Google devuelve un ticket a las entrañas más oscuras del Sistema Penitenciario Nacional cuando se tipea “Cárcel de Sierra Chica”. Basta con ver el sinfín de entradas con videos de peleas a facazo limpio y notas sobre la peligrosidad de sus presos, la presencia totémica de Carlos Robledo Puch y, desde ya, el motín que en marzo de 1996 terminó con ocho muertos devenidos en relleno de empanadas. Lo que no aparece es todo aquello que cuenta La visita. Contar: no decir ni mucho menos gritar a los cuatro vientos qué opinan quienes empuñan la cámara. En ese sentido, el de Jorge Leandro Colás (Parador Retiro, Los pibes) es uno de esos documentales que cuenta mucho, muchísimo, sin que lo parezca. Cuenta, en la superficie, la dinámica del pueblo de Sierra Chica cuando llegan esas novias y esposas –con sus hijos, sus bártulos, su comida y sus puchos a cuestas– que recorrieron cientos, quizás miles de kilómetros para pasar unas horas junto a sus parejas presas. Entre medio, casi de contrabando, se cuela todo: la violencia institucional, la tenacidad espartana de quienes esperan, los prejuicios de los vecinos, la solidaridad de clase y de género y algunas historias de vida que, de aparecer en una ficción, más de uno catalogaría de imposibles.
Sierra Chica es un pueblo igual a tantos otros del interior rural de la Provincia de Buenos Aires, con sus casas bajas y avenidas de concreto partidas al medio por boulevards con palmeras. Lo particular es que su economía no gira alrededor de la soja y el maíz, sino del movimiento que trae aparejada esa mole de cemento y alambres. Un objeto de estudio a priori inabarcable por su historia, su envergadura, sus implicancias, los múltiples enfoques posibles y, desde ya, la mala prensa que rodea al submundo de las rejas. Ante esa bastedad, Colás delimita su área de estudio con precisión quirúrgica, despojando el relato de todo aquello que esté por fuera de las visitantes. Toda una rareza en una cinematografía que, como la argentina, escupe documentales que intentan amplificar resonancias a través de la expansión. En ese sentido, aquí las ramificaciones se desprenden de la condensación, lo que la convierte en una de las primeras películas –sino la primera– que orbita sobre una cárcel y no menciona con nombre propio ni muestra a ningún preso. Poco importan los motivos que los llevaron a terminar allí, las causas judiciales, los años de condena y mucho menos su culpabilidad o no.
Colás no dice “qué barbaridad”, sino que les pone rostros a esas mujeres anónimas e invisibles filmándolas con los mecanismos propios del documental observacional: la cámara y el micrófono operando como moscas en la pared, la no intrusión en el desarrollo de los hechos como norma y una predisposición para atender a los detalles que aparecen sobre la marcha son algunas de esas huellas éticas y formales. El único momento que rompe esa lógica es una entrevista a cámara a Bibiana, mudada a Sierra Chica cuando se le hizo imposible costear los pasajes desde su Santa Fe natal. Su casa es uno de los epicentros físicos del relato, a la vez que refugio de contención para quienes llegan desprovistas de dinero, mercancías y conocimiento de la maraña burocrática que imponen las normativas de ingreso. Ese ingreso se realiza a través de una pequeña puerta rodeada de alambres retorcidos que opera como segunda locación central de La visita. “¡Cerrá la puerta, che!”, grita una cuando empiezan los empujones. Quienes quedan afuera son, como las que entraron, mujeres que en muchos casos gastaron lo que no tenían para viajar. Pobres contra pobres: la violencia institucional colándose incluso fuera de la cárcel.
La tercera locación es un local que, más allá de que los carteles aseguran que es un bar, sirve como SUM. Allí se cargan celulares, se usa el baño a cambio de tres pesos, se guardan mochilas y se venden hasta espejos. Todo, claro, en función de los requisitos de las mujeres. Su dueño es Emilio, en quien ellas encuentran, además de un proveedor infalible, una contención emocional. Comprensivo del contexto, Emilio se mueve como un experimentado pez en agua turbia, tratando de que incluso las negativas suenen amables. Una amabilidad que se erige como un destello de humanismo en medio de tanta deshumanización.