In memoriam de J.
Dicen que he matado. Eso dice el tordo que me visita. Yo no estoy seguro. Tengo la memoria tapada como con humo. Como con humo de una quemazón de pasto fresco. Todo va y vuelve en mi cabeza. A veces hay como un viento que disipa todo. Se va el humo y veo claro. Pero no siempre. Ahora, cuando escribo me pasa eso. Empiezo a ver más claro. Veo el cuerpo desnudo de Rita. Nunca pude decir mi vieja. Como decían todos. O mi madre, como se dice en la escuela. Hasta cuando escribo digo Rita. No más de diez palabras por oración. Así nos pedía el profe: no más de diez. A mi padre lo veo mejor. Ahora, después de todo, lo veo mejor. En realidad no sé si era mi padre. De todos modos me puso su apellido. Escalera. ¿Cómo pudo llevar un apellido así? Era bajito y retacón. Mis hermanos también. Yo fui el único alto de la familia. El único que hizo honor al apellido. Alto, pesado y barbudo. Con una mirada que asusta, me dijo Rita. Una mirada con luces fijas, con fuego quieto.
Mi compañero de celda come cucarachas. Es hábil para cazarlas. Las sostiene de un ala. Las suelta vivas dentro de la boca. No las mastica, sólo las traga. Le gusta llamar la atención. Cuando llegué, él ya estaba. Me presenté. El se abrió la bragueta. Escribió Rulo con orina en la pared. Se reía. Tuve que reírme.
De afuera llega el olor de los jazmines y chivatos. La luz dura más en la ventana. Es primavera.
Cierro mi cuaderno.
El tordo me pregunta por mi viejo. Yo prefiero hablar de Rita. Ella me había desgraciado la vida. Desde chico. Tampoco estoy seguro si fui a matarla. La quise amenazar como otras veces. Empezó a los gritos. “Hijo, no” decía.
“Por favor, hijo, no”. Mi viejo estaba ese día en casa. Nunca estaba, pero ese día sí. El tordo me pide que siga hablando. Yo desconfío y callo. Todo lo que diga será usado en su contra. Le recuerdo esa frase. Se ríe. Me dice que no podrá defenderme si me callo. No me defienda, le digo. Tengo la memoria tapada con humo, le digo.
Rulo tiene un porro. Fuma y me lo pasa. Yo me tiro sobre el colchón. Rulo camina en puntas de pie con los brazos extendidos. Le devuelvo el porro. Le da una pitada larga. Se sienta sobre mi colchón. Me pone la falopa en los labios. Lo siento agitarse sobre mí. Me acaricia el cabello. Le detengo la mano y me levanto.
Es de noche. La primavera arde afuera.
Mi padre era un hombre importante. Mejor dicho: había sido importante. Fue el primer dentista de Raíces. Llegó recién recibido y recién casado. Dicen que Rita era hermosa. No había una mujer más hermosa en Raíces. Tenía una cinturita así. Vestía como una reina. Las mejores marcas. El dentista hacía dinero rápido y fácil. No era muy bueno pero era el único. Siempre de chaqueta blanca. Y cuando salía, traje y corbata. Esa maldita corbata.
“Un hombre sin corbata no es un hombre”. Se lo digo al Rulo. El Rulo baila sobre un pie como un marica.
Un día me puse una corbata y un saco. Me le aparecí a Rita en la cocina. “Sacate eso antes de que venga tu padre”. Sólo eso me dijo. “Sabés que no le gusta que toquen sus cosas”. Sólo eso me dijo. Yo quería que ella me viera. Desde que nacieron mis hermanos no me veía más. Los hombres importantes usan corbatas. Mi padre dejó de usar corbatas. Dejó de ser importante. Ni siquiera para su mujer. Mi padre renunció a las corbatas. Y renunció a nosotros.
El Rulo está eufórico. Se ha parado sobre su cama y grita. “Todos los guardias son cornudos” grita. Nadie le hace caso. Ni los guardias.
Dicen que Rita era hermosa. En una caja de zapatos yo guardaba fotos de ella. Cuando nació mi último hermano se desmoronó. Engordó hasta deformarse. A esa altura, todos estábamos desbarrancados. El primero en caer fue mi padre. Dejó las corbatas en el placard para siempre. La chaqueta ya no estaba muy blanca. Yo era chico pero vi los cambios. No discutían. Nunca los vi discutir. Sólo escuchaba desde mi pieza la voz de ella. No era enérgica ni implorante. Nunca supe de qué hablaban en realidad. Al otro día, él desaparecía. Por varios días. Cargaba las líneas, la conservadora, la escopeta. Y se iba.
