“El fracaso es bueno porque el público no lo recuerda y a uno lo baja a la tierra. Y si ocurre, no hay cosa mejor que atravesarlo de a dos”. Aquellas sabias palabras del recordado Abel Santa Cruz fueron el germen de una sociedad que se metió en los hogares de los argentinos durante 36 años. Si la decisión de Jorge Maestro y Sergio Vainman de emprender un camino a cuatro manos surgió a partir del levantamiento temprano por bajo rating de la telenovela Entre la vereda y el cielo, en el viejo Teleonce de los ochenta, bien puede decirse que la dupla autoral más longeva y exitosa de la TV local es hija del fracaso. Sin aquél traspié inicial, que duró solo 36 capítulos al aire de los más de 150 pensados originalmente, no hubiera existido jamás el sello “Maestro y Vainman”. Y los televidentes argentinos se hubieran perdido creaciones como Clave de Sol, Montaña rusa, Zona de riesgo, Dar el alma, La banda del Golden Rocket, Gerente de familia, Archivo negro, Como pan caliente y tantas otras ficciones que acompañaron a varias generaciones y fueron testigos de los cambios que atravesó la sociedad argentina en las últimas décadas. Ese recorrido autoral compartido es el que los autores repasan en Maestro & Vainman. 36 años de historias de la televisión que todos vimos, el libro que acaba de publicar Editorial Sudamericana y que -como no podía ser de otra forma- lleva la firma de las dos cabezas detrás de personajes y ficciones que aún permanecen en la retina de millones de argentinos.
La televisión contada por aquellos que pergeñaron toda clase de historias de ficción. De eso se trata el libro que acaban de publicar Maestro & Vainman, y que a través de anécdotas y situaciones personales que tuvieron que sortear a lo largo de su trayectoria, repasan buena parte del desarrollo de la TV argentina. Sin abandonar una mirada conceptual y analítica, el libro ofrece la posibilidad de conocer los secretos escondidos en el arte de escribir ficciones televisivas, a la vez que permite tener un acercamiento mayor a la manera en que la pantalla chica local se pensó desde 1980 a esta parte. Docenas de títulos de su autoría a lo largo de un período histórico con numerosos cambios en el medio, vuelve imprescindible la mirada de dos contadores de historias que hace 36 años decidieron escribir y pensar juntos, a la par. Aunque a partir de 1998 decidieron encarar proyectos solistas, en 2014 Maestro y Vainman volvieron a trabajar juntos.
–¿Por qué decidieron contar su historia ahora, cuando ni siquiera se cumple un aniversario “redondo” de la tarea conjunta? ¿Qué los inspiró a hacerlo?
Jorge Maestro: –Los aniversarios redondos no son más que una convención bastante arbitraria y, por qué no, caprichosa. A las personas les ocurren cosas todo el tiempo y no necesariamente en aniversarios terminados en cero. Treinta y seis es un número tan válido como cuarenta y no quisimos esperar cuatro años para publicar el libro, porque estábamos motivados con la idea de contar nuestras vivencias a quienes tal vez tengan la intención de trabajar en televisión, o a los que ya lo estén haciendo y se sientan tan sorprendidos como nosotros al principio de nuestra carrera.
Sergio Vainman: –Si bien es cierto que la experiencia no se transmite y que cada uno debe hacer su propio camino, conocer lo que les pasó a quienes anduvieron unos años antes por los mismos lugares, saber de sus errores y de sus aciertos, tal vez ayude a alguno. Y también pensamos en el público que durante tantos años nos siguió en los programas y al que nos parecía justo contarle nuestra visión del revés de la trama que habían visto en pantalla.
–Durante estas décadas, “Maestro y Vainman” fue una marca, que trascendía el mero sello para pasar a ser una contraseña de propuestas personales, diferenciales. ¿Cómo evolucionó el lugar del autor en la industria argentina? ¿En qué aspectos notan esa diferencia, tanto en pantalla como fuera de ella?
S. V.: –Podríamos decir con seguridad que más que evolucionar, el lugar del autor involucionó en la televisión argentina. La figura y, sobre todo, el rol del autor han sido bombardeados y ninguneados sistemáticamente en las últimas dos décadas. Durante muchos años –años de éxitos locales e internacionales– la figura del autor era, de algún modo, la primera garantía que se ofrecía al espectador. Había una voz característica en cada programa, la “voz” del autor, que hablaba a través de la esencia de sus historias, el estilo de sus personajes y los diálogos inconfundibles. El público sabía, con ver apenas unos minutos del programa, quién lo había escrito: eran, sin lugar a dudas, programas de autor. Esa era la propuesta personal y diferencial y la variedad de estilos que ofrecía nuestra televisión era agradecida por los espectadores. Hoy, el público ignora por completo quién escribió un programa porque los productores se han ocupado especialmente de provocarlo, con el objeto de borrarlos, disolverlos en el anonimato y la uniformidad de estilos y así tener garantizado poder conculcar sus derechos morales y económicos sobre las obras.
J. M.: –Hoy es muy difícil diferenciar un programa de otro porque en todos se ha desdibujado esa impronta personal y diferente, característica, única y reconocible, que es la marca de autor.
