Los créditos iniciales de Dolor y gloria se imprimen sobre un fondo en el que se dibujan figuras amorfas, cuyos movimientos se repiten a intervalos regulares. La secuencia remite al efecto de los caleidoscopios, aunque aquí se percibe un burbujeo interno que rompe con las dos dimensiones, como si en las entrañas de la pantalla hubiera un magma haciendo presión para liberar su energía. Liberación interior: eso es la última película de Pedro Almodóvar, que llega a la Argentina luego de un consenso que en Cannes la declaró como su mejor trabajo en años. ¿Diez? ¿Veinte? ¿O acaso será el opus máximo de su trayectoria? Cada quien tendrá su opinión sobre el manchego, pero pocas veces antes puso en diálogo de forma tan descarnada, tan visceral, tan honesta sus obsesiones cinematográficas con su largo y por momentos tortuoso derrotero artístico y personal. Aquellas burbujas, entonces, como el síntoma del torrente sanguíneo de un corazón que pide abrirse ante los ojos del mundo.
Dolor y gloria bien podría ser la puesta de las memorias del director, una ficción que entrevera lo real y lo imaginado, lo profesional y lo personal, hasta volverlo indisoluble. Película testamentaria, es producto de la madurez de un realizador que se sabe viejo y empieza a pensar sobre el fin de su carrera y su propia vida. Imposible no ver en cada elemento de la puesta, en cada vuelta de ese guión con lubricación perfecta, la huella de Almodóvar: todo remite a sus trabajos, a su forma de pensar y entender los vínculos humanos y el deseo, temas centrales de su obra. Hasta el protagonista está hecho a su imagen y semejanza: Salvador Mallo es un director surgido en los albores de la movida madrileña y de enorme éxito en años posteriores, interpretado por Antonio Banderas, en su séptima colaboración con Almodóvar.
La diferencia es que si éste sigue filmando y produciendo, Mallo vive recluido, acompañado por posters de películas y dolores crónicos que lo inmovilizan. Una inmovilidad física y artística, en tanto hace años dejó los sets y ahora se deja invadir por los recuerdos. No parece casual que la primera escena lo encuentre en una pileta mientras el relato viaja hasta su niñez para mostrarlo junto a su madre (Penélope Cruz) lavando ropa a la vera de un río. Como en Roma, de Adolfo Aristarain, otra película de tintes crepusculares y confesionales, el agua opera como símbolo de pureza e inocencia, a la vez que evocadora de la infancia y la figura materna primero, y de los momentos que puntearon su vida después.
La evocación se acentuará tras una invitación de la Filmoteca de Madrid para presentar una copia restaurada de Sabor, que 32 años atrás abrió las puertas de la fama. Eso lo llevará a reencontrarse con el actor Alberto Crespo (Asier Etxeandia), que después de aquel protagónico cortó relación con el director. Entre ambos habrá una fumata blanca como símbolo de paz, en lo que será la primera de varias postas reconciliatorias. Una de ellas es francamente conmovedora: el cruce con una ex pareja (Leonardo Sbaraglia) que va a su departamento luego de ver en el guión de un unipersonal de Crespo la recreación de esa relación. La escena tiene un intimismo y visceralidad notable y es, quizás, la cúspide de la carrera de Banderas, que se fue de Cannes con un merecidísimo premio a Mejor Actor. “El buen actor no es el que llora, sino aquél capaz de contener las lágrimas”, dice Mallo. Banderas derrama algunas lágrimas. Pero lo suyo es una angustia contenida que trasciende lo espiritual para volverse un estado constitutivo, algo enquistado en el cuerpo machacado de su personaje. Sin él sería imposible que Dolor y gloria fuera una experiencia física, una película que duele.