No sé si hace falta una descripción muy extensa. Una ameba es una ameba, acá y en la china. Aunque seguramente en la china ameba no se escribe ameba.

Como sea, vi entrar una ameba en el salón. Gelatinosa, arrastrándose, sin forma definida y sin color. Una ameba.

De ninguna manera se me ocurrió que ese organismo amorfo podía ser el profesor. Todo lo contrario. Me dije preguntándome cómo una persona así puede estar interesada, o conectada con, o más allá aún y más importante, el deseo de aprender algo. Bueno, y no lo estaba, no. Estaba conectada con el deseo de enseñar. Y así lo hizo, aunque, como dije, ni una seña daba de estar conectado con algo.

Era un grupo bastante grande, teniendo en cuenta la época del año y el horario. Un curso de posgrado que la mayoría estaba tomando solo con la idea de aumentar el puntaje curricular, con lo cual se podía inferir que importaba poco si tal curso iba a ser dictado por un humano o un ente de otro tipo. Como era este el caso.

Me acomodé en la silla lo mejor que pude dispuesto a soportar dos horas de inmovilidad, y me dispuse a la escucha como quien se dispone a una ducha helada en pleno invierno. Y así fue como me quedé. Helado.

De la ameba salían palabras tímidas, al principio, poco claras, mezcladas en una nebulosa que no dejaba distinguir si estaban compuestas de lo que se necesita para que exista la transmisión del sonido.

Pero con el correr de los minutos se fue armando un edificio de sonidos que nos llevó puestos a todos los que estábamos escuchando. Fue como si la ameba que ya casi dejaba de serlo, hubiera estado calentando motores, como se decía antes cuando los motores necesitaban ser calentados. La ameba dejó de ser gelatinosa y empezó a convertirse en un ser con estructura sólida. Ese ser antes sin forma empezó a crecer y a armarse. Las palabras desfilando ordenadas nos estaban arrojando a lugares desconocidos. Al margen contrario. Al conocimiento de cuestiones que hasta ese momento resultaban oscuras.

Y ese hombre fue creciendo, creciendo. Apoyado solo en el lenguaje. Y se convirtió en otro. Claramente en otro. Un ser humano sólido, tangible, casi podría decir arrollador, pero no quisiera que me señalen por ser exagerado.

La clase se trataba sobre mitología griega. Y era en eso justamente en lo que ese tipo se estaba convirtiendo: en un dios como el de los griegos. Uno de aquellos dioses con virtudes formidables tanto como con debilidades extremas. Donde las cuestiones del poder y la vulnerabilidad se mezclan tanto que no se las puede diferenciar con exactitud.

Después entendí, con el tiempo, que cuando hablaba de esos dioses estaba hablando de los seres humanos. De él mismo incluso. Hasta de mí y de todos los que estábamos ahí. Seres con una mezcla rara, de Musetta y de Mimí como diría el tango, que parecen tener una fortaleza extrema y acto seguido se convierten en nada. En organismos escondidos detrás del miedo.

Mientras me sentía hipnotizado por el arte de su palabra, pude dejar un espacio en mi cerebro como para pensar en lo que estaba pasando. Qué clase de poder tiene el pensamiento, la palabra, como para operar semejante transformación. En dar forma donde no la hay. En producir un cambio tan ostensible. Tan evidente.

Me pregunté también qué otras cosas podían entregar a un ser semejante entidad. El dinero, tal vez. O la belleza. Y sin demoras me contesté que no. Sólo la palabra y su soporte entregan entidad. El dinero y la belleza desaparecen, y no queda nada, o sí, queda la tristeza de la pérdida. Que es peor.

Cuando terminó la clase salió por esa puerta un grupo diferente al que entró. Recordé entonces, casi en forma de relámpago, aquella nota que leí hace un tiempo sobre la ameba come-cerebros. Algo se había transformado en los nuestros, algo que no nos llevó a la muerte pero que nos cambió. 

Me quedé sentado un tiempo reflexionando sobre lo que había vivido. Salí detrás del profesor y así pude notar en el piso un casi imperceptible rastro. Como una babita de esas que van dejando las amebas.

perlahardoy@gmail.com