– A lo largo de su carrera, escribieron las tramas de programas de los más distintos géneros: desde ciclos para jóvenes (Clave de sol, Montaña rusa) hasta dramas jugados (Zona de riesgo), pasando por comedias (La banda...) y telenovelas que trascendieron la trama rosa (Dar el alma).
¿Cuál era el método para abordar temáticas y públicos tan diferentes entre cada proyecto?
J. M.: –La premisa era, ante todo, respetar el género, que no es otra cosa que respetar al televidente. No pretender hacer de la telenovela una comedia, de la comedia familiar un grotesco, del drama jugado un panfleto barato. Cada género tiene sus reglas de oro y deben cumplirse para no defraudar al espectador. Y aunque los públicos eran diferentes, siempre tuvimos como norte ser fieles a nuestras obsesiones y a nuestros principios. Escribir una telenovela siguiendo todas las leyes del folletín no era contradictorio con definir al villano políticamente y hacerlo cómplice de la dictadura militar.
S. V.: –Incluir una pareja homosexual en un programa que hablaba de la discriminación y el HIV no cambiaba la esencia de la historia sino que la fortalecía, pero lo importante seguía siendo la historia y no la anécdota. Hacer programas entretenidos y con mucho rating, para jóvenes, no nos hacía renunciar a poner como valor más importante la solidaridad y el afecto. Resumiendo: siempre hablamos de las mismas cosas en todos los géneros, pero jamás perdimos de vista al público que es lo único que en este negocio no se puede inventar.
–Al posar la mirada hacia atrás, ¿qué creen que ganó y qué perdió la TV argentina en estas casi cuatro décadas?
J. M.: –Más que nada perdió identidad. Sus productos ficcionales carecen de personalidad, de estilo, salvo en excepciones que prueban la afirmación. El público consume envíos provenientes de países exóticos y, en muchos casos, totalmente ajenos a nuestras costumbres y hoy el prime time de la televisión abierta está dominado por historias que nada tienen que ver con nuestra identidad cultural. Esto se debe, ante todo, a una cuestión de orden económico, habida cuenta del costo de una “lata” importada contra el costo de producción argentina. Pero no es menor la cuestión de contenidos a la hora de comparar programas nacionales y extranjeros: en general, los envíos llegados de otras latitudes, con las variantes del caso, respetan a rajatabla el género al cual pertenecen, independientemente de la temática que aborden. Son novelas de autor y no engendros de productor y el público se fideliza con ellas.
–¿Cómo ven el actual y complejo momento de la ficción actual en Argentina? Los productores miran de reojo a los autores por su poca innovación; los autores dicen no tener libertad para desarrollar sus tramas. ¿Es una crisis económica o creativa?
S. V.: –Lo más importante es que en el año 2016 se produjeron menos ficciones que nunca y que la industria –si es que podemos llamarla así después de años de tierra arrasada– está atravesando la crisis más profunda de la que se tenga memoria. Lo que también es cierto es que los productores no pueden “mirar de reojo” a nadie cuando son ellos los principales responsables del tipo de televisión que nos vemos obligados a consumir en la Argentina. Han sido las productoras las que, por preferencias personales, vanidad o conveniencia económica, decidieron el curso, la temática y el estilo de los programas que realizaron. Los autores no han tenido más remedio que someterse a las órdenes de esos productores –que muchas veces no son más que la expresión verbal de un capricho– bajo la amenaza de que si no cumplen, hay una larguísima fila de aspirantes dispuestos a obedecerlas.
J. M.: –Este proceso, como siempre ocurre cuando un error se convierte en hábito, ha generado una parálisis creativa de autores con muchísimo potencial que reciben negativas y rechazos sistemáticos y que han optado (porque no les queda más remedio si quieren sobrevivir y pagar sus cuentas) por ser meros “escribas” de las ocurrencias de otros.
–¿Por qué creen que mientras en el mundo la ficción televisiva gana cada vez más respeto y prestigio, en Argentina sigue siendo considerada por muchos como un género “menor”?
J. M.: –Por pura estupidez, por la persistencia de los “intelectualoides” que creen ser parte de una supuesta vanguardia, poseedora de la iluminación cultural. Por vivir a espaldas del resto del mundo, pretendiendo defender privilegios intelectuales que nunca existieron en realidad. Todavía hoy en día algunos idiotas creen que hacer cine es serio e importante y hacer televisión es fabricar chorizos de mala calidad, como si no hubiese películas dignas de un inodoro y programas de televisión excelentes. Es una polémica anacrónica, estéril y que habría que desterrar definitivamente de todos los foros. Lo importante es hacer, no discutir huevadas.
–¿Hay alguna cuenta pendiente que les queda en el tintero, aquél programa que sueñan escribir?
J. M.: –Un policial. No, mejor una comedia.
S. V.: –No. Mejor una telenovela que la rompa.
J. M.: –No, mejor un musical... No. Mejor una de terror.
S. V.: –No. Mejor no pensar en soñar. Los que hacemos televisión no soñamos. Quienes sueñan son los públicos cuando somos honestos, y contamos historias desde el corazón.
J. M.: –Y que, además, entren en el diseño de producción y no se vayan de presupuesto.