El Rulo me asegura.”No te van a dar menos de diez años”. Y asegura también: “Si te portás bien, salís en seis”. Sólo hace tres meses que estoy aquí. El Rulo me convida con una cucaracha. No acepto.
Rita era hermosa y codiciada. Muchos hombres la codiciaban. Tenía un cabello rubio, largo, natural. Me gustaba verla cuando se peinaba. Cuando soltaba esos cabellos sobre los hombros desnudos. Y esa piel. Y esa elegancia de mina fina. Muchos hombres la miraban. Entiendo que no podían no verla. Yo me daba cuenta y sufría. Todos se volvían estúpidos delante de ella. Algo tenían que decirle o insinuarle. Sólo los muy pobres o los secos se callaban. Ella sonreía feliz. Disfrutaba de ese juego. Yo me llenaba de vergüenza.
El Rulo me dice que sólo los pobres caen presos. Y los giles. Que a él le falló un diputado que si no. Le digo que mi familia está en la ruina. Que mis hermanos no me quieren suelto. Soy el monstruo de Frankenstein, le digo.
Esa noche, no era muy tarde, escuché voces. En realidad, no eran voces. Eran gemidos. Pensé que Rita se sentía mal. Abrí la puerta del dormitorio y los vi. Ella desnuda. Toda desnuda. De espaldas a la puerta y sobre él. Ninguno de los dos podía verme. Cerré y salí. No se dieron cuenta.
“Fue algo raro - le digo al Rulo. “No sentí rechazo ni vergüenza”. Cuando descubrí que no era mi padre la odié. Mi padre no estuvo esa noche. Ni las siguientes.
Estoy seguro de que mi padre no era mi padre. No tenía nada de él. Ni su cara, ni sus ojos, ni su altura. Mucho menos ese gusto por la caza y la pesca. A mí, a los catorce, me prendió fuerte la magia. La magia negra. Esoterismo y esas cosas. Con un vago del barrio Mitre nos juntábamos a leer. Leíamos un libro de magia oriental. Después entramos en el hipnotismo y toda esa onda. Queríamos hipnotizar una mina y gozarla. Yo practicaba todo el día en casa. La miraba fuerte a Rita para ver qué pasaba. Querido, tu mirada me asusta me dijo un día. Eso me alentó. Probé con una compañera de curso en un recreo. Qué te pasa, preguntó. Tenés luces en los ojos, como un fuego quieto. Dormite, le decía, dormite. Le daba órdenes pero ella sólo se reía. Nada me altera más que la gente que se ríe. No puedo soportar que se rían de mí. Me pongo loco. La dormí de un piñazo. Me echaron de la escuela.
“A mí también me echaron” dice el Rulo. “La escuela es para los giles. O para los ricos”.
Una sola cosa saqué de la escuela. “No usés más de diez palabras por oración. No te compliqués” nos decía el profe de lengua. Le hago caso. Escribo en este cuaderno no más de diez palabras. Me hace bien. Me distraigo. Vuelo lejos.
El Rulo me respeta cuando escribo. Me mira con cierta admiración. O extrañeza.
Cuanto más me miraba en el espejo, menos parecido. No tenía nada de él. Mi cuerpo era grande, blanco, perfecto. Estaba seguro de que él no tenía un palo así. Si no, Rita no hubiera buscado a ese otro. Yo era hijo de ese hombre. De ese hombre sin rostro. Todo el pueblo tenía que saberlo. Las mujeres tenían que saberlo. Escalera no era mi padre. Ni esos otros, debiluchos, enfermizos, eran mis hermanos. Un día me subí al techo de la casa. Me puse a tomar sol desnudo. Completamente desnudo.
“Armaste un flor de revuelo” comenta el Rulo. “Me imagino las caras de las viejas”.
“Se les hacía agua la boca” le digo.
