Cuando Antonio Banderas había regresado al cine de Almodóvar para interpretar el cirujano plástico de “La piel que habito” hace ocho años, parecía que el actor había vuelto a las fuentes que lo bautizaron como una estrella, uno de esos cuerpos que el cine modela para los deseos universales. Banderas regresó como latin lover, ese rótulo extranjero, potenciado por su estrellato en Hollywood, no solo en las películas sino en la vida, como pareja de la actriz Melanie Griffith. Por eso ahora tenía un glam más prefabricado que no era propio del joven de veinte años que seducía más rústicamente en el cine almodovariano de los 80, el chongo estilizado en medio de comedias camp desatadas. Ya multiplicado y reconvertido en franquicia de diseño, Banderas llegó a ser una fragancia que se vende en farmacias. Su cuerpo pareció no aceptar tanta expansión y se la cobró con tres intervenciones cardíacas, la última luego de un ataque al corazón en 2017. Ahora, como un pájaro herido, Banderas vuelve al nido almodovariano, con casi 60 años, para conjugar su experiencia con la del cineasta que le puso el cuerpo en escena. En principio, “Dolor y gloria” es una operación a corazones abiertos, un diálogo al desnudo entre un cineasta y su alter ego, un juego de reflejos que no son narcisistas, porque no están enamorados de su imagen especular sino extrañados, atrapados en el espejo.
Espejo Salvador
Si el mito de Narciso narra que vio su rostro en un espejo de agua y se enamoró obsesivamente de él, el cuerpo de Banderas, exhibido al máximo con un short de baño, aparece primero en “Dolor y gloria” de bajo del agua, como si estuviese atrapado en un espejo, habitándolo detrás, como sucede en algunas películas de Cocteau, que muestran la otra cara de los reflejos, el reverso de la trama.
Almodóvar también lo hace, porque gran parte del relato de esta película opone la vejez a la infancia del personaje, su reflejo invertido. Es que Antonio Banderas interpreta a Salvador Molla, un cineasta que triunfó en los ochenta y que ahora atraviesa una serie de padecimientos, principalmente dolores de espalda y cabeza, que trata de atemperar con la heroína. El resultado es vivir bajo el efecto de una duermevela constante donde casi alucina la infancia pobre y un poco peregrina junto a su madre. En esos dos polos se va moviendo la película, los achaques de la vejez y las primeras experiencias de la infancia. Aparece el primer deseo en la infancia y vuelve el primer amor en la vejez. En ambos casos hay una suerte de shock, de impacto, de extrañamiento, porque el deseo para Almodóvar es siempre como el título de esta película, doloroso y glorioso.
Dimensión corrosiva
A lo largo de sus comedias y melodramas, Almodóvar construyó un cine que fue mayormente caracterizado como gay, tal vez no tanto por representar esa u otras orientaciones sexuales, sino por una fuerte presencia de lo camp y del melodrama como parte de una tradición cultural asociada originalmente con lo gay. Sin embargo, Almodóvar pareciera que siempre quiso descomponer esos lugares estancos de las identidades monolíticas, tanto hétero como gay, lésbica, trans. Hay muchos ejemplos, en casi todas sus películas, de desestabilización, de personajes que tienen ciertos rasgos o consumos que parecen propios o arquetípicos de una orientación sexual pero pertenecen a otra. “Dolor y gloria” es una de sus pocas películas de un personaje con un deseo que podríamos llamar gay, pero donde sus dos metejones/amores en la película son hombres héteros o bisexuales. Por eso, el deseo siempre es torcido, es no consumado o imposible de sostenerlo en una línea de tiempo, de ahí su destino de melodrama. El deseo que aparece en esta película, y en parte del cine de Almodóvar, también tiene la ambigüedad donde éxtasis y tristeza se funden. El reencuentro de Antonio Banderas con su antiguo amante interpretado por Leonardo Sbaraglia tiene una dimensión corrosiva para quienes piensan a lo gay como un deseo lineal, que hacen de esa escena uno de los momentos más conmovedores de esta y de cualquier película de Almodóvar, que supera al reciente monólogo del padre al hijo en “Llamame por tu nombre”.
