Pocas obras en el cine argentino merecen a la vez el adjetivo de obra de arte y el estatus de clásico como Los muchachos no usaban arsénico (1976) de José Martínez Suárez y se suele decir que a los que ostentan ese doble epíteto no conviene tocarlos ni revisitarlos. Lamentablemente, El cuento de las comadrejas viene a comprobar que ese axioma se cumple aun cuando se trate de un elenco de buenos actores –Luis Brandoni, Oscar Martínez, Marcos Mundstock y Graciela Borges– al mando de un director prestigioso como Juan José Campanella.
En reiteradas ocasiones se ha analizado las magistrales maneras en que Los muchachos…, como buena hija de su tiempo de producción, supo captar el imaginario social terrorífico fruto del golpe de Estado. Transitando por ambientes asfixiantes los ancianos protagonistas –interpretados por Narciso Ibáñez Menta, Arturo García Buhr y Mario Sofficci– se divertían sobre las tumbas de un cementerio, cambiaban la identidad de una víctima en una lápida o disolvían en ácido el cuerpo de otra y hacían juegos de palabras que expresaban en clave bastante explícita el terrorismo de Estado: cadáver-averiguar, necropólis-policía, inanición-sionismo. Como si fuera poco, el personaje interpretado por Bárbara Mújica, advertía que la mujer de uno de los ancianos se esfumó y que merced a la acción de los viejos asesinos “todo se traspapela ¡hasta las personas!” Y una tras otra, sobreabundaban las referencias que daban cuenta del siniestro contexto pasando por alto el filtro de la censura en abril de 1976.
Pero Los muchachos… era también un canto burlón a esa amistad porteña que, cargada de misoginia, llenó las letras de tangos, la que creció en bares e hinchadas de fútbol, aquella homosociabilidad o comunidad de hombres solos que alguna vez Scalabrini Ortiz definió como “una caricia de varones que no se doblega ante el destino”. Parodia a Los muchachos de antes no usaban gomina y a las “amistades particulares de los hombres”, el objetivo final de los crímenes de los viejos era conservar una forma de vida feliz que los mantenía juntos y de las que quedaban excluidas las féminas. Con innumerables citas cinematográficas y referencias, entre las que cabe destacar La muerte camina en la lluvia (en donde Carlos Hugo Christensen describe también una comunidad de hombres solos y asesinos que viven juntos) el orgasmo del público gay-lésbico posiblemente llegaba a la cumbre con la actuación otoñal de Mecha Ortiz como una diva en decadencia con reminiscencias del personaje de Gloria Swanson en “Sunset Boulvevard”.
“El cuento de las comadrejas” es también hijo de su época. Y eso que pudo haber sido un punto a favor –el tópico de la batalla entre los sexos que culmina en los femicidios de las esposas presente en la versión original podría haber recibido una novedosa lectura en el marco actual de las luchas de las mujeres, por ejemplo– se convierte en una de sus principales fallas porque parece absorber –y no denunciar como en el caso de “Los muchachos…”– algunos de los peores rasgos de los valores hegemónicos circulantes-. En función y en nombre de la tan mentada corrección política, El cuento… relega los aspectos más radicalmente misóginos presentes en los personajes masculinos originales –confundiendo quizás el hecho de que en “Los muchachos…” los misóginos eran los caracteres y no la película que por el contrario se reía en clave de comedia negra de la misoginia– y en ese afán pierde gran parte del encanto, de la provocación y de la poética perversa de los hombres solos. Así la batalla entre hombres por un lado y mujeres por el otro del film de Martínez Suárez se metamorfosea en la versión de Campanella en batalla generacional, en una nueva guerra del cerdo a lo Bioy Casares, entre los viejos piolas y los jóvenes ambiciosos –interpretados por Nicolás Francella y Clara Lago– donde lo que parece estar en juego no es ya el amor maldito de los varones seniles sino quienes son los más vivos para engatusar a los otros. De igual manera, la alusión a las comadrejas del título original remite al tono de fábula de darwinismo social que impregna la película y la preciada estatuilla dorada en que se centra la cámara como símbolo del pasado esplendoroso de la diva –ahora interpretada por la siempre magnífica Graciela Borges– se aleja del lirismo de las imágenes de las películas en blanco y negro que miraba Mecha Ortiz para hacernos pensar en el triunfo arbitrario de los valores meritocráticos, individualistas y ¿por qué no? neoliberales de Hollywood.