sonoro, momentos históricos que van desde Duke Ellington a Count Basie, de Stan Getz a Dexter Gordon, de Bill Evans a Michel Petrucciani, de Sarah Vaughan a Carmen McRae. En diálogo con el crítico e historiador Sergio Pujol, desgranará sus recuerdos personales y se escucharán partes de aquellos grandes conciertos que con sigilo y un Revox de cinta abierta supo grabar. “Ahí está, es ese”, señala Melero al aparato que lo acompañó durante tanto tiempo. En el estudio de su casa también hay un piano, discos de vinilo y fotos innumerables que lo retratan junto a figuras que bien podrían constituir la enciclopedia musical de los últimos tiempos. “Me llamaban para hacer el sonido de sala y yo me las ingeniaba también para grabar. Lo hacía para tener una referencia de lo que hacía, si había puesto bien los micrófonos, si había sonado bien. Quería saber qué se podía mejorar para perfeccionar mi trabajo”, explica Melero y agrega: “Tuve la suerte de trabajar con grandes artistas, a los que no había que decirles nada, más bien escucharlos”.
Nacido en Santa Fe en 1934, Melero tuvo una sólida formación musical. Virtú Maragno, Luis La Vía, Washington Castro, Jorge Martínez Zárate y Enrique Belloc fueron algunos de sus maestros. “Yo quería ser pianista, pero me di cuenta de que no iba a serlo. Entonces me pregunté: ¿qué puedo hacer con la música? El sonido hacía falta y empecé a experimentar. Mi laboratorio fue el teatro Embassy; ahí grababa a amigos músicos y fui entendiendo cómo usar los micrófonos para captar lo mejor de cada instrumento”, explica. “Un día, Alejandro Szterenfeld me avisó que la Orquesta Sinfónica Nacional haría Sinfonía para ocho cantantes y orquesta, de Luciano Berio, con la dirección de Jaques Bodmer y la participación de los Swingle Singers como solistas. Berio señala en la partitura que las voces van amplificadas. Conté con la ayuda de Enrique Belloc y como la sala, el Cervantes, no tenía acústica, le dimos más intensidad a las voces y corrimos el riesgo de dejar los micrófonos abiertos durante casi toda la obra. Al tiempo Ward Swingle me mandó una carta, agradeciéndome”, recuerda Melero.
Antes, en 1969, Melero trabajó para Count Basie, que llegó con su orquesta al Opera. “En realidad lo que había pedido la producción era un micrófono para que Basie presentara los temas y otro un metro delante de la orquesta. Yo todavía no hacía sonido, pero fui decidido a grabar”, recuerda Melero, que ubica su debut como sonidista más tarde, en 1971, cuando vino su admiradísimo Duke Ellington. “Lo produjo Szterenfeld, y cuando me llamó lo primero que me dijo fue ‘No se te ocurra decir que vas a grabar’. El concierto fue impresionante, duró más de dos horas y lo grabé de punta a punta. En el comienzo está Blackie (Paloma Efrom) presentando a Ellington, que en el final, tras el largo aplauso, hace un bis solo en el piano”, cuenta el sonidista.
De ahí en más pasarían Ella Fitzgerald, Sarah Vaughan, Carmen McRae, Oscar Peterson, Woody Herman, Teddy Wilson, Earl Hines, Bill Evans, Tony Bennett, el Carnegie Hall Jazz Group con John Faddis, entre muchos otros. “Cuando Betty Carter llegó a la prueba de sonido, lo primero que me preguntó fue: ¿Cuál es el micrófono que usó Sarah Vaughan? ¡Se ve que se había corrido la bola!”, se jacta Melero y enseguida trae a cuento a Bill Evans. “Me encantó la primera vez que vino, en 1973, con Eddie Gómez en contrabajo, para mí lo máximo, y Marty Morell en batería. Fue un domingo a las 11 de la mañana, junio, un frío de locos”, evoca el sonidista, que también registra algún revés en su tarea. “Mi primera vez con el Modern Jazz Quartet fue un fracaso. La producción me dio tres micrófonos de contacto para el piano, ¡una locura! Parece que a John Lewis le molestaba el ruido que se produce cuando el martillo pulsa la cuerda y eso lo atenuaba, pero sonaba como un clave amplificado. Me sentí tan mal aquella vez que nunca volví a escuchar la cinta de ese concierto”, cuenta Melero. Más tarde tuvo otra oportunidad: “El MJQ volvió para un festival de jazz en el Opera. Ahí se me ocurrió microfonear el piano con dos Neumann, un micrófono que tiene dos caras, una que toma mucho y la otra menos. Apunté la cara que toma mucho hacia arriba para que tomara lo que rebota en la tapa del piano, y funcionó. A Lewis le gustó”. Revanchas son revanchas.