Intimismo crítico
En principio, “Dolor y gloria” pareciera la película más autobiográfica de Almodóvar, la que más expone un discurso íntimo. Sabemos que estuvo casi aislado, como el personaje protagonista, por empezar a padecer casi todos los mismos dolores; y varios de sus hitos artísticos son parte de la caracterización, incluso en una decisión extrema de dirección de arte, se recreó en un set la casa de Almodóvar, usando sus mismos objetos y pinturas. Esa casa es uno de los sets más importantes de la película. Pero comprometida con obturar la linealidad para pensar las representaciones en toda su dimensión sentimental, la identificación entre Salvador Mallo (Antonio Banderas) y Pedro Almodóvar es posible solo en parte. Es como un juego de las siete diferencias entre persona y personaje, empezando por el nombre que amaga con ser un anagrama pero no lo es. En la película se habla de “autoficción”, lo que podría resumir esa tendencia de mezclar lo real con lo ficcional, de un modo que cada cara potencia la otra. Otra vez el reflejo como paradoja y distorsión. Es un juego, de todas formas, que se acerca desde la realidad para crear un intimismo palpable con un gay en su vejez, sin nunca ser patético ni solamente empático. Más bien es un intimismo crítico.
Barroco español
En un momento en la película aparece el póster de la película Diferente (1961), protagonizada y escrita por el coreógrafo argentino Alfredo Alaria (1930-1999), que se exilió en España y realizó la única película explícita sobre la homosexualidad durante el cine comercial franquista. Puede que de esa forma, Almodóvar reconozca la influencia en su cine de aquella película de homoerotismo camp. Al menos, la evidente erotización de un obrero de la construcción de aquella película podría ser un paralelismo cercano con el personaje del albañil en “Dolor y gloria”, quien es el objeto de deseo del niño Salvador. Claro que no es el único referente que aparece explicitado. Como siempre, Almodóvar pone en los márgenes de sus películas muchas claves y pistas que se pueden usar para redimensionar sus historias; acá aparecen el Pier Paolo Pasolini de “Mamma Roma”, la Lucrecia Martel de “La niña santa”; el Luis García Berlanga de “El verdugo”; la Marilyn Monroe de “Niágara”; el Tennessee Williams de “Gata sobre el tejado de zinc caliente”; entre otres. Aunque parece una película sobre la propia experiencia, más directa y menos mediada, Almodóvar sigue dialogando con otras voces en su típico guión barroco deidas y vueltas con sus propias afinidades afectivas.
Parte materna
Almodóvar escribe un nuevo capítulo aquí sobre su madreFrancisca Caballero, que termina siendo una suerte de nueva entrega del folletín formado por todas las encarnaciones (la mayoría interpretadas por Chus Lampreave) o presencias de ella y otras madres en sus películas. El “Todo sobre mi madre” no existe, siempre hay algo más. Y acá su madre está duplicada: es Penélope Cruz cuando tiene que criarlo frente a situaciones bastante precarias; es Julieta Serrano, en los últimos días que compartió con su hijo. El inicio y el fin de la relación con su madre también es una forma de poner en crisis las representaciones de su cine. La madre funciona como crítica, pone en crisis las formas de retratarla a ella y a sus vecinas. Almodóvar le dice que aprendió todo de ellas. Ella insiste que el retrato no es válido. Al inicio de Dolor y gloria con la secuencia de las mujeres cantando y lavando las sábanas en la orilla de un río parece insistir en otra de las representaciones de su vida pueblerina, de su madre y sus vecinas. Una de ellas es Rosalía, una estrella de la canción que mezcla flamenco y hip hop, y que solo le faltaba aparecer en el cine de Almodóvar para salir del closet como ícono LGBT. Esta secuencia tiene una alta densidad poética dentro de toda la película, pareciera el comienzo de un gran musical de época, y tal vez sea la forma de redimirse con su madre.
Teatralidad marica
Parte de la experiencia de la vejez que plantea la película tiene que ver con la soledad. Con desearla, padecerla y combatirla. El cineasta interpretado por Banderas trata de reconciliarse con el protagonista de una de sus películas con quien no se habla desde hace 30 años. Los termina de reunir la droga. Es otra más en la colección de comuniones entre parias en las películas de Almodóvar. En esa nueva relación entre locas, una donde existe la complicidad y la comprensión pero también la crueldad entre mariconas, tiene algunos de los momentos en que la película amaga con ser una comedia, con salir de cierta tristeza. De esa nueva amistad también nace la reflexión sobre la posibilidad de representar lo biográfico, el melodrama, el llanto, sobre la teatralidad queer, la relación del cine y del teatro, temas que vuelven en el cine de Almodóvar como vuelven les amigues de verdad.
De tripas, corazón
Dolor y gloria se presentó en el último Festival de Cannes, que terminó a fines de mayo y donde el único reconocimiento que tuvo fue el premio a Antonio Banderas como Mejor Actor de toda la competencia oficial. Es casi imposible de no aplaudir las sutilezas de la interpretación de Banderas, incluso todo lo de mimético de su personaje con Almodóvar, de quien usa su ropa y su peinado. Además, siendo una película muy contemplativa, la interpretación es crucial y Banderas sale airoso en planos largos donde puede incluso sostenerse en silencio, revoleando los ojos o entregando su corazón dañado a través de su mirada perdida.