Mi padre cambiaba chaqueta cuando la mugre era indisimulable. Casi no tenía pacientes. Había conseguido un sueldito en el hospital. Y otro sueldito en la escuela. El auto, el último Falcon, quedó abandonado en la cochera. Los yuyos rodearon la casa. La pobreza y el abandono comenzaron a acorralarnos. Rita, sin embargo, seguía siendo linda todavía. Un día me descubrió mirándola vestirse. “Qué hacés acá? Sos grande ya” me dijo sin escándalo. “Claro. Cumplí 18 el martes ¿o te olvidaste?” le dije. Me sonrió. Era viernes. Todos los viernes mi padre se iba de caza y pesca. Ella también. Se había puesto un vestido rojo, entallado. Se paraba segura, elegante, frente al espejo. Lo mejor que tenía mi madre era esa cola erguida. Puse un poster del Che Guevara sobre la cama. Le pregunté “¿ese es mi padre?”. Me miró espantada. “Pregunto si ese es mi padre” insistí. “Tu padre... es tu padre” me dijo. Balbuceante. La tomé de un brazo. La hice volverse hacia el poster. “Mentira -grité- ése es mi padre”. Cuando cayó sobre la cama la cubrí con el poster. “Este es el hombre que te hace el amor” grité. Fui cortés. Tenía palabras terribles. Me las guardé. Lloró. Acurrucada, lloró. Yo también lloré, claro.
“En realidad, yo no quise matar a nadie” le digo a mi abogado. El abogado me mira como a un loco. Todos piensan en Raíces que estoy loco. Que siempre estuve loco. Pasa que yo era distinto a los demás. Era hijo de un ser superior. Un hombre importante que vino de lejos. Y pasó sobre mi madre. Y me hizo en una noche o en varias noches. No debió ser tan fácil hacerme a mí. El abogado está incómodo, tiene ganas de irse. “Usted no está sano” se anima a decirme. “Podríamos intentar llevarlo a otro lado” se anima. Entonces no hablo más. Me callo. Se va.
“¿Qué es la locura, viejo?” me pregunta el Rulo. “A mí también me querían hacer pasar por loco”. Rulo enciende otro porro y gime y gime. Como un animalito castigado.
Con el vago del Mitre nunca pudimos hipnotizar una mina. Lo intentamos muchas veces. Nos apostábamos a la salida del nocturno. Ahí venían minas piolas. Yo me fui de corbata para ser más importante. Les salíamos en la oscuridad, de sorpresa. Nada. Gritaban, era un quilombo. Una noche se nos sumó un borracho con un tetrabrik. En su media lengua nos dijo “invítenla con vino”. Una alumna me pegó un carterazo y escapó. El borracho se reía. Me miraba y se reía. Entonces me abalancé sobre él. Cayó boca abajo. Fue su perdición. El vago del Mitre se fue a dormir.
“En mi casa siempre hubo armas” le digo al tordo. “Escopetas y revólveres” aclaro. Ese revólver estaba en la cómoda del dormitorio. Siempre estaba descargado. Esa tarde no. ¿Mi padre lo había cargado? ¿Por qué? Yo lo usaba para asustar a Rita. Mejor dicho: para que Rita se hiciera la asustada. Era un juego. Los viernes se bañaba a las seis en punto. Una hora después que mi padre se iba. Cuando ella estaba vistiéndose, yo entraba. Ella simulaba un reproche. Yo sacaba el revólver de la cómoda y la encañonaba. Ella pedía clemencia. Yo apoyaba el revólver en su cabeza. Le rogaba que me mostrara cómo me había hecho. Aquellas noches, claro. Con el Che Guevara. Ella lloraba. Yo abandonaba el juego.
“Vos sí que estás pirado” me dice el Rulo. No se ríe. No me gusta la gente que se ríe.
“Sacaste la sonrisa de él. Y la mirada” me dijo Rita un viernes. “¿Del Che?” pregunté ansioso. “De tu padre, Escalera es tu padre”.
La odié. Desde ese día la odié más que nunca. No esperé que fuera viernes para amenazarla. Cualquier día y cualquier hora me daba lo mismo. Esa tarde la obligué a desnudarse completamente. “Hijo, no” me decía. “Por favor, hijo, no”. Ya no era la mujer codiciada. Había perdido las formas. Yo solo sentía repugnancia y odio, mucho odio. El estaba ese día en casa. Nunca estaba pero ese día sí. Abrió la puerta del dormitorio y se interpuso. Me pidió el arma. Me reí. Le dije que no haga quilombo, que era un juego. No me creyó. Avanzó hacia mí para quitarme el revólver. Apreté el gatillo para asustarlo. Dos o tres veces. “Eso fue todo” le digo al tordo.
No más de diez palabras. Reviso las oraciones de mi cuaderno. Ninguna tiene más de diez palabras. Se lo entrego al tordo. Me prometió hacer una copia en su PC. Sin errores de ortografía. Le advierto: no más de diez palabras. Sonríe y guarda el cuaderno. Se va mejor que anoche.
Estoy aprendiendo a cazar cucarachas. Después de un año no es tan difícil. Las sostengo de un ala. Las suelto vivas dentro de mi boca. El Rulo me aplaude.